miércoles, 4 de septiembre de 2013

martes, 3 de septiembre de 2013

El olvido

   La lluvia seguía cayendo con fuerza sobre los tejados de pizarra, formando con su repiqueteo ininterrumpido una orquesta de percusión que los habitantes de la aldea ya no escuchaban. Siete largos años llevaba lloviendo y la gente ya no prestaba atención ni a los acuosos proyectiles que los golpeaban ni al rítmico quejido de las maderas ante la tortura a la que estaban siendo sometidas ni a las inundaciones diarias ni al transcurrir monótono de sus vidas. Era tal el desapego a su propia existencia que habían perdido la conciencia de sí mismos y de lo que les rodeaba, habían olvidado cómo hablar o cómo interactuar con su entorno o con quienes se hallaban a su alrededor, acabando así convertidos en autómatas ambulantes cuyo único esfuerzo, aparte de caminar, consistía en comer, y casi ninguno lo hacía. La mayoría había dejado de alimentarse con la esperanza, olvidada hacía tiempo, de dejar así ese infierno pasado por agua; aunque ni esto les había sido concedido y sólo habían conseguido perder el color hasta ser casi translúcidos, haber reducido su masa corporal hasta ser simplemente un esqueleto con piel adherida que se movía por la voluntad errante del que se sabe sin nada, ni siquiera conciencia, y un rugido continuo en el estómago que acompañaba perfectamente al melodioso percutir del agua sobre las tejas y los caminos.
   En esta época llegó el peregrino a la aldea. Eran tantos los caminos recorridos en su eterna búsqueda que ya no recordaba cómo había llegado a aquella aldea triste. Atravesadas las puertas de hierro verdes, caminó unos metros entre casas blancas de tejados negros de pizarra con ventanas y balcones de madera hasta llegar a una farola de cinco brazos situada en el cruce de la calle principal con la que llevaba a la entrada y cuyas cinco bombillas eran la única luz de aquel sombrío lugar, pues el resto de farolas emitía una luz tan tenue que era casi imperceptible. Al verse rodeado de cuerpos consumidos sin conciencia que tan siquiera reparaban en él y cubierto por un aguacero infinito, el hombre soltó su mochila, clavó las rodillas en la carretera y lloró como un niño. Después de años con la suerte de su parte y de viajes a sitios contaminados de felicidad, había llegado a un lugar donde la melancolía, el olvido y la soledad eran soberanos y únicos habitantes. Por fin había encontrado el anhelado lugar donde recibir el castigo del Cielo que tanto tiempo llevaba esperando para poder así expiar los errores de su pasado.
   Tan llenos de llagas estaban sus pies, tan cansados sus huesos, que una vez arrodillado fue incapaz de levantarse y simplemente durmió sobre el duro asfalto con aquella extraña lluvia cálida cubriéndolo como un manto protector, con la felicidad nuevamente introduciéndose clandestinamente en su alma.

    Así que eso era la muerte, pensó al despertar,  una fría lluvia que calaba tristemente, repiqueteando sobre las tejas y los caminos, sobre los almendros polvorientos y las maderas carcomidas, sobre los hombres y su mundo.


A.S.V.