miércoles, 13 de noviembre de 2013

Las ciudades y el olvido. 3

   Unas cincuenta millas al sur del Río Grande el viajero encuentra la ciudad de Adelaida, al menos si dicho viajero tiene la vista afinada, pues la ciudad de Adelaida no se diferencia prácticamente de su entorno. Enclavada en una profunda oquedad en mitad de una llanura de decenas de millas de extensión, apenas unos pocos edificios se desparraman fuera del profundo agujero en cuyo fondo se asentó la ciudad original. Con el paso de los siglos el crecimiento de la población en un espacio tan reducido y claustrofóbico obligó a la construcción en altura. Los edificios, del mismo color ceniciento y apagado de la llanura, fueron trepando por las paredes de la oquedad, aferrándose a kilómetros y kilómetros de piedra vertical como lapas hasta rebasar los límites del agujero. Los nuevos edificios impidieron la llegada del sol a las profundidades, forzando la aparición de nuevas calles a cientos y a miles de metros de altura, los pozos que nutrían la ciudad explotando el gran acuífero situado bajo sus cimientos crecieron inconmensurablemente para saciar los barrios altos y actualmente son kilométricas torres de apenas un metro de diámetro que sobresalen por entre los edificios como agujas imposibles.
   Cuando uno llega por primera vez a la ciudad de Adelaida lo recibe un conjunto de modestas casas que podrían pasar perfectamente por una diminuta aldea en mitad de la llanura. Atravesado este pequeño núcleo uno va a dar de bruces con un aterrador abismo saturado de edificaciones imposibles entretejidas por una maraña de pasarelas interrumpidas por los colosales pozos bajo cuyos pies el visitante no encuentra sino el vacío. En esta obra grotesca el viajero ve alterada su percepción de forma inimaginable. Los edificios, si así pueden llamarse, carecen de toda lógica, se aíslan o agrupan arbitrariamente y, según se va descendiendo hacia los barrios bajos por un intrincado sistema de ascensores y poleas, se acaba encontrando uno con una masa compacta y continua de muros de piedra gris sepultados en la más profunda oscuridad.
   Si todo esto no bastase para que el visitante no encontrase jamás el camino de salida, la ciudad de Adelaida se ha hecho a sí misma como una repetición constante, e incluso uno podría creer que infinita, de los mismos barrios, con los mismos edificios, las mismas pasarelas y los mismos pozos, tal vez incluso la misma gente. La gran trampa consiste en que cada barrio duplicado omite o incorpora un mínimo detalle con respecto a su anterior reproducción. Así, quien recorre la ciudad se ve completamente perdido en una sucesión de imágenes especulares en las que sin embargo no reconoce ningún punto de referencia, vagando interminablemente y forzando su mente a encontrar un hilo conductor inexistente que pueda ubicarlo, confundiendo lo que conoce y lo que cree desconocer, sumiéndose finalmente en un olvido absoluto. Pero éste no es un olvido dulce como el de la lluvia, sino uno seco, confuso y desgarrador, cruel incluso. Quien entra en la ciudad de Adelaida acaba por perderse para siempre.
  
   -¿Cómo conseguiste salir tú entonces, veneciano?- interrumpe Kublai Khan recostado contra la tapia del jardín del palacio.
   -Muy sencillo- responde Marco Polo- Yo ya estaba perdido antes de entrar. No supe encontrar la diferencia entre la libertad de dentro y la de fuera.  

A.S.V.

(Escrito a la manera del libro Las ciudades invisibles de Italo Calvino, con mis sinceras disculpas al autor por la profanación cometida a su hermosa obra)

jueves, 31 de octubre de 2013

La marea

   Los caballos eran negros, como sus almas, como el odio que sudaban o el betún que lustraba sus zapatos, manchados aún de sangre seca. Habían esperado a la noche para caer sobre nosotros con toda su fuerza, una noche tan negra como sus ropas y sus monturas que no tardó en volverse día ante el resplandor de las llamas. Eran nuestras casas las que ardían, nuestras vidas, nuestros recuerdos e, incluso, nuestros familiares o amigos que no pudieron salir a tiempo; pero también ardía nuestra furia, nuestras ganas de vencer, nuestro orgullo.  Habían cerrado las calles, atrapándonos como conejos en nuestras barricadas improvisadas. Eran incontables, una marea negra de hombres de piedra que se cernía sobre nosotros con sus armas de fuego y sus palos, amenazando con ahogarnos a todos irremediablemente.
   Nosotros éramos lo menos diez veces menos numerosos y las armas de que disponíamos alcanzaban apenas para la mitad. La pólvora se había estropeado por la lluvia de la noche anterior. Pero no estábamos dispuestos a rendirnos. Ellos venían a enseñarnos que todo signo de revolución estaba abocado al fracaso y al exterminio, nosotros estábamos allí para demostrarles que se equivocaban.
   Durante unos momentos no se escuchó nada más que el sonido de cientos de botas de cuero acercándose a nosotros desde todos lados  por entre el crepitar de las llamas que quemaban las paredes de hojalata, luego empezamos a cantar. Era una canción de guerra. No sé quién empezó, pero a los pocos segundos todos le seguimos. Cantamos porque nuestra voz era lo único que teníamos, porque no estábamos dispuestos a morir callados, porque aún teníamos nuestra rabia y nuestro orgullo. Nosotros nos desgarrábamos el pecho y ellos simplemente se acercaban hacia nosotros, sin producir ningún ruido más que el de las botas pisando el suelo. Después el mundo se volvió negro y todo quedó en silencio.
  

   Unas horas después llegamos a la costa. Éramos apenas treinta de los cientos de personas que habían vivido en nuestro humilde pueblo de chamizos de lata y muerto aquella noche. Estábamos cansados, heridos y rotos, pero aún había algunos que sonreían. Decidimos parar allí, junto al mar, desde donde aún se veía la gran columna de humo negro. Pero no quisimos mirarla, nos sentamos en la arena y cerramos los ojos de cara al agua. El aire salado abrió nuestras fosas nasales y nos despejó la mente y reímos largamente. Reímos porque la marea nos había arrebatado nuestros hogares y a nuestra gente, había ahogado nuestras ilusiones y borrado nuestras esperanzas, pero no habían podido con nosotros. Estábamos rotos sí, pero en pie. Reímos porque éramos inmortales y lo sabíamos

A.S.V.

jueves, 24 de octubre de 2013

Perros V


Basura machista ocupando una de las sillas del Sangster aquella noche de verano. Olía todo a cerveza negra. Mirábamos a ese imbécil desde el otro extremo de aquel lugar. Llevábamos muchos minutos en silencio intoxicándonos los oídos con cada vibración que generaban las cuerdas vocales de esa rata con apariencia humana.
Nuestro silencio se hacía cada vez más profundo. Nuestra ira se hacía cada vez más profunda.
Aquel hijo de puta hablaba de cuál sería el castigo perfecto para una mujer. Hablaba de su mujer. De lo que le haría el día que no la aguantase más. Hablaba de piedras, y de dientes partidos.
No nos importaba que hubiese bebido.
Sabía perfectamente lo que estaba diciendo.
Lo único que comprendimos nosotros de aquel discurso era que la mujer de aquel tipo era, en ese momento, la mujer más maravillosa del mundo. Y no íbamos a permitir que la mujer más maravillosa del mundo se convirtiese en víctima de nadie. Y mucho menos de aquel individuo. No volvería a sufrir el tormento de convivir con un ser que no comprende lo que significa ser un hombre. Nosotros también habíamos bebido. La cantidad adecuada, como siempre.

Salió del bar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve… y diez. Lucas fuera. Uno, dos. Todos fuera. La calle principal se bifurcaba de la misma forma que el edificio Flatiron separa Broadway y la Quinta Avenida. El que hablaba de dientes lubricados con sangre fue por la derecha. Lucas fue por la izquierda. El resto fuimos por la derecha, a unos diez pasos del despojo humano que sería castigado muy poco tiempo después. Lucas corría sin apenas tocar el suelo, para adelantarle y tener tiempo de girar a la derecha en el segundo callejón y salir al encuentro de aquel pobre estúpido. Miguel, Marco, Freddy y yo aceleramos el paso en cuanto vimos a Lucas bajando la calle, para encontrarse con aquel tipo a la altura del primer callejón. Vimos como aquella cabeza rapada levantó a ese engendro con gafas y sobrepeso y lo lanzó contra un montón de bolsas de basura.
Nos limitaríamos a seguir sus instrucciones. No había tiempo ni conocimientos médicos suficientes como para provocarle un cáncer. Estaba despierto, pero recibió pedradas igualmente, para evitar que se durmiera. Su piel quedó destrozada, y por supuesto, sus encías notaron el frío concentrado en el asfalto del borde de la carretera. Las suelas de las botas de Lucas quedaron impresas en su cuello. Su cabeza quedó encima de una alcantarilla, y mientras nos alejábamos se oía el eco que provocaban las gotas de sangre al caer dentro de los túneles.
No hay que reflexionar sobre esto. Estímulo y respuesta. Provocación y castigo. Castigo lento y doloroso.
Volvimos al lugar de origen de todo. El que fue el lugar de origen de lo que fuimos aquel día y de lo que fuimos todos esos años.

Un día de verano, hace mucho tiempo, unos chicos de unos dieciséis años entraron a un pub irlandés pidiendo cerveza. Y allí se quedarían por mucho tiempo.
El Sangster. El pub irlandés. Nuestro pub irlandés.

lunes, 21 de octubre de 2013

El fin

   Todo había terminado. Y después ¿Qué? Después continuamos siendo humanos, terrible, desgarradora e irremediablemente humanos; probablemente los dos únicos que quedaban sobre la Tierra. Esto no era realmente importante. Siempre habíamos estado solos, tú y yo. ¿Qué podía importarnos que hubiese o no hubiese más personas más allá de nuestros muros? Nos teníamos el uno al otro. Si te importó, sin embargo, que ya no hubiese flores, ni animales. Antes del fin solíamos bajar a la playa y buscábamos formas en las nubes y te encantaba buscar sentido al vuelo de los pájaros. “Mira”, decías, “esa gaviota vuela hacia el este, muy bajo. Eso significa que al otro lado del mar tendrán buena cosecha”. O “el vuelo de ese albatros significa que en la otra punta del mundo alguien acaba de descubrir que su mujer le es infiel”. Y reíamos hasta quedarnos sin aliento imaginando que era cierto. Algunas noches de verano veíamos las estrellas tumbados en la arena, esperando que los diminutos huevos enterrados en la arena se abriesen y de ellos saliese una marea de tortuguitas que años más tarde volvería a esa misma playa a desovar. Pero después ya no volvieron las tortuguitas ni las aves, ya no hubo más estrellas y las nubes no volvieron a tener forma. El mundo se volvió gris y triste. Los prados que rodeaban nuestra casa perdieron su verdor y sus flores y se convirtieron en campos de ceniza. Un manto infinito de nubes amenazantes cubrió el cielo, reflejándose en un mar negruzco y tóxico y un sol inmóvil y apagado luchaba por abrirse paso entre él, sin éxito. Por lo menos nos quedó la lluvia, irregular y siempre insuficiente, pero que nos aseguró no morir de sed y nos permitió mantener nuestro reducido huerto y un par de gallinas escuálidas.
   Recuerdo que nos moríamos de risa cuando a las tres semanas los tomates y las berenjenas ya no sabían a nada y el exceso de huevos nos empezó a dar alergia. Pero reíamos a pesar de todo. Reíamos mirando aquel mar hecho de lodo con sus colosales tormentas eléctricas y sus lluvias de fuego a lo lejos. A eso había quedado reducido el mundo, a fuego, barro y ceniza. Eso era ahora nuestra felicidad. Reíamos más incluso que antes, nos amábamos más veces y con más intensidad que antes, sólo el cariño y la cordura nos mantenían alejados de un estado animal.
    Creo que nos costó un par de años aproximadamente darnos verdadera cuenta de que el mundo se había acabado, más o menos cuando se nos acabaron los libros que leíamos cada noche, en voz alta, poniendo voces a los personajes o exagerando el tono afectado de los poemas. Fue entonces cuando empecé a escribir, cada día una pequeña historia que luego te narraba por la noche. Después las historias se fueron complicando, los personajes haciéndose más complejos, más humanos, los lugares más reales. Creamos un mundo propio al tiempo que explorábamos las ruinas del mundo anterior. Cada vez íbamos más lejos, a veces tardábamos días en volver a casa. Recuerdo una vez que tardamos tanto en volver que encontramos a la mitad de las gallinas muertas por el hambre y de los gallos tan sólo quedaba uno en pie. ¡Qué ataque de risa nos dio y qué vida se pegó a partir de entonces el gallo!
   No encontramos nada en nuestros viajes a pie. Tan sólo constatamos que todo se había perdido. Pero era agradable andar durante horas o días sin rumbo fijo por aquel mundo plano y gris hablando de cualquier cosa, inventando miles de historias. No era difícil encontrar el camino de vuelta a casa, al fin al cabo no había ya viento que pudiera borrar nuestras huellas.
   ¡Era tan simple, tan pura, nuestra felicidad! ¿Cuánto tiempo duró? ¿Meses, años, décadas? Es difícil medir el tiempo cuando no hay estaciones y el cielo permanece inalterable, y hacía mucho que los relojes se habían quedado sin pila. Pero, irremediablemente había de acabarse. Si el mundo se había acabado ¿Por qué no habría de hacerlo también nuestra alegría? Y tan sólo bastó una sombra, un susurro. Volvíamos a casa después del viaje más largo que habíamos hecho nunca, probablemente tardamos más de un mes en llegar más allá de las montañas y volver, cuando vimos dos pares de huellas en la playa que no eran nuestras. Las huellas se encontraban a unos pocos metros del camino que llevaba a nuestra casa y, por el tamaño, debían de pertenecer a un hombre adulto y a un niño. Nos quedamos allí clavados el tiempo suficiente como para petrificarnos, mirando aquellas marcas imposibles que se alejaban hacia el sur siguiendo la línea de la costa, creyéndolas un espejismo. Decidimos no seguirlas, pensando que, si aquellas dos personas habían visto la casa y nuestras huellas, volverían. A partir de ahí todo cambió. La espera nos consumía. No era que estuviéramos tristes, era que ya no estábamos alegres. Nos sentíamos vacíos y yo había dejado de escribir.
   Cada día bajábamos a la playa y mirábamos las huellas, esperando que de ellas surgiera alguna señal, algún color en aquella extensión gris y apagada que era el mundo.  Apenas hablábamos más que cuando me preguntabas:
   -¿Y si no vienen?
   -Esperamos.
   -¿Y si después de esperar siguen sin venir?
   -Seguimos esperando.
   Ya no reíamos a carcajadas salvo cuando llovía y nos empapábamos intentando recoger el agua con barreños, ya no inventábamos historias ni leíamos, ya no nos amábamos tan impulsivamente como antes.
   Ahora sólo esperábamos a que llegase el momento de bajar a la playa a esperar junto a las huellas y a que tú preguntases
   -¿Y si no vienen?
   -Esperamos.
   -¿Y si después de esperar siguen sin venir?
   -Seguimos esperando.
   Después volvíamos a casa e intentábamos dormir para que las horas pasaran deprisa y pudiésemos volver cuanto antes a la playa, a la seguridad de la espera. Ya no volvimos a salir a recorrer el mundo buscando lo poco que quedase entre las ruinas. Ahora ya sólo esperábamos. Hasta que un día te cansaste de esperar. Habíamos bajado a la playa y esperado unas horas en silencio junto a las huellas cuando que tú preguntaste
   -¿Y si no vienen?
   -Esperamos.
   -¿Y si después de esperar siguen sin venir?
   -Seguimos esperando.
   -¿Y después de esperar toda la vida?
  Me encogí de hombros como respuesta. Tú asentiste y comenzaste a andar hacia adelante, metiéndote en el lodazal que antes llamábamos mar. No miraste hacia atrás y yo me quedé quieto, viendo cómo te cubría con su espuma gris hasta que desapareciste por completo, sin sentir nada. Finalmente me di la vuelta y emprendí el camino de regreso. Fue ahí cuando la vi: una pequeña brizna de hierba que se alzaba del suelo, cubierta de ceniza pero indudablemente viva. Me agaché y la limpié cuidadosamente con la manga y lloré. Lloré y mis lágrimas regaron la brizan. Lágrimas de alegría e indiferencia.
   No sé cuánto tiempo ha pasado desde aquello, pero seguramente años. Ahora el mundo es de un gris más claro y tiene minúsculas manchas verdes. La semana pasa descubrí una flor junto al muro de la casa. Tal vez sea un amapola, pero ¿Te puedes creer que no recuerdo cómo eran las amapolas? Finalmente ellos volvieron y después otros. Ahora somos como unos treinta y varias casas parecidas a la nuestra se encuentran esparcidas por la playa, con su minúsculo huerto y sus gallinas escuálidas. Los hombres y las mujeres hablan, optimistas,  y los niños juegan. Llueve mucho más que antes y he vuelto a escribir.
   Te habría encantado verlo. Pero no te culpo. A fin de cuentas yo elegí el orgullo, tú la libertad.

   
A.S.V. 

sábado, 12 de octubre de 2013

Porque el fútbol es mucho más que fútbol.

El fútbol no debería ser un negocio. No debería ser señores trajeados tomando decisiones sobre la vida de chavales de veinte años. No debería ser tertulias propias de la prensa rosa. No debería ser periódicos comprados por equipos. No debería ser periodistas que se comportan como borrachos en un bar después del partido. No debería ser dopaje. No debería ser amaño de partidos. No debería ser equipos en bancarrota. No debería ser el único deporte en los medios. No debería ser ruedas de prensa. No debería ser afición transformada en violencia. No debería ser todo esto y mucho más. Pero dejando a un lado lo que no debería ser, nos queda lo que es el fútbol. Lo que más nos gusta a los que nos gusta el fútbol. Y hablo de nosotros, los chavales que hemos vivido el fútbol del siglo XXI, los que vivimos los años en los que el fútbol dejó prácticamente de ser un juego y pasó a ser uno de los negocios más agresivos del mundo. Pero no nos gusta eso. Nos gusta lo que hemos visto.
Somos los niños de los cromos de Zidane, del cromo nuevo de Ronaldo cuando llegó al Madrid. Somos los que vimos la Champions que jugó César en la portería. Vimos crecer a Rooney, a Ramos, a Cristiano, a Ibrahimovic. Vimos brillar a Ronaldo en Yokohama. Sabemos quién es  Al- Ghandour. Nos acordamos de Mendieta, de Sergi, de Christian Vieri, de Donato, de Cafú. Sabemos que los italianos son inmortales. Vimos al Oporto ganar la Champions. Al ‘Spanish Liverpool’ remontando al Milan. Vimos a Zidane caer desde el cielo al césped de Hampden Park para rematar el centro de Roberto Carlos. Ya era viejo cuando vimos a Buffon por primera vez. Vimos la retirada de Zidane, vimos la trigésima liga del Madrid, con Capello en el banquillo; la trigésimo primera con Schuster, y la de los cien puntos con Mourinho. Vimos al Barça explotar. Vimos llegar a Guardiola. Rijkaard, Cocu, Overmars, Frank de Boer… Torres y Simeone jugando juntos en el Calderón. Vimos al Manchester de Verón y de Van Nistellroy. Ya era viejo cuando vimos a Ryan Giggs por primera vez. Vimos a Grecia ganar una Eurocopa. Vimos al Alcorcón ganar al Real Madrid. Vimos a Raúl con una camiseta que no era blanca.
Hemos visto a Cristiano volando por el campo, hemos visto a Ronaldinho bailar y marcar, y dar pases mirando hacia atrás. Hemos visto a Messi esquivando veintidós piernas en cada partido. Hemos visto a un niño de Arenys de Mar liderando al Arsenal de Wenger. Hemos visto el último chicle de Ferguson. Sabemos lo que ocurrió en el Ernst Happel de Viena. Sabemos lo que ocurrió cuando Navas arrancó por la banda derecha en el Soccer City de Johannesburgo.
Sabemos que Guti tiene ojos en la nuca y la sangre congelada. Sabemos que Özil ve cosas que nadie más ve.
Vimos a River bajar a segunda. Vimos al Villarreal en semifinales de Champions. Vimos la explosión de Torres en Anfield. Vimos los gemelos de Roberto Carlos.
Hemos visto muchos cabezazos de Puyol, y muchos centros perfectos de Xabi y de Xavi. Vimos el cierre de San Mamés. Crecimos con Pirlo explicándonos lo que es el fútbol italiano. Vimos a la Argentina de Solari, de Hernán Crespo, de Riquelme.
Y de repente se acelera el pulso con el himno de la Champions. Y nos damos cuenta de que el fútbol es mucho más que fútbol.
J. L. M.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

martes, 3 de septiembre de 2013

El olvido

   La lluvia seguía cayendo con fuerza sobre los tejados de pizarra, formando con su repiqueteo ininterrumpido una orquesta de percusión que los habitantes de la aldea ya no escuchaban. Siete largos años llevaba lloviendo y la gente ya no prestaba atención ni a los acuosos proyectiles que los golpeaban ni al rítmico quejido de las maderas ante la tortura a la que estaban siendo sometidas ni a las inundaciones diarias ni al transcurrir monótono de sus vidas. Era tal el desapego a su propia existencia que habían perdido la conciencia de sí mismos y de lo que les rodeaba, habían olvidado cómo hablar o cómo interactuar con su entorno o con quienes se hallaban a su alrededor, acabando así convertidos en autómatas ambulantes cuyo único esfuerzo, aparte de caminar, consistía en comer, y casi ninguno lo hacía. La mayoría había dejado de alimentarse con la esperanza, olvidada hacía tiempo, de dejar así ese infierno pasado por agua; aunque ni esto les había sido concedido y sólo habían conseguido perder el color hasta ser casi translúcidos, haber reducido su masa corporal hasta ser simplemente un esqueleto con piel adherida que se movía por la voluntad errante del que se sabe sin nada, ni siquiera conciencia, y un rugido continuo en el estómago que acompañaba perfectamente al melodioso percutir del agua sobre las tejas y los caminos.
   En esta época llegó el peregrino a la aldea. Eran tantos los caminos recorridos en su eterna búsqueda que ya no recordaba cómo había llegado a aquella aldea triste. Atravesadas las puertas de hierro verdes, caminó unos metros entre casas blancas de tejados negros de pizarra con ventanas y balcones de madera hasta llegar a una farola de cinco brazos situada en el cruce de la calle principal con la que llevaba a la entrada y cuyas cinco bombillas eran la única luz de aquel sombrío lugar, pues el resto de farolas emitía una luz tan tenue que era casi imperceptible. Al verse rodeado de cuerpos consumidos sin conciencia que tan siquiera reparaban en él y cubierto por un aguacero infinito, el hombre soltó su mochila, clavó las rodillas en la carretera y lloró como un niño. Después de años con la suerte de su parte y de viajes a sitios contaminados de felicidad, había llegado a un lugar donde la melancolía, el olvido y la soledad eran soberanos y únicos habitantes. Por fin había encontrado el anhelado lugar donde recibir el castigo del Cielo que tanto tiempo llevaba esperando para poder así expiar los errores de su pasado.
   Tan llenos de llagas estaban sus pies, tan cansados sus huesos, que una vez arrodillado fue incapaz de levantarse y simplemente durmió sobre el duro asfalto con aquella extraña lluvia cálida cubriéndolo como un manto protector, con la felicidad nuevamente introduciéndose clandestinamente en su alma.

    Así que eso era la muerte, pensó al despertar,  una fría lluvia que calaba tristemente, repiqueteando sobre las tejas y los caminos, sobre los almendros polvorientos y las maderas carcomidas, sobre los hombres y su mundo.


A.S.V.

domingo, 25 de agosto de 2013

Emesis VI. Dos días después de morir. (Epílogo oculto e innecesario)


Quería morirme yo también. Quería que me metieran con ella en el hueco que quedaba en aquel ataúd biplaza. Quería pudrirme con ella.
Estaba sentado sobre aquella lámina blanca, mirando al suelo. No quería ir a casa. No podía ir a casa. En realidad no podía moverme. No sabía qué hacer. No sabía qué debía hacer. No me quedaba nada. Todo lo que tenía y merecía la pena giraba en torno a una frágil varilla de cristal. Una varilla que ahora estaba quebrada. Metida en una caja, esperando en silencio. Me ahogaba con mi propia respiración. Encendí un cigarro y me dieron ganas de vomitar. No quería existir. A lo largo de mi vida me había apartado de muchas cosas para no molestar, hasta que encontré una que me necesitaba. Me lo jugué todo sabiendo que perdería en cualquier momento. Y cuando llegó ese momento, supe que nunca lo olvidaría. Nunca olvidaría ese cuerpo tirado delante de un contenedor, lleno de pastillas, con marcas en los brazos, los ojos en blanco, sangre en la nariz. Jamás habría querido encontrarla yo. Nadie debería morir así. Nadie merece eso. Un cigarro se consumía entre sus dedos en descomposición. Un tirante del vestido estaba partido en dos, como si lo hubiera mordido un perro. Nada quedaba ya de aquella pequeña persona.
 
J. L. M.

jueves, 22 de agosto de 2013

Elogio del tiempo IV

   Esa noche había irrumpido violentamente en Florencia, atraída por la descomunal fuerza magnética de Margarita. Los recuerdos habían recorrido las calles de ceniza, arrastrándose primero y luego en una frenética carrera, para acabar tomando la piazza della Signoria, diluyendo el atardecer toscano con sus acordes, sus estrellas y su sal, golpeándome por la espalda y haciéndome perder el aliento por unos instantes, hundiéndome en las profundas pupilas de aquella mujer que me observaba divertida desde las escaleras de la logia.
   Posiblemente, algún sentimental pueda confundir mis sentimientos con una suerte de petrarquismo; nada más lejos de la verdad. Ni siquiera pueden asemejarse al amor. Me explicaré: ciertamente, deseaba a Margarita, la necesitaba, pero no como se necesita a alguien a quien se quiere, sino como había necesitado, y deseado, durante un largo tiempo la cocaína. No la amaba, nunca lo hice. Ella lo sabía y yo también. De hecho, estoy seguro que de entre todos los hombres que enloquecieron por su causa fui el único que supo que no la amaba. Tal vez fue eso lo que la desarmó, tal vez… Al menos eso me gusta pensar.
   De todos modos, eso poco importa ya, ni entonces importaba. A fin de cuentas, allí estaba yo, envuelto en la noche florentina, entre expectantes estatuas, mirando a una mujer a la que deseaba y temía al mismo tiempo, como un pescador frente al mar o un gaucho ante la pradera, paralizado mientras ella se levantaba y cruzaba indiferente la piazza hacia nosotros.
   -Pero mira a quién tenemos aquí- exclamó dándome dos besos-, si es… esto… ¿Tú nombre?
   -Ma… Marco- tartamudeé al borde de un ataque de pánico.
   -¿Como el niño del mono?
   -Sí, como el niño del mono- contestó Marcello riendo y deseé con toda mi alma darle un puñetazo en la barbilla o en la boa del estómago.
   -Curioso- fue su respuesta- ¿Y vosotros sois?
 Realicé las presentaciones. Alguien, tal vez Margarita, tal vez alguno de mis amigos, propuso ir a tomar algo.
  Durante las horas siguientes mi mente me pareció extrañamente vacía y mi cuerpo entorpecido. Era una especie de mezcla entre ensoñación y miedo que poco a poco fue disolviéndose, pero que me hacía percibir la realidad extrañamente distante, como si viese a través de un cristal o tocase a través de un paño. Más amigos se nos unieron. Después vino un local discreto con música en directo para cenar, luego otro donde bailar, después otro más y otro. Nadábamos entre mareas de alcohol, risas cálidas, chascarrillos y viejas historias y, entre ese mar, como un inalterable faro, destacaba ella. Ella bailando con un desconocido, luego con otro, después con un amigo, ella ganado un concurso de beber chupitos, ella escuchando confidencias de chicas a las que acababa de conocer, ella riendo, ella siendo más ingeniosa que el resto, ella rescatándome de mí mismo, agarrándome del brazo y perdiéndose conmigo en la madrugada por las calles de Florencia.
   No teníamos rumbo y, sin embargo, yo sentía que cada paso nos acercaba inexorablemente a una meta marcada desde el día que nací. No nos miramos ni una sola vez a los ojos, pero no paramos de hablar. Hablamos y hablamos casi sin prestar atención hasta encontrarnos recostados en un pretil de piedra que se asomaba al Arno, en donde continuamos hablando. Hablamos de ruina, de polvo, de tiempo, de espinas, de música, del pasado, del ahora y el mañana, de nada importante pero de nada intrascendente. Entonces descubrí que no conocía aquella voz, que apenas nos habíamos dicho nada las anteriores veces que nos habíamos visto. Y con el descubrimiento de aquella voz que ya no quería dejar de escuchar nunca, descubrí también la ciudad que se levantaba ante mí y se reflejaba en el inmutable río. La voz de Margarita la había transformado (más bien había transformado mi forma de verla) y ya no era aquella ciudad de ceniza que se alzaba indiferente y salvaje, grandiosa e inaccesible, sino un lugar vivo y cálido en el que refugiarse. Para mí, aquel día dejó de ser la Florencia de los Medici, de Leonardo, de Galileo o de Dante y se convirtió en la Florencia de Edward Morgan Forster, llena de inocencia y sencillez. Eso ha continuado siendo para mí desde entonces hasta hoy.
   Reemprendimos la marcha cuando el cielo empezaba a clarear. Yo me dejaba llevar, cogido de su mano y de nuevo en silencio, como si ya nos lo hubiésemos dicho todo, mientras me preguntaba qué cuarto sustituiría aquella noche a la pequeña trastienda de la librería londinense, por qué colchón cambiaríamos a aquel otro corroído y lleno de moho, qué canción sonaría cuando todo hubiera acabado y mi cuerpo se meciese entre el éxtasis y el abandono.
    Aquella noche, sin embargo, otra era la banda sonora. La melodía no salía esta vez del maltrecho aparato de música de la pequeña librería, sino de los propios labios de Margarita. Una canción de Lori Lieberman escapaba por entre sus dientes y se desparramaba sobre mis pies sin ningún acompañamiento instrumental, pero infinitamente más triste y melancólica que cualquier canción de Louis Amstrong o de Elliot Smith.
Strumming my pain with his fingers
   Nada tenía que ver con la apasionada versión de Roberta Flack que la hizo famosa. Era sencilla y desganada. Las palabras nos envolvían y nos revolvían tanto por fuera como por dentro. Al menos a mí, pues era imposible saber qué pensaba la siempre impenetrable Margarita.
Singing my life with his words
   Caminábamos sin mirarnos, cogidos de la mano. Yo callado, ella musitando distraídamente.
Killing me softly with his song. Killing me softly with his song.
    Y me pregunté si tal vez yo era el extraño del que hablaba la canción. Si mis acordes en aquel retaurante del West End habían sido capaces de despertar esos sentimientos en ella, si mi guitarra había podido rasgar la espesa e impenetrable capa de frialdad que la envolvía.
   Las palabras de Margarita me sacaron de mis reflexiones.
I prayed that he would finish, but he just hept right on.
   Me pareció que en aquel momento me apretó un poco más la mano. Pensé en decir algo, pero las palabras se negaban a salir. Traté de deshacer el nudo de mi garganta y seguir caminando en silencio, de mantener el pacto secreto que parecíamos haber hecho. Sin embargo, fui débil. Deshecho el nudo con mi saliva, una frase ya se preparaba para saltar de mi boca cuando la miré, por primera vez desde que estábamos solos. La miré y lo que vi me dio miedo. Margarita caminaba distraída, cantando como si no se diera cuenta, como si nada importara. Pero su rostro era distinto, la máscara de indiferencia se había rajado y entre las grietas se filtraban unos ojos cansados y unos músculos tensos. La frase se ahogó y murió en mi garganta al tiempo que Margarita murmuraba, más que como en un canto como en un susurro:
He sang as if he knew me in all my dark despair. And then he looked right through me as if I wasn´t there.
   Sé que en ese momento ella habría llorado si supiese lo que eso significaba del mismo modo que sé que yo habría llorado si hubiese recordado cómo se hacía. Pero no hubo tiempo para aprender ni para recordar, pues en ese momento nos paramos frente a la puerta del 59 de la via San Zanobi y Margarita me soltó la mano para sacar una llave de su bolsillo.
   -Sé lo que esperas- me dijo-, pero esta noche no va a poder ser.
    Al parecer las reglas del juego han cambiado pensé mientras abría la puerta.
   -Espera- dije cuando ella ya estaba desapareciendo- ¿Cuál es el dolor del que hablaba la canción? ¿A qué desesperación te referías?
   -No seas tonto, no es más que una canción- contestó con una media sonrisa.
   Seguramente era verdad, pero tenía que intentarlo.
   -Hasta mañana- añadió con un beso en la mejilla antes de cerrarme la puerta en la cara.

   Hasta mañana. Todavía no había saboreado bien aquellas palabras cuando ese mañana llegó y, tras él, su noche. Y con la noche ella volvió.

A.S.V.

domingo, 18 de agosto de 2013

Perros IV. Una hija.


Lucas tiene una hija. Luca se rapó la cabeza el día después del nacimiento de su hija, que fue, como no podía ser de otra manera, una madrugada lluviosa de invierno, un viernes, el día que empezaba nuestra vida. Peros ese día, Lucas no participó en nada con nosotros. Solo yo sabía lo que le ocurría a Lucas. Nadie sabía nada pero lo sabrían. Porque el compromiso siempre fue lo más importante. Demasiadas veces para las cosas malas y muy pocas para lo bueno. Y esto formaba parte de lo bueno, porque nos podía el tradicionalismo, y el nacimiento de la hija de uno de los nuestros traería detrás celebraciones dignas de la familia Corleone.

Una hija era el futuro. Por eso Lucas quería una hija. Porque un hijo supondría el presente repetido en el futuro. Una hija siempre traería mejores cosas. Por muchos motivos, pero seguramente el más importante era la madre de esa pequeña diosa recién nacida. La madre que había elegido a Lucas convertiría a su hija en una versión mejorada de sí misma. Se convertiría en la sublimación de la perfección más perfecta que se pueda imaginar. LA perfección llena de imperfecciones. La perfección que se esconde en detalles que destruyen los cánones y construyen seres únicos. Eso sería la hija de Lucas. Y se llamaría Jara. Y Jara ataría a Lucas a un mundo que le había escondido grandes cosas y que a la vez le había regalado cosas insoportablemente buenas. Y entre estas últimas está sin duda el día que decidió abandonar nuestras calles, el día que acabó su ciclo y que nos demostró que nada que forme parte de nuestra vida tiene que durar para siempre. Nada excepto la propia vida.

J. L. M.

 
Escrito la noche del 18 de julio en el albergue de Cádavo Baleira. En diez minutos, y a oscuras.


viernes, 16 de agosto de 2013

Dos poemas


VISIÓN DE LAS RUINAS

Donde habita el olvido.
Ayeres marchitos.
Ayeres colmados de sueños corrompidos.
Ayeres de duermevela y recuerdos perdidos.
Ayeres de vigilia, somnolencia y suspiros.
Ayeres repudiados, anhelados, desprendidos.
Donde habita el olvido.
Sucumbió el abandono.
Disuelta la pasión, colmada la vergüenza:
Telas rasgadas para lágrimas secas,
perdidas en el polvo de los siglos,
entre historias desechas, por las plazas, callejuelas.
Donde habita el olvido
Los desvanes.
Zaguanes asomados a calles vacías.
Zigzagueantes entre ruinas cenicientas.
Huidos sus colores por las ventanas ciegas,
Fugándose en los tiempos, los latidos.

Donde habita el olvido.


Soneto astillado

Tal vez del toro no tenga más que el asta
clavada en mi costado macilento,
un fruto por varón, ronco el aliento,
el sino de muerte, recia la casta

Y tal vez del uro la frente vasta,
cansada de embestir al triste viento,
para ganar penas por alimento;
penas de otro que mi frente lasta

Y tal vez se agote mi cuerno ajado
de aguardar tu figura de torera,
de enfrentar el estoque tan ansiado.

Y, al fin, ni uro ni toro que espera,
tan sólo, en el ruedo, un hombre asustado
que el asta engendra y de asta desespera.

A.S.V.

viernes, 9 de agosto de 2013

The sound of silence

"Fools", said I, "you do not know
silence like a cancer grows.
Hear my words that I might teach you,
take my arms that I might reach you".
But my words like silent raindrops fell
and echoed in the wells of silence
 -Simon & Garfunkel- The sound of silence
                                          
 La última sacudida fue la peor, la bomba debió de caer a tan sólo una manzana, probablemente encima de la iglesia o del parque. Por lo menos seguro que no hirió a nadie, ya que no debía de quedar gente  viviendo en la ciudad, todos estarían en el subterráneo. El terrible temblor y la explosión que desgarró el silencio nocturno de la ciudad muerta me despertaron alarmado en el momento en el que parte del techo de la habitación se derrumbaba sobre mí. Milagrosamente logré salir de debajo de los escombros. Había llegado la hora de que yo también me dirigiese a los refugios del subsuelo.
   La ciudad parecía agonizar mientras me movía rápidamente por sus angostas calles. Todo era silencio, ni siquiera los aviones que cubrían el cielo arrojando por todos lados sus infernales entrañas osaban quebrarlo. En la densa oscuridad de aquella noche sin luna únicamente arrojaban luz los numerosos incendios que esmaltaban las ruinas de lo que en un tiempo había sido mi hogar. Veinte minutos anduve por aquel infierno estático y silencioso hasta llegar a la entrada más próxima.
  Nada más bajar los escalones la oscuridad más absoluta me engulló por completo. No me detuve. Caminé en el mayor de los silencios posibles atravesando cautelosamente la negrura durante siglos o tal vez sólo segundos hasta que una tenue luz al final de un pasillo apuñaló sin piedad mis desacostumbrados ojos.
   Tal vez debí obedecer mi primer impulso y huir en dirección contraria al resplandor, volver a la mutilada ciudad en la que llevaba meses resistiendo y rencontrarme con la seguridad del silencio hasta que la muerte me diese alcance o gritar en medio de la Avenida Central, desnudo, firme, esperando la destrucción con orgullo como siempre había pensado hacer. En lugar de eso avancé hasta el final del pasillo para encontrarme una imagen más aterradora que cuantas había presenciado en el trascurso de la guerra.
   Un antiguo andén había sido ampliado inconmensurablemente para albergar a diez mil personas, tal vez más, que se agolpaban con sus esteras entre la maleza que había tomado las infraestructuras del metro, abandonado décadas atrás. El techo también había sido remodelado y consistía ahora en una descomunal bóveda que se elevaba decenas de metros sobre la multitud y la vía que atravesaba el centro de la sala. Ahora me explicaba la cantidad de tiempo que me había costado descender hasta ese lugar. La escena que se presentaba ante mis ojos hubiese podido parecer la de un simple campo de refugiados si no fuese por dos hechos. El primero, el persistente y aterrador mutismo que profería el lugar, un mutismo que no concordaba con lo que veía. La gente hablaba entre sí, los niños lloraban, los objetos se caían, los animales ladraban, mugían, bramaban; nada de esto producía ningún sonido. El segundo era la fuente de la que procedía la luz que me había guiado hasta ese lugar, un neón de descomunales dimensiones que formaba una palabra en la pared opuesta a la que me encontraba: Dios. Numerosos carteles luminosos de menor tamaño acompañaban al mayor y en ellos se podían leer las palabras de distintos profetas, incluido el propio Cristo. En el centro de la sala, en mitad de la oxidada vía, se encontraba una estatua de dimensiones considerables construida con chatarra. El monumento, probablemente, aspiraba a representar a un ángel, pero no era más que una imagen grotesca a cuyos pies la gente escribía frenéticamente oraciones o salmos que nunca serían compartidos, pues una vez terminados los quemaban y frotaban los pies del ángel de morralla con las cenizas.
   Privados de toda esperanza, aquella pobre gente, antaño mis vecinos y amigos, habían recurrido a un Dios de neón, a falta de un mesías que los guiase en medio de la oscuridad y el silencio, se habían fabricado un ángel de inmundicia y una macabra religión que los mantuviese en pie mientras en la superficie el mundo se desgarraba por encima de la cúpula de la catedral en la que vivían, y que representaba el fracaso absoluto del ser humano.
   Desesperado, decidido a terminar con aquella locura e incluso con la guerra misma, desgarré mi garganta e hice sangrar mis pulmones con un grito. “Hermanos, levantaos, quitaos la venda. Sé que os sentís seguros en vuestra catedral subterránea, protegidos por vuestro ídolo luminoso y vuestro mesías de escombros, pero existe un peligro mayor que los alados monstruos de acero que han destruido nuestra ciudad con sus armas: vuestro miedo. Él os ha encadenado a esta sala, ha doblegado vuestros espíritus con una luz artificial creada por vosotros mismos y os ha arrebatado hasta la voz misma para que no seáis más que mudos esclavos incapaces de luchar por lo que es suyo, incapaces de conservar su orgullo. Estáis a tiempo de cambiar esto. Subamos a la superficie, afrontemos nuestro destino, detengamos esta locura con nuestra propia sangre si es preciso, recuperemos nuestra dignidad, escuchemos a nuestra alma”.
   Mis palabras se pierden antes de salir de mi garganta, ni yo mismo las escucho. Caen como desgarradoras gotas en el pozo del silencio. En ese preciso instante, como si fuese un eco descomunal de mis lágrimas al golpear el pavimento, una explosión mayor que cualquiera de las anteriores, posiblemente de una bomba atómica, sacude la superficie. Los muros de la catedral tiemblan, la bóveda se resiente. Aterrada, la gente se inclina, mirando al neón, y reza. Nadie advierte, absortos como están en sus plegarias que el techo se resquebraja. Lo único que percibo antes de que el mundo se nos caiga encima y nos sepulte para siempre es el sonido del silencio absoluto retumbando en mis oídos.

   Despierto súbitamente. El silencio me rodea, pero se trata de un silencio que conozco, que puedo romper cuando quiera. La oscuridad me arropa dulcemente, la oscuridad de mi cuarto, la de siempre, casi podría decir que mi amiga. Pese al alivio, ya es tarde, la terrible visión que ha reptado suavemente hasta mi cama esta noche ya ha plantado sus semillas en mi mente. Ahora ya conozco el sonido del silencio.

A.S.V.


miércoles, 31 de julio de 2013

Perros III

Imaginad a un treintañero que vive solo y no tiene familia cercana. Trabaja de bedel en una universidad, aunque es licenciado en Psicología. Un día desaparece. Un día le secuestran. Una persona normal, con un trabajo normal, con una vida normal. El secuestro es por la noche. El secuestrador es un chico un poco más joven que el bedel, es muy delgado, y su cara parece recién salida del reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil. El secuestrador no sabe que el secuestrado es más peligroso que él. En el interior de las puertas de los armarios de la casa del bedel, hay fotos de chicas de la universidad. Fotos de muy baja calidad, hechas con uno de los primeros móviles con cámara incorporada. En el interior de todas las puertas de todos los armarios, y otras tantas guardadas en cajas debajo de su cama. Seguía a cada una de las chicas hasta sus clases. Apuntaba la hora de cada clase, estaba siempre atento esperando a que alguien la llamara por su nombre. En el reverso de cada foto estaba el nombre y la hora de la primera y de la última clase de algún día de la semana. Tenía una agenda en la que apuntaba a qué chica le tocaba seguir cada día. Alguien ha secuestrado a este enfermo, que mira ahora por la ventana de un coche que huele a nuevo. Va atado de pies y manos. Lleva los ojos al descubierto y está amordazado. No mira en ningún momento al conductor, pero este no para de mirar al retrovisor. Mira sin parar, sin saber que ha secuestrado a un hombre que planeaba iniciar una serie de desapariciones de chicas de primer año en la facultad de Medicina. La desaparición llevaba incluida violación, y en casos de extrema belleza, asesinato con violencia. Un hombre que desprecia la belleza, ansioso por borrar del mapa la causa que provoca su odio más profundo. El secuestrador ignora todo esto. El secuestrador no sabe que la decisión de matar al bedel dos días después de raptarle en la puerta de su casa, había salvado la vida de muchas chicas que saludaban todos los días a este enfermo. Los secuestrados pueden ser malas personas, pueden ser personas peligrosas. Los secuestradores pueden odiar la vida que llevan. Pueden ser arrastrados por la desesperación extrema, hasta llegar a querer entrar en la cárcel y empezar de cero. Pueden hacerle un favor a la sociedad tomando la decisión de acabar con la vida de un despojo humano, un ser capaz de causar mucho más daño del que causaría su secuestro. Nadie piensa nunca que una persona secuestrada desea huir de su vida, desea terminar con todo.
Nadie piensa que la pequeña Grace Budd odiaba su vida. Nadie piensa que no le importó morir. Nadie piensa que quería morir. No, nada de eso. Grace era una niña adorable y buena, con un gran futuro, casada con el hijo del señor Smith, o señor Johnson, o señor lo que sea, que empezaba a trabajar en las oficinas de Standard Oil. La pequeña Grace iba con su madre a comprar fruta a los puestos de Mulberry Street, y siempre regalaba sonrisas a los tenderos.
Todo era maravilloso hasta que Albert Fish se la llevó a una casa vacía. Albert se desnudó y le dijo a Grace que ya podía subir. Grace estaba esperando fuera. Grace llegó arriba y no encontró a nadie. Albert salió de un armario, desnudo. Grace empezó a llorar, vestida. Intentó huir escaleras abajo, pero Albert la atrapó. La mató y se la comió. Más tarde comentó algo sobre su dulce y tierno culito. Grace nunca pudo decir si Albert la violó antes de matarla. Grace nunca pudo decir si se alegró de que Albert decidiese acabar con su vida. Grace nunca pudo decir si para ella la muerte fue una liberación. Pero nadie pensó eso. Grace era una niña dulce y tierna. Dulce y tierna. Albert era un caníbal, un demonio mentiroso y enfermo. Grace murió por fascículos. Albert murió en una de las sillas eléctricas del Estado de Nueva York.
El viejo se sentaría en la silla sonriendo, despertando los nervios del guardia barrigón que ajustaba las tiras de cuero que sujetaban sus muñecas. El guardia barrigón le insultaría entre susurros, porque además de guardia barrigón era padre de una niñita llamada Martha, que tenía los mismos años que la dulce y tierna Grace. También se llamaba Martha la primera mujer que murió atada a una silla. El guardia apretó fuerte, se apartó de Albert, y Albert tembló. Tembló en una silla igual a las que tenían en Ohio o en Texas. Cuando digo igual quiero decir que cuando actuaban el resultado era siempre el mismo: un cuerpo cuyo proceso de descomposición había sido acelerado.
Sufrirían muchos en Nueva York, sufrirían muchos en Ohio, o en Luisiana. Sufrirían muchos en Texas. En Texas, antes de ejecutarte te llevarían desde el lugar de detención, que podría ser Big Spring, hasta una prisión en El Paso, por ejemplo.
Recorriendo la ruta número veinte los dos policías que te acompañan deciden parar en un bar de carretera. Un bar en un área de servicio prácticamente abandonada. Tú bajarías con ellos y caminarías siempre entre los dos. Suelen parar en ese bar cuando llevan a alguien que va a temblar. Muchos de los que fueron ejecutados en aquellos años en Texas podrían haber pasado por allí. Muchos de los que serán ejecutados en Texas, en una prisión en El Paso, podrían pasar por aquel bar. La última copa antes del último escalofrío. En todo Texas se hablaba de ese lugar. Los que temían por ser arrestados y ejecutados tenían pesadillas con ese lugar, aunque la mayoría no lo hubiera visto jamás.
El bar que aparecía en sus sueños era un lugar seco, con miles de botellas sin etiquetar, con un almacén similar a la bodega del pirata Henry Morgan, con la barra de madera vieja, llena de inscripciones idénticas a las que se ven en los troncos de los árboles, y con una réplica de la silla eléctrica de El Paso colgando del techo. En cada estado había una historia parecida. En Nueva York, el bar de la muerte estaba de camino a la prisión de Sing Sing, y también había una réplica de la silla eléctrica colgando del techo, al lado del ventilador. Las réplicas colgando del techo solo las veían los hombres que iban a ser ejecutados. Era una alucinación eléctrica.
El bar con el que soñaban los hombres asustados de Texas, el bar donde una silla eléctrica de cuarenta centímetros colgaba del techo, estaba en la tercera calle a la izquierda.
El bar con el que soñaban los hombres asustados de Nueva York, el bar donde una silla eléctrica de cuarenta centímetros colgaba del techo, estaba en la tercera calle a la izquierda.
El bar con el que soñaban los hombres asustados de Ohio, el bar donde una silla eléctrica de cuarenta centímetros colgaba del techo, estaba en la tercera calle a la izquierda. En NUESTRA tercera calle a la izquierda. En NUESTRA tercera calle a la izquierda había un bar. El Dillinger’s.
Escrito con letras de western encima de la vidriera.
J. L. M.

lunes, 29 de julio de 2013

La derrota

   Hoy tampoco ha llenado. No importa, hace años que el local se presenta, noche tras noche, medio vacío; siempre las mismas personas, las mismas caras cansadas mirando al suelo, las mismas vidas desmigajadas, parcialmente ahogadas en cerveza, manoseadas y chupadas como las cáscaras de pipa que alfombran el antro. Hoy las caras han cambiado, la juventud ha reclamado su lugar, pero él no puede verlo, pues se encuentra de cara al piano, de espaldas al mundo. Se demora lo máximo posible, necesita fuerzas, el viaje nunca es fácil. Cada noche lo mismo. Finalmente, una voz grave le susurra al oído: “Vamos maestro, no los haga esperar más, que se cansan”. Yo también me canso, piensa. Sin embargo, respira hondo y se zambulle entre el marfil.
   Una nota, dos, la melodía se hila, flota, le revuelve el escaso cabello que le queda y envuelve a los jóvenes que, resguardados tras las mesas astilladas, no pueden contener una sacudida cuando la música los toca, cuando las notas los traspasan y desnudan. Es, como desde hace años, una melodía triste, tan dulce y cortante como la derrota. No porque se sienta derrotado, sino porque la derrota es a lo único que aún aspira. Ve, por el único ojo que le queda sano, las teclas bailando bajo sus dedos, después las maderas rotas del piano, por entre cuyos huecos se cuela el pasado, derramándose como un río sobre su piel carcomida por los años, revitalizando unas manos que ejecutan un acto mecánico, como si de un autómata se tratase, nada más un muñeco de cuerda capaz de interpretar la más bella melodía cuando se le pone en marcha. Antes, cuando era capaz de empuñar un violín o una guitarra sin que sus manos temblaran, solía cantar, pero hacía años que su potente voz se había vuelto un graznido áspero y sus dedos un mecanismo de relojería perfectamente sincronizado con el piano. Ahora callaba y dejaba que otras voces le susurrasen al oído mientras tocaba, voces de un pasado ya irrecuperable. Venga, decían cruelmente las voces, tan solo un vistazo no puede hacerte daño, levanta los ojos por encima del piano. Al final siempre cedía, siempre aceptaba el fracaso y alzaba los ojos. Allí estaba, fijo en la pared, mirándole con insolencia desde el otro lado del espejo. Siempre rezaba por encontrarse frente a frente con un viejo de sienes plateadas, cara de tortuga y un solo ojo destapado, pero rara vez esto ocurría.
   Esta noche lo mira aquel joven que ya conoce: el pelo negro sobre la frente, el rostro ancho y cuadrado, la barba rala y en el fondo de los brillantes e intensos ojos verdes imágenes de una violenta lucha a muerte perpetrada sobre un colchón desgastado. Las imágenes parecen burlarse del anciano con su desgarradora claridad. Los mentones afilados chocando, las incipientes barbas rozándose, las  bruscas caricias, los torsos entrelazados, los violentos besos… Y ya es irrevocable; el anciano se hunde en aquellas pupilas como antes se ha sumergido en la música.

  Manuel… bueno, ahora monseñor Manuel Prizzi , parece una broma ¿y qué? Al fin y al cabo éramos jóvenes. Tal vez los dos siempre supimos que se acabaría;  por eso nos devorábamos cuando nos veíamos, por si era la última vez. ¿Te acordás todavía de mí? Hace tantos años… ¿Te acordás todavía de cuando eras mozo de puerto? ¿Te acordás de aquel joven que tocaba la guitarra allá por las plazas, de nuestro rincón en aquel barrio gris y sucio a orillas del río? Necesitábamos tan poco para ser felices… Y eso que por aquel entonces querernos era pecado, pero no nos importaba, ni siquiera a ti, con lo religioso que eras. Nunca vi una fe tan grande. Por eso no me sorprendió que te largaras para el seminario y lo echaras todo por la borda. Claro que eso fue después de la guerra. La guerra cambió tantas cosas... No sé si te acordás pero yo estaba en Praga viendo morir a papá cuando me llegó tu carta. No puedo decir que me sorprendiese, pero después de la vergüenza por lo de mi hermano, de la enfermedad de papá y de todo lo que pasamos en Praga con la guerra fue lo que acabo de desarmarme. Lo demás tal vez lo sepas: la vuelta a casa y de nuevo otra vez a Europa, cuando todo había pasado. Dejé de tocar en las plazas y entré en el conservatorio. ¡Y tú que decías que mi música no podía darnos de comer! Al menos a mí sí me dio el pan. Lo demás salió en los periódicos, no sé si llegaste a leerlos alguna vez, nunca te importaron las cosas mundanas. Pero fue muy sonado, ya lo creo. Una carrera meteórica, París, luego una mujer, la gran maestra del siglo al piano la llamaban. Para mí no era más que Mercedes, pero yo para ella nunca fui solo Pablo… El resto no creo que lo hayas oído, salió en los tabloides y la prensa rosa. El divorcio, el frcaso, el alcohol… Y ahora ya ves, el mozo del puerto podría haber llegado incluso a papa si no fuera tan viejo y a la gran promesa del piano solo le queda un antro lleno de humo y  pipas  los mismos fracasado de siempre que no se cansan de escuchar la misma melodía, un ojo inservible, muchas facturas por pagar y el vago recuerdo de un hijo que hace años que no le habla… No sé si te acordás, pero a mí esos años todavía me sirven de tabla cuando las aguas se ponen turbias. Bah, no me hagás caso, seguramente estoy desvariando. De hecho ni siquiera podés oírme. Estoy hablando solo, como siempre, repitiendo las mismas palabras durante años. Lo que realmente me rompe es que ni siquiera ahora, después de todo, puedo permitirme el lujo de la derrota. No puedo siquiera ser libre. Y eso que…

   Las aguas se rompen, la melodía se ha acabado. Primero emerge la cabeza, intentando respirar entre el mar de humo, después el resto del cuerpo. Ahora otro mar lo envuelve. Los jóvenes que de forma excepcional han acudido al antro aquella noche han roto en aplausos. Algunos incluso, los más duros, lloran desarmados, desnudos. El viejo se ve en sus rostros, todos ellos son él mismo hace tantos años ya… Entonces comprende: aún no es tarde, aún puede saborear la derrota con la que sueña hace tantos años. Agradeciendo la ovación sale del bar  sin mirar atrás. Cruza la calle, ahí hay una cabina. Descuelga. Los ojos le arden cuando pronuncia el nombre con voz temblorosa.

   -¿Manuel?

   La voz que responde también está cortada.

   - ¿Papá?

  
A.S.V. 

sábado, 13 de julio de 2013

Emesis V. Una primavera, dos días antes de morir.


23 de marzo de 2012

Llegué agonizando. Cansado de cansarme durante todo el día. Me la encontré sentada delante del sofá, en ropa interior. Le sangraba la nariz, y estaba rodeada de restos blancos. Había una pequeña cara sonriente en la mesa.

Se estaba agotando.

-Vamos a la cama.

-Dame un beso.

-Tienes bigote blanco.

-Tengo mucha sed. Y veo muchas cosas azules.

-¿Dónde?

-En todas partes.

-No hay nada azul.

-Vamos a follar.

Eran delirios de poeta surrealista. Tardé en contestar.  Pero no tuve fuerzas para decir no.

-Venga, vale, follamos.

Aquel día nos había fulminado. El cansancio y el ácido. En una situación como esa, solo queda el “sí a todo”.

Fuimos a su habitación. Siempre era en su habitación. Iluminada por los reflejos multicolores que el sol prestaba a las nubes cada tarde de mayo. La llevé de la mano, casi arrastrándola. Con sangre seca mezclada con restos de blanca bajo la nariz. Se tiró en la cama boca abajo, y yo sobre ella. Y empezó el baile. Un baile terapéutico.

-Marco, ¿para ti, qué soy yo?

-Los restos de todo.

Me abrazó, con los delirios de viernes por la noche totalmente derretidos, y se durmió. Y así acabamos aquella noche.

Al día siguiente dijimos buenos días a las dos de la tarde. Nuestro desayuno/comida fue de patatas fritas con ketchup, media pizza quemada y Heineken. Siempre Heineken.

Todo apuntaba a tarde alcoholizada filosofando en el sofá, y a anochecer de rehabilitación en nuestra terraza, con la puesta de sol reflejada en el otro lado de la calle.

-¿Te acuerdas de la última vez que follamos?

-¿Por qué te gusta tanto hablar de sexo?

-Porque a la gente le cuesta mucho hablar de sexo, porque la gente lo considera grosero, simple y vulgar, y eso me encanta.

-Creo que hace algo menos de un mes.

Le contesté con resignación mientras se encendía un cigarro. Todas las mujeres deberían fumar. A todas les queda bien un cigarro en la boca. Una calada de una mujer a un cigarro es sensualidad en una de sus máximas expresiones. Un instante del que merece la pena ser testigo.

-Me encanta cuando lo hacemos. Es libertad pura.

No sé si esperaba respuesta.

-A mí me encanta cuando acabamos. Cuando te duermes. Cuando te cojo la mano y me quedan restos blancos.

Me sonrió.

-¿Abrimos la ventana?

-Como quieras.

-Quiero que esté abierta.

Estiré el brazo  hasta llegar al mango de la ventana y tiré. Dejamos entrar un fuerte viento acompañado de polen y tubos de escape. Se oía el silencio de sobremesa.

-Nunca te doy las gracias por cuidarme.

-Porque sabes que no hace falta. Fui yo quien decidió traerte aquí. Tú no lo pediste.

Los días después eran como empezar a vivir desde cero.

-¿Te das cuenta de que vivimos al margen del mundo?

-Me doy cuenta de que vivimos como queremos vivir.

-Sí. Independientes. Es poético; vivir al margen de un mundo tan invasivo, del que es tan difícil esconderse. Lo malo es que nada es infinito.

-Las almas son infinitas. Las almas no se degeneran. No se drogan, y no mueren.

-Pero las almas no se ven.

-Pero se sienten. Las cosas que merecen la pena se sienten.

Heineken empezaba a hacer efecto. Encendí un cigarro.

-¿Tú me quieres?

-Claro.

-¿Seguro?

-Seguro.

-¿No me utilizas para follar?

-¿Estás loca?

-Sabes perfectamente que estoy loca. Júrame que me quieres.

-Llevo tu nombre marcado en la mano.

-Júrame que nunca me vas a dejar.

-Te lo juro. Te quiero.

No recordaba mi último “te quiero”. Tampoco recordaba un abrazo suyo tan intenso como el que me dio en ese momento. Mi hombro se llenó de lágrimas.

-¿A qué viene todo esto?

-A que no quiero estar nunca sola, ni siquiera cuando esté muerta. No quiero que mi cuerpo se deshaga solo. Quiero helado de chocolate.

Llevaba un buen rato sin parpadear. Se supone que tendría que estar acostumbrado a estas situaciones, pero nadie está preparado para vivir con alguien así. Dejó de abrazarme y su mirada se perdió.

-¿Qué coño soy yo?

No supe contestar. Estaba ocupado anudándome la garganta. Su mirada seguía perdida. Las lágrimas huían de sus preciosos ojos verdes.

-Yo me vestía de princesa. Me sonríen las pastillas. Escapo en rincones oscuros. Me pica todo el cuerpo. Sueño que se me cae el cielo encima. El mundo me ha olvidado. Mi alma está olvidada. Mis piernas tiemblan. Me he tirado al suelo llorando y sudando, a recoger polvo con la nariz. Mi alma se escapa por el interior del codo. Y me estoy acabando.

-¿Quieres ducharte?

Tardó en contestarme.

-Vale.

La acompañé hasta el baño, y tras cerrar la puerta, me fui a la terraza. No podía evitar imaginar su silueta dibujada en la cortina de la ducha. Estuvo una hora encerrada en el baño. El mismo tiempo que estuve yo en la terraza, pensando demasiado y fumando demasiado.

-Habría que santificar las duchas. Están muertas y hacen milagros.

-¿Estás mejor?

-Sí, claro.

-No deb…

-¿Qué?

-Nada. No era nada.

Se sentó en su sillón de mimbre. Estiró el brazo para coger un cigarro y empezó el juego del silencio, cinco minutos de silencio de rehabilitación.

-Tenemos que irnos de viaje. Esta ciudad nos está secuestrando. Esta calle nos está secuestrando.

-¿Dónde quieres ir?

-A París.

-¿Otra vez?

-Sí, claro.

-Pero ¿para qué?

-Ya he estado tres veces antes, ya he visto todo lo que se supone que hay que ver, he cumplido con todos los “recorridos con encanto” que marcan las guías turísticas. Quiero ser de París durante una semana.

-De París durante una semana.

-Sí. Una semana.

-Vale, pues nos vamos.

Un viaje decidido en un minuto.

-Quiero helado de chocolate.

J. L. M.