domingo, 25 de agosto de 2013

Emesis VI. Dos días después de morir. (Epílogo oculto e innecesario)


Quería morirme yo también. Quería que me metieran con ella en el hueco que quedaba en aquel ataúd biplaza. Quería pudrirme con ella.
Estaba sentado sobre aquella lámina blanca, mirando al suelo. No quería ir a casa. No podía ir a casa. En realidad no podía moverme. No sabía qué hacer. No sabía qué debía hacer. No me quedaba nada. Todo lo que tenía y merecía la pena giraba en torno a una frágil varilla de cristal. Una varilla que ahora estaba quebrada. Metida en una caja, esperando en silencio. Me ahogaba con mi propia respiración. Encendí un cigarro y me dieron ganas de vomitar. No quería existir. A lo largo de mi vida me había apartado de muchas cosas para no molestar, hasta que encontré una que me necesitaba. Me lo jugué todo sabiendo que perdería en cualquier momento. Y cuando llegó ese momento, supe que nunca lo olvidaría. Nunca olvidaría ese cuerpo tirado delante de un contenedor, lleno de pastillas, con marcas en los brazos, los ojos en blanco, sangre en la nariz. Jamás habría querido encontrarla yo. Nadie debería morir así. Nadie merece eso. Un cigarro se consumía entre sus dedos en descomposición. Un tirante del vestido estaba partido en dos, como si lo hubiera mordido un perro. Nada quedaba ya de aquella pequeña persona.
 
J. L. M.

jueves, 22 de agosto de 2013

Elogio del tiempo IV

   Esa noche había irrumpido violentamente en Florencia, atraída por la descomunal fuerza magnética de Margarita. Los recuerdos habían recorrido las calles de ceniza, arrastrándose primero y luego en una frenética carrera, para acabar tomando la piazza della Signoria, diluyendo el atardecer toscano con sus acordes, sus estrellas y su sal, golpeándome por la espalda y haciéndome perder el aliento por unos instantes, hundiéndome en las profundas pupilas de aquella mujer que me observaba divertida desde las escaleras de la logia.
   Posiblemente, algún sentimental pueda confundir mis sentimientos con una suerte de petrarquismo; nada más lejos de la verdad. Ni siquiera pueden asemejarse al amor. Me explicaré: ciertamente, deseaba a Margarita, la necesitaba, pero no como se necesita a alguien a quien se quiere, sino como había necesitado, y deseado, durante un largo tiempo la cocaína. No la amaba, nunca lo hice. Ella lo sabía y yo también. De hecho, estoy seguro que de entre todos los hombres que enloquecieron por su causa fui el único que supo que no la amaba. Tal vez fue eso lo que la desarmó, tal vez… Al menos eso me gusta pensar.
   De todos modos, eso poco importa ya, ni entonces importaba. A fin de cuentas, allí estaba yo, envuelto en la noche florentina, entre expectantes estatuas, mirando a una mujer a la que deseaba y temía al mismo tiempo, como un pescador frente al mar o un gaucho ante la pradera, paralizado mientras ella se levantaba y cruzaba indiferente la piazza hacia nosotros.
   -Pero mira a quién tenemos aquí- exclamó dándome dos besos-, si es… esto… ¿Tú nombre?
   -Ma… Marco- tartamudeé al borde de un ataque de pánico.
   -¿Como el niño del mono?
   -Sí, como el niño del mono- contestó Marcello riendo y deseé con toda mi alma darle un puñetazo en la barbilla o en la boa del estómago.
   -Curioso- fue su respuesta- ¿Y vosotros sois?
 Realicé las presentaciones. Alguien, tal vez Margarita, tal vez alguno de mis amigos, propuso ir a tomar algo.
  Durante las horas siguientes mi mente me pareció extrañamente vacía y mi cuerpo entorpecido. Era una especie de mezcla entre ensoñación y miedo que poco a poco fue disolviéndose, pero que me hacía percibir la realidad extrañamente distante, como si viese a través de un cristal o tocase a través de un paño. Más amigos se nos unieron. Después vino un local discreto con música en directo para cenar, luego otro donde bailar, después otro más y otro. Nadábamos entre mareas de alcohol, risas cálidas, chascarrillos y viejas historias y, entre ese mar, como un inalterable faro, destacaba ella. Ella bailando con un desconocido, luego con otro, después con un amigo, ella ganado un concurso de beber chupitos, ella escuchando confidencias de chicas a las que acababa de conocer, ella riendo, ella siendo más ingeniosa que el resto, ella rescatándome de mí mismo, agarrándome del brazo y perdiéndose conmigo en la madrugada por las calles de Florencia.
   No teníamos rumbo y, sin embargo, yo sentía que cada paso nos acercaba inexorablemente a una meta marcada desde el día que nací. No nos miramos ni una sola vez a los ojos, pero no paramos de hablar. Hablamos y hablamos casi sin prestar atención hasta encontrarnos recostados en un pretil de piedra que se asomaba al Arno, en donde continuamos hablando. Hablamos de ruina, de polvo, de tiempo, de espinas, de música, del pasado, del ahora y el mañana, de nada importante pero de nada intrascendente. Entonces descubrí que no conocía aquella voz, que apenas nos habíamos dicho nada las anteriores veces que nos habíamos visto. Y con el descubrimiento de aquella voz que ya no quería dejar de escuchar nunca, descubrí también la ciudad que se levantaba ante mí y se reflejaba en el inmutable río. La voz de Margarita la había transformado (más bien había transformado mi forma de verla) y ya no era aquella ciudad de ceniza que se alzaba indiferente y salvaje, grandiosa e inaccesible, sino un lugar vivo y cálido en el que refugiarse. Para mí, aquel día dejó de ser la Florencia de los Medici, de Leonardo, de Galileo o de Dante y se convirtió en la Florencia de Edward Morgan Forster, llena de inocencia y sencillez. Eso ha continuado siendo para mí desde entonces hasta hoy.
   Reemprendimos la marcha cuando el cielo empezaba a clarear. Yo me dejaba llevar, cogido de su mano y de nuevo en silencio, como si ya nos lo hubiésemos dicho todo, mientras me preguntaba qué cuarto sustituiría aquella noche a la pequeña trastienda de la librería londinense, por qué colchón cambiaríamos a aquel otro corroído y lleno de moho, qué canción sonaría cuando todo hubiera acabado y mi cuerpo se meciese entre el éxtasis y el abandono.
    Aquella noche, sin embargo, otra era la banda sonora. La melodía no salía esta vez del maltrecho aparato de música de la pequeña librería, sino de los propios labios de Margarita. Una canción de Lori Lieberman escapaba por entre sus dientes y se desparramaba sobre mis pies sin ningún acompañamiento instrumental, pero infinitamente más triste y melancólica que cualquier canción de Louis Amstrong o de Elliot Smith.
Strumming my pain with his fingers
   Nada tenía que ver con la apasionada versión de Roberta Flack que la hizo famosa. Era sencilla y desganada. Las palabras nos envolvían y nos revolvían tanto por fuera como por dentro. Al menos a mí, pues era imposible saber qué pensaba la siempre impenetrable Margarita.
Singing my life with his words
   Caminábamos sin mirarnos, cogidos de la mano. Yo callado, ella musitando distraídamente.
Killing me softly with his song. Killing me softly with his song.
    Y me pregunté si tal vez yo era el extraño del que hablaba la canción. Si mis acordes en aquel retaurante del West End habían sido capaces de despertar esos sentimientos en ella, si mi guitarra había podido rasgar la espesa e impenetrable capa de frialdad que la envolvía.
   Las palabras de Margarita me sacaron de mis reflexiones.
I prayed that he would finish, but he just hept right on.
   Me pareció que en aquel momento me apretó un poco más la mano. Pensé en decir algo, pero las palabras se negaban a salir. Traté de deshacer el nudo de mi garganta y seguir caminando en silencio, de mantener el pacto secreto que parecíamos haber hecho. Sin embargo, fui débil. Deshecho el nudo con mi saliva, una frase ya se preparaba para saltar de mi boca cuando la miré, por primera vez desde que estábamos solos. La miré y lo que vi me dio miedo. Margarita caminaba distraída, cantando como si no se diera cuenta, como si nada importara. Pero su rostro era distinto, la máscara de indiferencia se había rajado y entre las grietas se filtraban unos ojos cansados y unos músculos tensos. La frase se ahogó y murió en mi garganta al tiempo que Margarita murmuraba, más que como en un canto como en un susurro:
He sang as if he knew me in all my dark despair. And then he looked right through me as if I wasn´t there.
   Sé que en ese momento ella habría llorado si supiese lo que eso significaba del mismo modo que sé que yo habría llorado si hubiese recordado cómo se hacía. Pero no hubo tiempo para aprender ni para recordar, pues en ese momento nos paramos frente a la puerta del 59 de la via San Zanobi y Margarita me soltó la mano para sacar una llave de su bolsillo.
   -Sé lo que esperas- me dijo-, pero esta noche no va a poder ser.
    Al parecer las reglas del juego han cambiado pensé mientras abría la puerta.
   -Espera- dije cuando ella ya estaba desapareciendo- ¿Cuál es el dolor del que hablaba la canción? ¿A qué desesperación te referías?
   -No seas tonto, no es más que una canción- contestó con una media sonrisa.
   Seguramente era verdad, pero tenía que intentarlo.
   -Hasta mañana- añadió con un beso en la mejilla antes de cerrarme la puerta en la cara.

   Hasta mañana. Todavía no había saboreado bien aquellas palabras cuando ese mañana llegó y, tras él, su noche. Y con la noche ella volvió.

A.S.V.

domingo, 18 de agosto de 2013

Perros IV. Una hija.


Lucas tiene una hija. Luca se rapó la cabeza el día después del nacimiento de su hija, que fue, como no podía ser de otra manera, una madrugada lluviosa de invierno, un viernes, el día que empezaba nuestra vida. Peros ese día, Lucas no participó en nada con nosotros. Solo yo sabía lo que le ocurría a Lucas. Nadie sabía nada pero lo sabrían. Porque el compromiso siempre fue lo más importante. Demasiadas veces para las cosas malas y muy pocas para lo bueno. Y esto formaba parte de lo bueno, porque nos podía el tradicionalismo, y el nacimiento de la hija de uno de los nuestros traería detrás celebraciones dignas de la familia Corleone.

Una hija era el futuro. Por eso Lucas quería una hija. Porque un hijo supondría el presente repetido en el futuro. Una hija siempre traería mejores cosas. Por muchos motivos, pero seguramente el más importante era la madre de esa pequeña diosa recién nacida. La madre que había elegido a Lucas convertiría a su hija en una versión mejorada de sí misma. Se convertiría en la sublimación de la perfección más perfecta que se pueda imaginar. LA perfección llena de imperfecciones. La perfección que se esconde en detalles que destruyen los cánones y construyen seres únicos. Eso sería la hija de Lucas. Y se llamaría Jara. Y Jara ataría a Lucas a un mundo que le había escondido grandes cosas y que a la vez le había regalado cosas insoportablemente buenas. Y entre estas últimas está sin duda el día que decidió abandonar nuestras calles, el día que acabó su ciclo y que nos demostró que nada que forme parte de nuestra vida tiene que durar para siempre. Nada excepto la propia vida.

J. L. M.

 
Escrito la noche del 18 de julio en el albergue de Cádavo Baleira. En diez minutos, y a oscuras.


viernes, 16 de agosto de 2013

Dos poemas


VISIÓN DE LAS RUINAS

Donde habita el olvido.
Ayeres marchitos.
Ayeres colmados de sueños corrompidos.
Ayeres de duermevela y recuerdos perdidos.
Ayeres de vigilia, somnolencia y suspiros.
Ayeres repudiados, anhelados, desprendidos.
Donde habita el olvido.
Sucumbió el abandono.
Disuelta la pasión, colmada la vergüenza:
Telas rasgadas para lágrimas secas,
perdidas en el polvo de los siglos,
entre historias desechas, por las plazas, callejuelas.
Donde habita el olvido
Los desvanes.
Zaguanes asomados a calles vacías.
Zigzagueantes entre ruinas cenicientas.
Huidos sus colores por las ventanas ciegas,
Fugándose en los tiempos, los latidos.

Donde habita el olvido.


Soneto astillado

Tal vez del toro no tenga más que el asta
clavada en mi costado macilento,
un fruto por varón, ronco el aliento,
el sino de muerte, recia la casta

Y tal vez del uro la frente vasta,
cansada de embestir al triste viento,
para ganar penas por alimento;
penas de otro que mi frente lasta

Y tal vez se agote mi cuerno ajado
de aguardar tu figura de torera,
de enfrentar el estoque tan ansiado.

Y, al fin, ni uro ni toro que espera,
tan sólo, en el ruedo, un hombre asustado
que el asta engendra y de asta desespera.

A.S.V.

viernes, 9 de agosto de 2013

The sound of silence

"Fools", said I, "you do not know
silence like a cancer grows.
Hear my words that I might teach you,
take my arms that I might reach you".
But my words like silent raindrops fell
and echoed in the wells of silence
 -Simon & Garfunkel- The sound of silence
                                          
 La última sacudida fue la peor, la bomba debió de caer a tan sólo una manzana, probablemente encima de la iglesia o del parque. Por lo menos seguro que no hirió a nadie, ya que no debía de quedar gente  viviendo en la ciudad, todos estarían en el subterráneo. El terrible temblor y la explosión que desgarró el silencio nocturno de la ciudad muerta me despertaron alarmado en el momento en el que parte del techo de la habitación se derrumbaba sobre mí. Milagrosamente logré salir de debajo de los escombros. Había llegado la hora de que yo también me dirigiese a los refugios del subsuelo.
   La ciudad parecía agonizar mientras me movía rápidamente por sus angostas calles. Todo era silencio, ni siquiera los aviones que cubrían el cielo arrojando por todos lados sus infernales entrañas osaban quebrarlo. En la densa oscuridad de aquella noche sin luna únicamente arrojaban luz los numerosos incendios que esmaltaban las ruinas de lo que en un tiempo había sido mi hogar. Veinte minutos anduve por aquel infierno estático y silencioso hasta llegar a la entrada más próxima.
  Nada más bajar los escalones la oscuridad más absoluta me engulló por completo. No me detuve. Caminé en el mayor de los silencios posibles atravesando cautelosamente la negrura durante siglos o tal vez sólo segundos hasta que una tenue luz al final de un pasillo apuñaló sin piedad mis desacostumbrados ojos.
   Tal vez debí obedecer mi primer impulso y huir en dirección contraria al resplandor, volver a la mutilada ciudad en la que llevaba meses resistiendo y rencontrarme con la seguridad del silencio hasta que la muerte me diese alcance o gritar en medio de la Avenida Central, desnudo, firme, esperando la destrucción con orgullo como siempre había pensado hacer. En lugar de eso avancé hasta el final del pasillo para encontrarme una imagen más aterradora que cuantas había presenciado en el trascurso de la guerra.
   Un antiguo andén había sido ampliado inconmensurablemente para albergar a diez mil personas, tal vez más, que se agolpaban con sus esteras entre la maleza que había tomado las infraestructuras del metro, abandonado décadas atrás. El techo también había sido remodelado y consistía ahora en una descomunal bóveda que se elevaba decenas de metros sobre la multitud y la vía que atravesaba el centro de la sala. Ahora me explicaba la cantidad de tiempo que me había costado descender hasta ese lugar. La escena que se presentaba ante mis ojos hubiese podido parecer la de un simple campo de refugiados si no fuese por dos hechos. El primero, el persistente y aterrador mutismo que profería el lugar, un mutismo que no concordaba con lo que veía. La gente hablaba entre sí, los niños lloraban, los objetos se caían, los animales ladraban, mugían, bramaban; nada de esto producía ningún sonido. El segundo era la fuente de la que procedía la luz que me había guiado hasta ese lugar, un neón de descomunales dimensiones que formaba una palabra en la pared opuesta a la que me encontraba: Dios. Numerosos carteles luminosos de menor tamaño acompañaban al mayor y en ellos se podían leer las palabras de distintos profetas, incluido el propio Cristo. En el centro de la sala, en mitad de la oxidada vía, se encontraba una estatua de dimensiones considerables construida con chatarra. El monumento, probablemente, aspiraba a representar a un ángel, pero no era más que una imagen grotesca a cuyos pies la gente escribía frenéticamente oraciones o salmos que nunca serían compartidos, pues una vez terminados los quemaban y frotaban los pies del ángel de morralla con las cenizas.
   Privados de toda esperanza, aquella pobre gente, antaño mis vecinos y amigos, habían recurrido a un Dios de neón, a falta de un mesías que los guiase en medio de la oscuridad y el silencio, se habían fabricado un ángel de inmundicia y una macabra religión que los mantuviese en pie mientras en la superficie el mundo se desgarraba por encima de la cúpula de la catedral en la que vivían, y que representaba el fracaso absoluto del ser humano.
   Desesperado, decidido a terminar con aquella locura e incluso con la guerra misma, desgarré mi garganta e hice sangrar mis pulmones con un grito. “Hermanos, levantaos, quitaos la venda. Sé que os sentís seguros en vuestra catedral subterránea, protegidos por vuestro ídolo luminoso y vuestro mesías de escombros, pero existe un peligro mayor que los alados monstruos de acero que han destruido nuestra ciudad con sus armas: vuestro miedo. Él os ha encadenado a esta sala, ha doblegado vuestros espíritus con una luz artificial creada por vosotros mismos y os ha arrebatado hasta la voz misma para que no seáis más que mudos esclavos incapaces de luchar por lo que es suyo, incapaces de conservar su orgullo. Estáis a tiempo de cambiar esto. Subamos a la superficie, afrontemos nuestro destino, detengamos esta locura con nuestra propia sangre si es preciso, recuperemos nuestra dignidad, escuchemos a nuestra alma”.
   Mis palabras se pierden antes de salir de mi garganta, ni yo mismo las escucho. Caen como desgarradoras gotas en el pozo del silencio. En ese preciso instante, como si fuese un eco descomunal de mis lágrimas al golpear el pavimento, una explosión mayor que cualquiera de las anteriores, posiblemente de una bomba atómica, sacude la superficie. Los muros de la catedral tiemblan, la bóveda se resiente. Aterrada, la gente se inclina, mirando al neón, y reza. Nadie advierte, absortos como están en sus plegarias que el techo se resquebraja. Lo único que percibo antes de que el mundo se nos caiga encima y nos sepulte para siempre es el sonido del silencio absoluto retumbando en mis oídos.

   Despierto súbitamente. El silencio me rodea, pero se trata de un silencio que conozco, que puedo romper cuando quiera. La oscuridad me arropa dulcemente, la oscuridad de mi cuarto, la de siempre, casi podría decir que mi amiga. Pese al alivio, ya es tarde, la terrible visión que ha reptado suavemente hasta mi cama esta noche ya ha plantado sus semillas en mi mente. Ahora ya conozco el sonido del silencio.

A.S.V.