Unas
cincuenta millas al sur del Río Grande el viajero encuentra la ciudad de
Adelaida, al menos si dicho viajero tiene la vista afinada, pues la ciudad de
Adelaida no se diferencia prácticamente de su entorno. Enclavada en una
profunda oquedad en mitad de una llanura de decenas de millas de extensión,
apenas unos pocos edificios se desparraman fuera del profundo agujero en cuyo
fondo se asentó la ciudad original. Con el paso de los siglos el crecimiento de
la población en un espacio tan reducido y claustrofóbico obligó a la
construcción en altura. Los edificios, del mismo color ceniciento y apagado de
la llanura, fueron trepando por las paredes de la oquedad, aferrándose a
kilómetros y kilómetros de piedra vertical como lapas hasta rebasar los límites
del agujero. Los nuevos edificios impidieron la llegada del sol a las
profundidades, forzando la aparición de nuevas calles a cientos y a miles de
metros de altura, los pozos que nutrían la ciudad explotando el gran acuífero
situado bajo sus cimientos crecieron inconmensurablemente para saciar los
barrios altos y actualmente son kilométricas torres de apenas un metro de
diámetro que sobresalen por entre los edificios como agujas imposibles.
Cuando uno llega por primera vez a la ciudad de Adelaida lo recibe un
conjunto de modestas casas que podrían pasar perfectamente por una diminuta
aldea en mitad de la llanura. Atravesado este pequeño núcleo uno va a dar de
bruces con un aterrador abismo saturado de edificaciones imposibles
entretejidas por una maraña de pasarelas interrumpidas por los colosales pozos
bajo cuyos pies el visitante no encuentra sino el vacío. En esta obra grotesca el
viajero ve alterada su percepción de forma inimaginable. Los edificios, si así
pueden llamarse, carecen de toda lógica, se aíslan o agrupan arbitrariamente y,
según se va descendiendo hacia los barrios bajos por un intrincado sistema de
ascensores y poleas, se acaba encontrando uno con una masa compacta y continua
de muros de piedra gris sepultados en la más profunda oscuridad.
Si
todo esto no bastase para que el visitante no encontrase jamás el camino de
salida, la ciudad de Adelaida se ha hecho a sí misma como una repetición
constante, e incluso uno podría creer que infinita, de los mismos barrios, con
los mismos edificios, las mismas pasarelas y los mismos pozos, tal vez incluso
la misma gente. La gran trampa consiste en que cada barrio duplicado omite o
incorpora un mínimo detalle con respecto a su anterior reproducción. Así, quien
recorre la ciudad se ve completamente perdido en una sucesión de imágenes
especulares en las que sin embargo no reconoce ningún punto de referencia,
vagando interminablemente y forzando su mente a encontrar un hilo conductor
inexistente que pueda ubicarlo, confundiendo lo que conoce y lo que cree
desconocer, sumiéndose finalmente en un olvido absoluto. Pero éste no es un
olvido dulce como el de la lluvia, sino uno seco, confuso y desgarrador, cruel
incluso. Quien entra en la ciudad de Adelaida acaba por perderse para siempre.
-¿Cómo conseguiste salir tú entonces, veneciano?-
interrumpe Kublai Khan recostado contra la tapia del jardín del palacio.
-Muy sencillo- responde Marco Polo- Yo ya
estaba perdido antes de entrar. No supe encontrar la diferencia entre la
libertad de dentro y la de fuera. A.S.V.
(Escrito a la manera del libro Las ciudades invisibles de Italo Calvino, con mis sinceras disculpas al autor por la profanación cometida a su hermosa obra)