miércoles, 13 de noviembre de 2013

Las ciudades y el olvido. 3

   Unas cincuenta millas al sur del Río Grande el viajero encuentra la ciudad de Adelaida, al menos si dicho viajero tiene la vista afinada, pues la ciudad de Adelaida no se diferencia prácticamente de su entorno. Enclavada en una profunda oquedad en mitad de una llanura de decenas de millas de extensión, apenas unos pocos edificios se desparraman fuera del profundo agujero en cuyo fondo se asentó la ciudad original. Con el paso de los siglos el crecimiento de la población en un espacio tan reducido y claustrofóbico obligó a la construcción en altura. Los edificios, del mismo color ceniciento y apagado de la llanura, fueron trepando por las paredes de la oquedad, aferrándose a kilómetros y kilómetros de piedra vertical como lapas hasta rebasar los límites del agujero. Los nuevos edificios impidieron la llegada del sol a las profundidades, forzando la aparición de nuevas calles a cientos y a miles de metros de altura, los pozos que nutrían la ciudad explotando el gran acuífero situado bajo sus cimientos crecieron inconmensurablemente para saciar los barrios altos y actualmente son kilométricas torres de apenas un metro de diámetro que sobresalen por entre los edificios como agujas imposibles.
   Cuando uno llega por primera vez a la ciudad de Adelaida lo recibe un conjunto de modestas casas que podrían pasar perfectamente por una diminuta aldea en mitad de la llanura. Atravesado este pequeño núcleo uno va a dar de bruces con un aterrador abismo saturado de edificaciones imposibles entretejidas por una maraña de pasarelas interrumpidas por los colosales pozos bajo cuyos pies el visitante no encuentra sino el vacío. En esta obra grotesca el viajero ve alterada su percepción de forma inimaginable. Los edificios, si así pueden llamarse, carecen de toda lógica, se aíslan o agrupan arbitrariamente y, según se va descendiendo hacia los barrios bajos por un intrincado sistema de ascensores y poleas, se acaba encontrando uno con una masa compacta y continua de muros de piedra gris sepultados en la más profunda oscuridad.
   Si todo esto no bastase para que el visitante no encontrase jamás el camino de salida, la ciudad de Adelaida se ha hecho a sí misma como una repetición constante, e incluso uno podría creer que infinita, de los mismos barrios, con los mismos edificios, las mismas pasarelas y los mismos pozos, tal vez incluso la misma gente. La gran trampa consiste en que cada barrio duplicado omite o incorpora un mínimo detalle con respecto a su anterior reproducción. Así, quien recorre la ciudad se ve completamente perdido en una sucesión de imágenes especulares en las que sin embargo no reconoce ningún punto de referencia, vagando interminablemente y forzando su mente a encontrar un hilo conductor inexistente que pueda ubicarlo, confundiendo lo que conoce y lo que cree desconocer, sumiéndose finalmente en un olvido absoluto. Pero éste no es un olvido dulce como el de la lluvia, sino uno seco, confuso y desgarrador, cruel incluso. Quien entra en la ciudad de Adelaida acaba por perderse para siempre.
  
   -¿Cómo conseguiste salir tú entonces, veneciano?- interrumpe Kublai Khan recostado contra la tapia del jardín del palacio.
   -Muy sencillo- responde Marco Polo- Yo ya estaba perdido antes de entrar. No supe encontrar la diferencia entre la libertad de dentro y la de fuera.  

A.S.V.

(Escrito a la manera del libro Las ciudades invisibles de Italo Calvino, con mis sinceras disculpas al autor por la profanación cometida a su hermosa obra)