martes, 30 de diciembre de 2014

Madrid

"Madrid es no tener nada y tenerlo todo"
(Ramón Gómez de la Serna)


   No amanece Madrid, no amanece:
No perdona la luz ni conoce la sombra
y se fugan pulsantes por sus calles de tierra
mareas de hombres de perfecta rutina,
riadas de sueños apenas despiertos,
ruidos de bares,  sabor de mañana,
olores de olvido, soldados sin patria,
junglas de venas, selvas de alambre.
Brillas, Madrid, con estrellas de chapa,
bajo nubes que amasan tu sudor y tu mierda
y en tus noches de promesas sin estrellas
sueñan hundidos en tu entraña de piedra
hombres de espuma, mujeres de arena.
Aún no has cerrado, Madrid, tus heridas,
aún no has quemado, Madrid, tus trincheras,
eres la tierra de los hombre sin tierra,
eres el mar de la sal derramada,
de las lágrimas secas y la alegría colmada
eres futuro, eres sed, eres nada.

   Gritas, estallas, revientas, blasfemas,
prometes, incumples, amas, olvidas,
lloras, resbalas, impulsas, entierras,
saltas, porculas, acaricias, susurras
lo das todo, dejas sin nada.  

Es el caos que te alumbra,
es el caos que te cubre,
el cemento curtido de una gris primavera.
Eres, Madrid, una tumba de azufre,
una tumba sellada que rebosa de vida,
que rebosa de hombres, de historias y versos,
que desgrana pasiones por sus venas abiertas.

A.S.V.

lunes, 18 de agosto de 2014

Los teatros y el olvido

   Llueve. Como ayer, como entonces, como siempre:
el mismo agua amarga, los mismos hombres de barro, las mismas muchachas impúdicas.
Llueve sobre ti, sobre todo, sobre todos, pero yo estoy seco:
la lluvia llega, pasa y se va. Y yo estoy seco.
Mis ropas sí están mojadas, pero mis ropas son piedra,
son roca molida y apenas lo sienten.
Mi memoria, en cambio, es vidrio,
es cristal y se estremece ante las gotas que no mojan.
Tiembla y te recuerdo como eras entonces,
entonces, en el tiempo de las encinas y el olvido,
el tiempo en que yo estaba empapado y reíamos
y tu hablabas de Miller, de Beckett y de Pirandello
y yo, dormido en mi propia desmemoria feliz, olvidaba a Casona
y no te hablaba de Buero o de Ibsen, pero tú te acordabas
y reíamos. Tiembla y recuerda el sol de entonces,
entonces, cuando nos perdíamos en las hamacas y las piscinas
y soñábamos con viejos árboles, entonces,
entonces también llovía, como ahora, como ayer, como siempre
pero entonces reíamos y ahora yo estoy seco.

A.S.V.

lunes, 28 de julio de 2014

La catedral

Las baldosas de la catedral estaban frías, el aire de la catedral estaba frío y la luz filtrada por las vidrieras era fría, terriblemente fría. Las enredaderas trepaban hasta las claves de las bóvedas, resquebrajando la piedra y deshaciendo los muros que habían contenido el salvaje ataque del tiempo hasta ese momento. Bajo la sucesión, un ojo inexperto diría que infinita, de los arcos ojivales un bulto rompía el ritmo marcado por los baquetones que ascendían compitiendo con las plantas trepadoras para formar los nervios de las bóvedas de arista, mientras que las enredaderas chocaban contra los cristales para desintegrarse en explosiones de luz, en minúsculas partículas de colores que colmaban el aire bajo la intensa luz del atardecer. El bulto, el cuerpo desnudo de un hombre, permanecía ajeno a estos detalles y al hecho de que, perdida en medio del mar de escombros que se agolpaba tras sus muros, la vieja catedral demasiado gótica como para serlo realmente era el único edificio que se mantenía en pie de la antigua ciudad colonial: todo lo demás no era sino ruina. En el silencioso reino de la vegetación exuberante y la piedra marchita la respiración del hombre, aunque mínima y entrecortada, se presentaba como el único reducto de sonora rebeldía en el vasto imperio del mutismo.

Cuando la tornasolada luz del atardecer bañó el bulto el hombre se removió sobre las frías baldosas, remotamente consciente de su posición sobre una superficie lisa y dura. Con un esfuerzo sobrehumano abrió los ojos y tras unos minutos de inmovilidad consiguió ponerse en pie. La luz sobre su piel desnuda lo hizo estremecerse, pero apenas lo notó pues toda su atención se dirigía hacia el péndulo que colgaba del techo de la catedral, frente a la entrada. Su oscilación no se había visto interrumpida, siquiera alterada, ni por los terremotos ni por los derrumbes ni por la conquista de la vegetación ni por la consagración de las ruinas. En aquel momento la enorme esfera de cobre, ligeramente verdosa, se presentaba como un metrónomo de una precisión absoluta. Cada oscilación parecía robar un tiempo irrecuperable, perdido para siempre entre las ruinas del mundo. El hombre lo seguía con la mirada e inconscientemente iba marcando el tempo con el bamboleo de su cuerpo, con las manos y los dedos de los pies, con su parpadeo e incluso con la oscilación involuntaria de su miembro colgante, todo ello como una extraña reproducción a escala del modelo del péndulo.

Súbitamente, las campanas de la catedral comenzaron a doblar. En medio de la ciudad en ruinas sus redobles sonaron con una fuerza inusitada, rebotaron contra el mar y resonaron nuevamente por toda la ciudad con una fuerza aún mayor tambaleando los dañados cimientos de la catedral. El hombre permaneció quieto mientras se desplomaba parte de las bóvedas y en el exterior los arbotantes se derrumbaban, pero el sonido ensordecedor lo sacó del ensoñamiento en que lo mantenía el péndulo. Cuando los muros se acostumbraron al repicar y moderaron su temblor el hombre se dio cuenta de que las campanas tocaban a rebato. Fue entonces cuando apartó sus ojos de la esfera de cobre y miró hacia el exterior a través de la inmensa portada de la catedral cuyas hojas, antaño de madera, se habían podrido siglos atrás. Desde su posición privilegiada en lo alto de una de las colinas de la ciudad la catedral había dominado durante siglos toda la población, ahora era un faro en medio de un mar de escombros que el eco monumental de las campanas agitaba. La marea de escoria parecía moverse, como si estuviese viva y tardó mucho tiempo en darse cuenta de que, efectivamente, lo estaba.


De entre las montañas de ruinas surgían, de debajo de los escombros, miles de personas desnudas y mugrientas que parecían responder al llamado de las campanas pues se iban acercando a la catedral escalando entre la basura con la mirada fija en su objetivo desde todos los puntos de la ciudad. El hombre permaneció quieto, observando la masa de figuras que se arrastraban hacia él. El clamor de las campanas se recrudeció y la catedral se estremeció. Finalmente las vidrieras estallaron y como si el tiempo se hubiera detenido miles de trocitos de cristal quedaron estáticos en el aire como una nube de colores entre la que plantas se abrían paso buscando el aire y la luz que empezaba a ocultarse, pues el sol había comenzado a desaparecer en el mar que se encontraba tras la cabecera de la catedral. Las figuras humanas, en una formación compacta habían cercado la colina formando un cerco apretado y comenzaban a escalarla cuando las campanas enmudecieron. Entonces el hombre reaccionó y corrió hacia el altar para encaramarse al podio de piedra cubierto de musgo. La masa continuó avanzando imparable hasta llegar al edificio. Todos a una, los hombres y mujeres de la primera fila colocaron sus manos tiznadas sobre los muros de la catedral, que volvió a estremecerse con una violencia inesperada. El hombre, en el altar, gritó, las campanas doblaron de nuevo con un tañer corto pero desgarrador, el péndulo se detuvo y el tiempo acabó en el momento en que los muros estallaban convertidos en polvo y las enredaderas, privadas de su sustento, cayeron al vacío.

Y en el instante antes de despertar el hombre descubrió aterrado que aquella pesadilla no era sino la verdadera vigilia. 



A.S.V.

viernes, 2 de mayo de 2014

Where do the children play?

El coronel salió de su tienda a medio vestir. La lluvia había dejado una mañana fresca. Ahora la veía caer de nuevo sobre el campamento destrozado. Golpeaba sobre las lonas caídas de las tiendas, resbalaba por los soportes rotos y astillados y llegaba a la ennegrecida tierra africana para ser absorbida, para secarse como lo habían hecho durante toda su  vida las lágrimas que el coronel nunca había derramado, que habían muerto en sus ojos y, más abajo, en su garganta y sus entrañas. 
Sin importarle mojarse, el coronel fue hasta la tienda que había servido de cantina y rebuscó entre los escombros hasta encontrar una lata gastada de café y una olla cerrada con los últimos restos de aquellas gachas insípidas que había comido a diario durante meses. Regresó a su tienda, la única que se mantenía en pie como un símbolo imperecedero en medio del campamento deshecho, sacó de su baúl un diván plegable, un cuenco,  una cuchara y una radio desvencijada que funcionaba a pilas. Recolocó el toldo de la entrada y se sentó bajo él, sobre el diván.
   Comió despacio, mecánicamente, viendo caer la lluvia que tapaba con su repiqueteo el murmullo de la radio, ahogando en su chisporroteo unas voces que hablaban en un idioma desconocido para él. Cuando terminó el contenido de su cuenco  se apartó hacia los límites del campamento, se desató el cinturón y se acuclilló. Entonces supo que todo había terminado. Entre la densa llovizna pudo verse a sí mismo agachado con los calzones por los tobillos haciendo un esfuerzo que parecía que fuese a hacerle reventar los intestinos, el rostro colorado e hinchado, resoplando, fundiendo el contenido de sus vísceras con la tierra madre y fue plenamente consciente en ese instante de la derrota, absoluta y desgarradora.
   No le molestó, no sintió ira ni miedo, apenas sí una ligera desazón mientras abrochaba de nuevo el cinturón y regresaba al diván. La radio vomitaba ahora los compases de un tango viejo, muy viejo, probablemente más que el propio coronel, y tan ambiguo que era clasificado como tango a falta de una denominación mejor. Tan sólo era una suave pieza de piano que no compartía con el auténtico tango sino la nostalgia prendida en cada nota. Tenía por título, creía recordar el coronel, Amelia, y ese nombre trajo consigo una certeza mayor que la derrota.
   Permaneció aferrado a la melodía, agarrado al nombre que traía consigo y que se fundía con el martillear de la lluvia, con su estruendo de aplausos que parecía elogiar la maestría de la ejecución, que rompían el silencio y encontraban su eco en  idénticos estallidos repartidos por todo el mundo, resonando en teatros de todos los confines, en cines, en circos, en salas de cabaret, que se enredaban en las magistrales interpretaciones de actores veteranos o rebotaban contra lienzos blancos que segundos antes habían asistido a un final conmovedor o decepcionante y que ahora se ensuciaban con las sombras de los espectadores que, de pie, aplaudían y recogían sus abrigos para marcharse, para olvidar nada más traspasadas las puertas los breves instantes en que habían sido felices y que habían de quedar adheridos a una tela blanca y áspera como la de los volantes de un vestido por encima de las rodillas que esperaba en Montevideo para salir a escena en un casino clandestino cercano a la bahía, que se estremecían de impaciencia cuando oía el anuncio: “Señoras y señores, con todos ustedes, la inigualable, la sensual Charo, la Pulga”
   Y el anuncio era como una sentencia irrevocable, como el primer cañonazo que iniciaba una guerra y que la impulsaba a salir, a salir al escenario con pequeños brincos y saludar con una reverencia antes de empezar su baile. El piano acompañaba sus pasos, las negras líneas del pentagrama abandonaban el papel descolorido y la sostenían, movían sus brazos y sus piernas como un estudiante de arte manipula los miembros articulados de un figurín, rozaban su brazos y se deslizaban por ellos para quitarle los guantes blancos, para levantarle el vestido blanco, dirigían sus manos hacia el sostén blanco y deshacían el blanco cierre, hacían resbalar por sus blancos muslos un tanga blanco de encaje y la arropaban cuando el aire cargado del reservado del casino lastimaba con su humo, más gris que blanco, la piel de un blanco manchado por los años y los pechos que luchaban contra las leyes físicas para no abandonar su atalaya.
   Y Pablo, el pianista, con su único ojo sano, llegado de Madrid apenas un par de meses antes, se afanaba en darle una melodía cálida que la arropase, un viejo recuerdo de sus años de juventud en Buenos Aires remotamente parecido a un tango. Se aferraba a su tabla y trataba desesperadamente de no perderse en el habitual naufragio de Manueles, Mercedes y otros cientos de nombres y rostros. Trataba de mantener el ritmo de la pieza pues sabía que ésta debía servir para tapar el cuerpo desnudo de Charo, llamada la Pulga, para resonar en su cabeza, para alentarla con sus susurros, para apartar sus ojos de los rostros sedientos de los hombres, de las manos bajo las braguetas bombeando su vergüenza, su autodesprecio, sus inseguridades, haciendo resonar las cremalleras bajadas con un eco ensordecedor y rítmico como el de las máquinas en las fábricas, como el de los barcos de vapor o como el traqueteo de un tren sobre las vías del metro, deslizándose bajo las calles de Bacelona cargado de sudor y rutina, decorado por fuera y por dentro con firmas de anónimos aspirantes a la inmortalidad urbana.
   Un eco ensordecedor que se desdibujaba, como el mundo o el miedo, tras los auriculares en los que Abel se refugiaba en uno de los asientos de ese mismo tren, la cabeza de pelo crespo caída sobre el pecho, los enormes ojos marrones cerrados, el cuerpo resbalando por la pared en la que se apoyaba, dormido, ajeno al hecho de que todo el vagón lo miraba, de que cada pasajero lo observaba de reojo, tratando de no ser descubierto por los demás pasajeros, tratando de no descubrirse a sí mismo mirando a aquel hombre cercano a los treinta pero cuyos rasgos corresponden a un muchacho de diecinueve años.
   La respiración se acompasaba al traqueteo y a la música, una vieja melodía con alguna reminiscencia de tango, y en cada inspiración el mundo convergía un poco más hacia él, las miradas se hacían cada vez más evidentes, atraídos los ojos desconocidos por la pesada carga de realidad que lo oprimía y de la que trataba de refugiarse en el sueño, único refugio de ligereza para un hombre más denso que la mayoría, marcado con profundas cicatrices en la piel marrón de sus ojos. Había mirado a la muerte cara a cara y en sus pupilas había visto la vida en toda su magnitud. Durante tres años se había perdido en los ríos de miseria del África primigenia esparciendo esperanza y redención en forma de bisturí y ungüento, llegando en ocasiones al umbral del milagro, zurciendo las brechas abiertas por el coronel y sus amigos, por los enemigos que en nada se diferenciaban de él, por reflejos espectrales de un hombre que era cientos de hombres, que salaban la tierra, quemaban los cultivos, secuestraban las infancias y violaban la inocencia en defensa de los más altos valores y libertades.
   Pero ahora esos horrores no eran más que recuerdos pálidos y desgastados, fantasmas descoloridos no más reales que el mundo que se ocultaba tras sus párpados cerrados o el rostro de muchacha que veía cuando éstos se entreabrían aún perdidos en el sueño. Un rostro blanco y delicado, encerrado entre una suave cortina de pelo negro, con unos ojos que observaban todo con suma atención, temiendo que en el momento en que dejaran de ver el mundo éste desapareciera para siempre, que los escasos lazos que aún la unían a él se rompieran. Esa joven era la única persona del vagón que no miraba de reojo a Abel, pues era demasiado ligera como para verse atrapada por la fuerza de su atracción. Apenas la voluntad la mantenía pegada al suelo y tenía que hacer un gran esfuerzo para no verse de pronto elevada por encima de las cabezas de los otros pasajeros, que por otro lado tampoco se habrían percatado de un hecho tan curioso, como tampoco se habían percatado de su presencia en los pasillos y escaleras de la estación o en la calle. Así había sido siempre: se movía silenciosa e ignorada, esquivando a los hombres y mujeres que continuamente chocaban contra ella, demasiado ajetreados para fijarse en algo tan sutil, tan ligero, como las hojas del bloc en el que incansablemente había dibujado hora tras hora, primero desvaríos infantiles, luego bocetos de lugares inimaginables y finalmente planos de proyectos que la incomprensión o la falta de presupuesto impedían llevar a cabo. Al menos así era antes. Antes de la frustración, antes de los malabarismos para llegar a fin de mes, antes de darse de bruces contra la realidad, cuando se perdía en bosques secretos salidos de sus lápices de colores, cuando escribía alucinaciones maravillosas y se imaginaba persiguiendo liebres con chaleco y reloj, antes de cansarse de buscar conejos blancos, antes de decidir ser, simplemente, Alicia.
   Antes, también, Abel había sido como ella. Antes de África, antes de abrazar a la muerte. Antes también corría y gritaba y volaba y no había pesadillas sino sueños altruistas. Ahora su cuerpo era demasiado pesado y sus alas demasiado cortas. Ahora sólo le quedaba el sueño y sus auriculares como refugio contra los gritos que resonaban en su mente, contra el rostro que se reflejaba en el cristal del vagón, sobre la piedra gris de los  túneles, perdiéndose entre las grietas y la humedad, entre la suciedad que emponzoña el mundo, que embiste contra el patético intento de los hombres de limpiar y lustrar, arremetiendo contra las artificiales barrera de los mármoles y los barnices, golpeando las falsas conciencias y las sonrisas fingidas, carcomiendo el arte, rompiendo los pavimentos, colonizando de enredaderas los bulevares parisinos, envileciendo el aire de las salas de música en las que se alzan barreras de melodías y ejércitos de pequeñas notas que arremeten la podredumbre cogiendo impulso en los trampolines de marfil y ébano animados por dedos virtuosos aunque ajados que encuentran sin saberlo el reflejo de su devenir virtuoso en las manos de un hombre tuerto en un casino clandestino en Montevideo.
   Pero el otro lado del Atlántico queda lejos y a este lado del océano las aguas terrosas del Río de la Plata se disuelven en el constreñido curso del Sena y el calor, el humo y el bombeo del club  son engullidos por el ambiente solemne y los gestos medidos de un público que, con una  pasión menos sincera que la de los caballeros montevideanos, se entregan al ejecución impecable de Mercedes Hermida, la última de los grandes maestros de la música del siglo pasado que se precipita hacia el final de una pieza sobrecogedora.
   Los aplausos engullen las primeras notas de la pieza siguiente, una melodía aparentemente sencilla pero llena de fuerza, remotamente parecida a un tango. Bajo los dedos inclementes de Mercedes la melodía se muestra cargada de una melancolía abrumadora, parece más antigua que el tiempo, por lo menos más que todos los presentes. Uno tras otro, los espectadores son engullidos por la música, olvidan posar, olvidan ser fríos, recuerdan cómo ser humanos por unos minutos; y ser humano puede ser desgarrador, pero no importa, tan sólo importa la música. La música que cerca y acorrala a todos y cada uno, salvo a la propia Mercedes, impasible desde la altura de sus más de ochenta años, que no han mermado en lo más mínimo su destreza.
   Ha ejecutado tantas veces los precisos movimientos del tango que ya no necesita pensarlos y mientras la melodía fluye sin vacilaciones su mente se encuentra muy alejada de ese momento y lugar. “Esto es lo único bueno que compuso en su miserable vida” piensa, ya sin rencor, “¿Y qué tenía, quince, dieciséis años? El resto es basura, siempre lo mismo. Las mismas notas, los mismos arpegios, siempre lo mismo. Esto es lo único realmente bueno y por ello tiene nombre de mujer. Seguramente me habría gustado que fuese el mío, tal vez por eso le guardé rencor. Pero no. El tango, o lo que sea, no se llama Mercedes, no, se llama Amelia, y nunca supe quién carajo era Amelia. Nadie, decía él, pero no se compone algo así para darle el nombre de nadie. De todos modos no importa, sin la tal Amelia estaba condenado al fracaso. Nunca hizo nada realmente bueno desde los dieciséis. Y eso que alguna vez lo llegaron a llamar el gran maestro Tenembaum. Gran maestro… resulta hasta cómico. Aunque el tirón le duró varios años, mientras estuvimos casados. Después se dieron cuenta de que no valía nada, de que yo era el maestro, yo era la fuerte. Aún a veces me pregunto qué habrá sido de él, seguramente habrá muerto de cirrosis en alguna tasca madrileña, tal vez volvió a Buenos Aires. Creo que Manuel me dijo que había perdido un ojo, pero de eso hace años. El fracaso debe de ser algo terrible, pero el fracaso es para los débiles, y yo era la fuerte, yo soy...”
  La melodía, ajena e impropia, ha cesado, el concierto ha terminado. El público, rescatado de la terrible conciencia de saberse humano, ha estallado en aplausos. Mercedes se ha levantado y se ha sumergido en ellos, rescatada también del abismo de la memoria, refugiada en su gloria. Sus más de ochenta años han desaparecido y por  unos instantes vuelve a ser una joven de veinte años, sentada en un desvencijado piano en el Conservatorio de Madrid. Pero una cosa ha cambiado: ahora, cercana a la muerte, se sabe eterna, inmortal. Ahora que su nombre ha quedado grabado en los libros de historia de la música para siempre no le da miedo el dejar de existir, pues sabe que no es posible. Sin embrago, por un momento, un escalofrío le recorre la espalada, un escalofrío ajeno a los aplausos que se acompasan, a kilómetros de distancia, con los que cubren la blanca piel desnuda de Charo, la Pulga, en un casino clandestino de la bahía, con el bombeo bajo las braguetas de los caballeros montevideanos, con el percutir de la vergüenza en sus cabezas, con el traqueteo de un vagón de metro en Barcelona en el que Abel, despierto ya, mira a Alicia enfrascada en sus bocetos sin darse cuenta de que el resto del vagón lo mira a él, con el zumbido del viejo transistor del coronel, con la lluvia que baña la tierra de África y que no consigue ahogar la derrota, la misma lluvia que ha formado, aquí, en este pequeño parque de Perth el charco embarrado que me devuelve la imagen de mi rostro demacrado mientras espero que vengan por mí.
    Un hombre toca un saxofón a mi lado, pidiendo algunas monedas para comer. Y es ese hombre quien, sin saberlo, me salva. No pares, toca hasta que caiga la noche, porque tengo miedo y estoy sólo, pero mientras tocas me siento menos sólo y tengo menos miedo, porque mientras tocas el tiempo se para y no espero que nadie venga a por mí, porque mientras tocas la vergüenza desaparece y la culpa no existe. Te daría una moneda, te daría un millón de monedas si pudiese para que nunca dejases de tocar, pero, paradójicamente, tengo los bolsillos completamente vacíos. Lo mejor es que nadie va a creerme, pero es cierto. Robert se lo llevó todo y me dejó tirado, supongo que es lo que merezco, pero ahora, recostado en el sonido de tu saxofón, no puedo estar seguro de nada, ni siquiera de la culpa. Al fin y al cabo ¿quién no hubiera hecho lo mismo si hubiera podido? Era tan fácil, tan tentativo, la gente firmaba y ya está, todo el dinero para nosotros. No hemos sido los únicos, miles de banqueros en el mundo han hecho lo mismo, pero alguno tenía que pagarlo, y yo lo pagaré por todos ellos, yo expiaré sus culpas… pero eso ahora no importa, no importa porque tú estás tocando y en el reflejo del charco, entre mi barba mal afeitada mi boca sonríe porque conozco esta canción. Mi abuela me la cantaba cuando era pequeño ¿sabes? Y por eso también te daría una moneda, un millón de ellas, si tuviese, porque aún recuerdo algunas palabras que no entiendo de una letra que nadie más que yo en el mundo conoce. Siempre la cantaba mientras cocinaba y luego, cuando comíamos, me contaba que vivó en Buenos Aires hasta los quince años porque su padre era embajador. Mientras tocas, recuerdo, como si me lo estuviese contando ahora mismo otra vez, que conoció allí un chico del barrio de Palermo llamado Pablo, que ese chico, que años más tarde llegaría a ser un compositor famoso le compuso un tango cuando salían juntos, un tango que aún suena, a veces, en la radio, pero cuya letra sólo le dijo a ella y que llevaba  su nombre: Amelia.  Entonces volvía a cantar en español y yo no entendía lo que decía, pero sé que debía ser algo maravilloso. Por eso ahora te daría una moneda, un millón si tuviese, para que no dejases de tocar, porque conozco esta melodía y sé que se está acabando y nuevamente el tiempo se pone en marcha y vuelvo a tener miedo y vuelvo a asentir la vergüenza y la culpa y vuelvo a estar solo y sigo esperando a que vengan a buscarme. Y ahora el tiempo me ha arrollado y una mujer y su hijo se acercan a darte una moneda, tú guardas tu saxofón en su funda, me miras fijamente, sonriendo, y los ojos me arden porque en este momento eres mi hermano y te vas, me abandonas y ya no volveré a oírte tocar el saxofón. Haces un gesto con la cabeza y te das la vuelta y el reflejo de mi cara en el charco grita para detenerte, pero mi boca permanece cerrada viendo cómo te vas, viendo tu espalda, que es la espalda de mi hermano que se va y es mi espalda mientras una mano se posa sobre ella y una voz inhumana dice: “Lachlan Moore, queda usted detenido”.
   Ahora la espera ha terminado, ahora ha caído el telón y sólo quedan los aplausos, rítmicos, huecos, indistinguibles del crepitar de la lluvia que vuelve a caer en un pequeño parque de Perth en el que un hombre tocaba el saxofón, del cloquear de los huesos de Mercedes cuando un escalofrío profético los recorre inmersa en otros aplausos que siguen el compás de los pasos de Abel cuando sube corriendo las escaleras de la estación de Tetuán para alcanzar a Alicia, que es el mismo de sus palabras cuando la invita a un café y el de sus respiraciones cuando él se desprende del exceso de carga y ella clava firmemente los pies en el suelo de baldosas por primera vez en años, que siguen el ritmo de los pies de Charo, llamada la Pulga, mientras abandona el escenario vestida únicamente con la melodía blanca tejida al piano por Pablo Tenembaum, que hoy no piensa en Manuel o en su hijo, que hoy no camina de nuevo por París con Mercedes del brazo, sino que juega en las calles del barrio de Palermo con una niña llamada Amelia a la que compondría el tango con el que ahora trata de secar las lágrimas de Charo, La pulga, que, sin embargo, caen, por ella y por las lágrimas que el coronel nunca ha derramado y que se pierden en su garganta y, más abajo, en sus entrañas, cuando acerca su viejo colt a la garganta y presiona el gatillo, con una detonación que queda muda por el chasquido de la lluvia sobre la tierra negra.



A.S.V.

viernes, 18 de abril de 2014

La lluvia y los almendros polvorientos (En memoria de Gabriel Gracía Márquez)

Cuando fallece un personaje conocido (y en especial si es un genio universal como en este caso) el mundo se llena de mensajes de condolencia y admiración que suenan, en la mayoría de las veces, exagerados e incluso falsos. Qué razón tenía Jardiel Poncela al poner en su epitafio “Si queréis los mayores elogios, moríos”. Por eso precisamente me resulta difícil escribir esta nota sin que mi admiración suene más afectada de lo que es.


Empezaré diciendo que para un aspirante a lector y a escritor como yo, que peca del vicio de admirar a una inmensa horda de maestros muertos, el fallecimiento del único maestro literario vivo (tal vez junto con Vargas Llosa, aunque no al mismo nivel) constituye un acontecimiento realmente importante e intenso, especialmente si, en lo referente a la prosa, este maestro en cuestión ha sido uno de los más admirados, leídos y releídos.



Siempre he creído que la literatura es al tiempo lo que la arquitectura al espacio, y ha sido precisamente en esta prosa tan poética y tan fluida en donde he encontrado uno de los hogares más vastos, más acogedores y más hermosos. Cada vez que he leído de nuevo Cien años de soledad o El coronel no tiene quien le escriba, por ejemplo, he sentido desde la primera frase que volvía a casa. Macondo, el pueblo fluvial del coronel o los pueblos desérticos y marítimos de sus  cuentos han sido y son tanto mi hogar como lo es Madrid y al sumergirme en ellos me recorre el mismo estremecimiento que al volver a mi ciudad después de un largo viaje.



Cada regreso trae también consigo un redescubrimiento, una infinidad de significados y acontecimientos antes ignorados, como quien descubre un  pasadizo secreto en su propia casa o un rincón maravilloso y desconocido en su barrio. Esta multiplicidad, esta fecundidad, es la que me atrajo y me enamoró desde que leí el primer párrafo de Cien años de soledad: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava…



No menos simbólicas y maravillosas fueron las novelas que descubrí posteriormente: La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada, La mala hora… Pero si pensaba que sus novelas eran algo mágico y excepcional en la literatura de la segunda mitad del siglo XX, lo que realmente me dejó sin palabras fue el descubrimiento, bastante reciente, de sus cuentos. Desde la jaula más hermosa del mundo a la nostalgia de los exiliados pasando por ángeles viejos y decrépitos, ahogados más hermosos que cualquier hombre vivo o funerales carnavalescos los símbolos son  infinitos, sorprendentes, maravillosos, pródigos… y todos ellos insertos en una prosa precisa y escueta como el mecanismo de un reloj, sin nada de más, sin nada de menos.



Precisamente son los dos que dan título a esta nota los que he escogido como míos entre el inmenso océano de símbolos que inunda sus páginas: los almendros, cuyo polvo se acumula desde  antes de su mismo nacimiento, que son los únicos seres indiferentes al calor y a la decadencia  y que anticipan desde su creación la inevitable desgracia de Macondo y los Buendía, y la lluvia (entiéndase también el mar y el río), que trae el olvido y lo borra, que es el símbolo de la espera interminable y es al tiempo lo que se espera y que es la vida y la destrucción, son dos ejemplos de que cada palabra, cada suceso, cada nombre, no es uno sino mil y que la aparente sencillez no esconde sino un mundo entero en el que sumergirse, en el que soñar y en el que vivir. Un mundo en el que la muerte no existe y lo extraordinario es lo más común. Un mundo que ha hecho, desde hoy, inmortal a su creador y felices a quienes nos introducimos en él y lo disfrutamos como disfrutábamos los cuentos cuando éramos niños.



Por todo esto, por este hogar maravilloso, por tus cuentos, por los almendros polvorientos, por la lluvia y por una de las prosas más poéticas de las letras universales, gracias de corazón Gabo  (si se me permite la licencia).


A.S.V.

domingo, 9 de febrero de 2014

Elogio del tiempo VII

   No me enorgullezco en absoluto de lo que ocurrió después, pero aún trato de justificarme diciéndome que era lo único que podía hacer, que de otro modo me hubiese vuelto loco. Es inútil.
  Una vez habían atendido debidamente a Marcello, abandoné el hospital dejando a Mateo y Nicoletta completamente solos, sin ninguna explicación. Cogí mi moto y me dirigí al número 59 de la via San Zanobi, mi ropa aún mojada conservaba restos secos de vómito. Una vez allí llamé al timbre y pateé la puerta de forma frenética. Creo que nunca he estado tan cerca de ser un animal.
   Finalmente Pietro abrió la puerta cubierto tan sólo con una manta y su ropa interior. Sus ojos, habitualmente vacíos, reflejaban un terror inimaginable, pero nada tenía que ver conmigo ni con el chocante aspecto que tenía. Lo aparté de un empujón y entré hasta el fondo de la casa con Pietro siguiéndome como un perro manso. Finalmente entré en una habitación que recordaba completamente a la trastienda de aquella librería londinense: pequeña, deshecha y con un colchón raído y una radio destartalada como único mobiliario. El aparato emitía una música tenue que indicaba que el secreto ritual ya había terminado, no recuerdo cuál.
   Margarita estaba sentada sobre el colchón, desnuda y con el mismo terror en sus ojos que había visto momentos antes en los de Pietro. Analizándolo ahora, con la perspectiva del tiempo, creo que aquel pánico no era  sino temor a ellos mismos. Probablemente, Pietro y Margarita habían encontrado en el otro su propio reflejo. La misma frialdad, la misma indiferencia con la vida, la misma desgana vital. Habían visto quiénes eran y quiénes no querían ser. Acostumbrados a valerse de personas completamente opuestas a ellos para demostrar su desdén hacia la vulgaridad de la existencia, el encuentro con su propio reflejo había sido más de lo que podían soportar. Sea como sea, eso ya no importa.
   Todavía sumergido en ese estado de ira animal, me acerqué a la mujer que se acurrucaba en el colchón y, como había hecho antes con Marcello, la sacudí de los hombros mientras gritaba.
   -¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho? ¿No ves que está enfermo? Para ti todo es un juego ¿Verdad? Siempre un juego que se juega como tú quieres, con tus reglas, sin importante nadie más. ¿Por qué?- repetía histérico- ¿Por qué? ¿Por qué se lo has dado? Está enfermo ¿No lo ves? Está enfermo – Parece increíble la facilidad con la que había olvidado que no hacía apenas un año yo me encontraba en esa misma situación.
   No sé qué reacción había esperado de Margarita, pero probablemente lo que ocurrió a continuación fue algo que jamás habría imaginado.
   Conseguí calmarme un poco y dejé de zarandearla. Simplemente nos miramos el uno al otro, como si no existiera nada más que nosotros dos, ni siquiera Pietro, que nos contemplaba a medio metro sin abrir la boca. Entonces se derrumbó. Se puso a llorar abrazándose las piernas y susurrando: “Yo también, yo también. Lo siento. Necesito irme, necesito irme. Lo siento”.
   Eso me desarmó completamente. Ya no sentía ira, pero estaba más confuso de lo que lo había  estado alguna vez en mi caótica vida. No pude seguir gritando. Me quedé en silencio, inmóvil, hasta que ella se calmó.  Pietro rompió la quietud tapando a Margarita con la manta que llevaba a los hombros. Más serenos ya todos, les conté lo que había pasado desde que se fueran del hospital, mientras Pietro se vestía lentamente. El terror había desaparecido y, aunque con algunos signos de preocupación, volvía a ser el hombre de plata que había sido siempre. Margarita, en cambio, seguía trastornada. Sollozaba y no dejaba de temblar, pese a que la habitación estaba bien climatizada. “No puedo” repetía. “No puedo, tengo que irme. Tengo que salir de Florencia, tengo que salir del mundo”.
   -Llévatela- me dijo Pietro-. Idos lejos, no te preocupes. Yo me encargo de todo, yo lo pago todo. Ya sabes, como siempre. Cualquier cosa te llamo.

   No sé qué me impulsó a obedecer, seguramente la costumbre. Nada le debía a Margarita, ni siquiera la quería, pero antes de que fuera mediodía habíamos dejado Florencia.

A.S.V.

jueves, 30 de enero de 2014

Elogio del tiempo VI

   Muchos de ustedes ya conocerán el final de la velada, pues ha aparecido en numerosos periódicos y aún hoy, salen a la luz periódicamente recordatorios de los hechos. Me refiero, en efecto, al incidente de Filippo con su admiradora.
   Como pueden imaginar, no soy un fiel testigo de los hechos. Aún en una situación semejante no podía evitar que mi cabeza estuviese en otra parte. La imagen de Pietro y Margarita saliendo juntos del local me obsesionaba y ni siquiera unos hechos tan graves podían arrancármela de la mente. Aún hoy, tantos años después, me reprocho mi actitud en aquellos momentos.
   Esto es lo que recuerdo: Había pasado aproximadamente una hora desde que Pietro y Margarita se fueran. Tras ellos había salido la pareja y el grupo de amigos se había ido dispersando. Hacía tiempo que era de día cuando salimos a la calle. Estábamos Marcello, Nicoletta, Mateo, Filippo, la mujer y yo. Era una mañana fría y la calle estaba desierta. Aún chispeaba.
   Los recuerdos resultan bastante confusos, debido en gran parte a la rapidez del suceso. Íbamos apoyados los unos en los otros y el exceso de alcohol nos hacía hablar con un tono de voz seguramente más alto de lo habitual. En medio del barullo de las risas y las conversaciones cruzadas se fue destacando la voz de Filippo. Todos nos detuvimos y lo miramos. Discutía acaloradamente con la mujer, que intentaba agarrarlo y cuyo rostro se encontraba más cerca del suyo de lo que era normal. De pronto los movimientos comenzaron a ser extrañamente bruscos, como de forcejeo. Mateo hizo ademán de acercarse a separarlos y un segundo después la mujer corría  calle abajo hasta perderse entre las calles de Florencia y Filippo se encontraba arrodillado, abrazando su propio cuerpo y doblado sobre sí mismo. Nos quedamos clavados, incapaces de movernos, viendo como el pecho de mi amigo subía y bajaba con dificultad mientras un cuchillo del restaurante de Nicoletta lo acompañaba al compás de su respiración irregular y una mancha oscura y viscosa se extendía por su camiseta blanca.
   Nos pareció que estuvimos horas estáticos, conformando aquella grotesca estampa: Mateo inclinado sobre el cuerpo encogido de Filippo y nosotros tres abrazados mirando aquella imagen desgarradora. Lo cierto es que tan sólo transcurrieron unos pocos segundos desde que la mujer huyera hasta que Nicoletta reaccionara y entrara al local a llamar a una ambulancia.
   El resto del caso es de sobra conocido por todos  y no me detendré en él, pues los únicos datos de los que dispongo no son muy diferentes de los que cualquiera de ustedes puede tener. Todo lo referente a la enfermiza obsesión de aquella mujer con Filippo, a su persecución constante, a su acoso, sus anónimos o su incomprensión acerca de que no sólo no iba a corresponderla a ella sino que no iba a corresponder a ninguna mujer en su vida, lo conozco por la prensa, de igual modo que me enteré por los peródicos de su posterior apresamiento y su infructuoso intento de suicidio.
   Para mi fortuna, apenas recuerdo las angustiosas horas siguientes, tan sólo un pasillo blanco con incómodas sillas de plástico. Éramos los únicos que estábamos allí. Mateo mantenía la cabeza agachada y la vista fija en el suelo grisáceo, Nicoletta apoyaba su cabeza en mi hombro y las piernas en el asiento de al lado y Marcello caminaba de un extremo a otro del pasillo y desparecía constantemente, unas veces para ir al baño, otras a la máquina de café.
   Seguramente tantas idas continuas al lavabo y un nerviosismo tan claro deberían habernos hecho percatarnos de que no estaba bien, pero creo que era una actitud que encajaba perfectamente con la situación. Por lo menos tuvimos la fortuna de que ocurriese en un hospital.
   El caso es que nos inquietamos cuando notamos que una de sus ausencias se prolongaba en exceso para cualquier necesidad fisiológica que tuviese que aliviar. Nicoletta me pidió que me acercase a comprobar que todo iba bien con aparente tranquilidad, pero seguramente notaba la misma presión en el pecho que yo, totalmente ajena a la preocupación por el estado de Filippo, como una especie de anticipo de la desgracia.
   Llamé insistentemente a la puerta del baño sin obtener respuesta, por lo que me decidí a entrar. Aquella imagen todavía sigue clavada en mi cabeza y creo que me perseguirá mientras viva, más aún que la estampa grotesca de unas horas antes.
   El suelo del baño estaba empapado bajo el cuerpo semiinconsciente de Marcello. A su lado, un charco de vómito se extendía hasta mancharle el pelo rapado y la cara ancha  cubierta de restos de un polvo blancuzco. Lo levanté agarrándole de los hombros para mirarle directamente a la cara. La cabeza se caía hacia atrás y la mirada vagaba ajena completamente al mundo, pero aún podía abrir los ojos. Traté de reanimarle sacudiéndole. Estaba fuera de mí y no paraba de gritarle.
   -¿Quién te lo ha dado? ¡Quiero saber quién ha sido! ¡Dímelo!- Repetía una y otra vez zarandeándole.

   Yo, por supuesto, ya conocía la respuesta, pero el oírle susurrar aquel nombre fue como un  disparo directo en la sien. Lo solté y se desplomó sobre mí. Allí permaneció mientras yo lloraba con la cara oculta en las manos y gritaba pidiendo  ayuda.

A:S.V.

martes, 28 de enero de 2014

El niño más valiente del mundo


El pequeño Jack nunca hablaba en clase. Nunca se levantaba de su pupitre cuando el profesor se marchaba. Jack tenía doce años y medía un metro y veinticinco centímetros. Jack tenía un problema de déficit de hormona de crecimiento. Llevaba aquellos días un parche en el ojo izquierdo, porque tenía el ojo derecho vago. Jack se había pintado una espiral en el parche. Desayunaba cada mañana como si en su estómago hubiese escondida una manada de leones hambrientos a los que tenía que alimentar. Comía mucho pero no crecía casi nada. Nada.
En casa, Jack estaba contento. En casa estaba más contento que en el colegio. Porque en casa estaba con Crafty, un perro mestizo que sus padres le regalaron por Navidad hacía dos años. No sacaba muy malas notas, pero tampoco muy buenas. Nunca destacó en el colegio. Se limitaba a intentar sobrevivir, y estar callado en cuanto llegaba a casa. No podía llorar. No podía. Tampoco se enfadaba. Cuando ocurría algo a su alrededor que no le gustaba, su cuerpo y su cerebro se paralizaban. A veces cerraba los ojos, para anestesiar esa ira que tenía dentro y que nunca sacó a la luz. Apenas sonreía. Es mentira eso de que nunca hablaba en clase. A veces hablaba con una chica de clase que escribía poesías muy pequeñas, y que le gustaba enseñárselas a Jack para que las leyese. Pero no hablaban mucho. La chica sonreía mucho. También hablaba a veces con el chico más importante de la clase. En realidad, era el chico más importante de la clase el que le hablaba a él. Aquel chico tenía la capacidad de comportarse como un perfecto capullo con mucha gente. Tenía a sus amigos, pero era un capullo. Jack tenía un problema de déficit de hormona de crecimiento, y su voz sonaba todavía muy infantil, pero sabía perfectamente que Charlie era un capullo. Pero uno de esos que merecen la pena.
Jack no hablaba con nadie más. Nadie le hacía nada porque era el protegido de Charlie. Pero nunca fue realmente respetado en el colegio, y mucho menos admirado.
Jack lo sabía, y lo único que esperaba cada mañana era tener un día tranquilo, y que si iba a ser un mal día, al menos que se pasara rápido. Después se lavaba los dientes, se colgaba la mochila, le daba un beso a su madre en la mejilla y se marchaba al colegio, con su gorro, y con las manos metidas en el bolsillo del abrigo, y sin haber dicho una sola palabra.
Y sin haber dicho una sola palabra llegó a clase el día en que todos los alumnos de la clase leerían una redacción que la profesora de Literatura había mandado días antes. La profesora de literatura era una de las señoras más raras que Jack había conocido en su corta y diminuta existencia. Era una treintañera solitaria, una loca de la literatura. Una loca. Porque solo una loca es capaz de mandar a unos niños de doce años que escriban una redacción titulada “¿Cuál sería tu última voluntad?”. Una señora sádica y morbosa. Principios de pederastia, seguramente.
Todos fueron leyendo sus extensos e insulsos textos, todos ellos evidenciando su intento fracasado de sonar a algo cercano a la filosofía, intentando también emocionar a base de tópicos de drama de sobremesa. Y llegó el turno de Charlie. Se levantó de su asiento y caminó hacia la pizarra. Por el camino tropezó con uno de los pupitres y estuvo a punto de caerse. Llegó a la pizarra con el papel en la mano y la cabeza encogida entre los hombros. Y leyó.
“Yo solo pediría que me dejasen una semana para hacer todas esas cosas que me asustaría hacer.”
Y volvió a su pupitre. Y toda la clase se quedó en silencio, mirándole. Y desde aquel día Jack decidió ser el niño más valiente del mundo. Aquel día Jack se dio cuenta de que su vida le aplastaría si no le hacía frente. Y entonces añadió algo más, mirando a la profesora. La clase seguía en silencio.
“También me gustaría que todo el mundo adoptara un perro abandonado.”
Y siguió el silencio. Y Jack empezó a pintar alrededor de su frase.

miércoles, 22 de enero de 2014

Elogio del tiempo V

   Había estado lloviendo todo el día y la lluvia, junto al color terroso de los edificios y las calles daba la sensación de encontrarse sumergido en una ciudad de barro de la que en ese momento yo me refugiaba en el ponte alla Carraia. Nunca me ha gustado llevar capucha ni paraguas y, mientras esperaba, me entretenía viendo las ondas que la lluvia provocaba en la superficie del río y las gotas que resbalaban por mi cara desde mi pelo y caían sobre el pretil de piedra del puente dejando manchitas oscuras. Tras dos horas esperando bajo el aguacero empecé a plantearme marcharme, pero sabía que no lo haría. Media hora después apareció ella.  Tal vez la canción del día anterior todavía la afectaba, quizá se debía a la lluvia, pero no había recobrado aún su coraza de indiferencia. Emergió de la ciudad con paso lento, arrastrando los pies, la mirada perdida bajo el paraguas a juego con el abrigo largo, pero los ojos aún fieros y duros. Se detuvo al llegar a mi lado, apoyó el codo en el pretil y el mentón sobre la mano y nos quedamos unos instantes así, mirando al río en silencio. Después me besó con brusquedad, me agarró del brazo y dijo:
   -Vamos a tomar algo. No soporto la lluvia.
   -A mí me encanta- balbuceé torpemente. 
  -Pues a mí no. Es triste y es melancólica. Te hace recordar. Es mucho más fácil vivir sin ayer.
   Continuamos andando así, hablando sin descanso, ella bajo el paraguas, yo bajo la lluvia y, mientras se quejaba, su voz iba recobrando su autoridad y sus gestos la frialdad de costumbre. Finalmente nos detuvimos frente a un local llamado La tavola azurra ante cuya puerta un gran cartel rezaba: Questa sera Filippo Zanini con Marco Aldobrandini in collaborazione. Da mezzanotte. Prima consumazione gratis. Faltaba un cuarto de hora para la medianoche cuando entramos.
   El local era amplio y acogedor, de piedra en su mayoría, con alguna salpicadura de madera. La luz era tenue y surgía, principalmente, de las velas que adornaban los centros de las mesas redondas repartidas por la estancia. Tres arcos partían el espacio y al fondo, sobre una tarima, un hombre se aferraba a un saxofón y la música que éste escupía era como la propia sangre del intérprete: densa, viscosa, caliente e intensa. Si uno lo escuchase sin verlo, jamás se imaginaría que aquel hombre era de raza blanca, pues uno sabía con tan sólo unas notas de su instrumento que había traspasado una frontera vedada a la misma. Ése era Filippo, tal como yo aún lo recuerdo de los años en que nos conocimos, primero en la Universidad de Turín y posteriormente en el conservatorio. No sé en qué medida el gran público lo habrá conocido como lo hicimos nosotros ni si se habrá fijado en la extraña conjunción de sus rasgos fieros y sus ojos amables o en la tensión agónica de los músculos de su boca y sus brazos cuando se asomaba al abismo del jazz.
   Nos recibió un gesto de cabeza suyo y una sonrisa tras la boquilla.En el lado contrario del local dos sitios nos aguardaban en una mesa ya ocupada. Se encontraba en el rincón más íntimo y en ella se hallaban Pietro, Marcello y Nicoletta, la dueña del local, con su habitual sonrisa y sus ojos siempre alegres. A su lado había otro hombre, tal vez un par de años mayor que nosotros, al que no había visto nunca. El pelo castaño alborotado y el gesto ajeno del que se sabe siempre fuera de lugar. Yo me senté entre éste y Margarita, de espaldas a la tarima.
   -Estás mejor que nunca, cariño- susurró maternalmente Nicoletta a modo de saludo. Siempre me llamaba cariño. Después pasamos a las presentaciones. El hombre que se encontraba a mi lado se llamaba Mateo y era un crítico musical español que salía con Filippo. Los aficionados al jazz que estéis leyendo esto probablemente os hayáis topado alguna vez con sus ácidas y bien consideradas críticas.
   -Desde luego, cariño, cada vez las escoges más guapas- comentó Nicoletta cuando presenté a Margarita-. Y ahora date prisa en terminarte la cena que te toca salir, ya has llegado lo suficientemente tarde como para hacer esperar más a la gente. Si nunca los has escuchado tocar juntos, guapa, ahora estás a punto de saber lo que es verdaderamente la buena música.
   -Me temo que nunca he tenido oído para la música- respondió Margarita-. Esa no es una muy buena combinación para un músico ¿eh? Tal vez la próxima chica que te busques sea más apropiada en ese sentido, Marco.
    -¿Cómo que la próxima? No, no, no. Nunca hay que pensar en esas cosas, guapa ¿Quién te dice que no eres tú la definitiva? A esta no la sueltes, cariño. Nos gusta Margarita ¿verdad, chicos?
   Marcello y Pietro asintieron sin prestar atención y Mateo continuó mirando fijamente a Filippo mientras garabateaba una servilleta de papel. Margarita sonrió falsamente adulada. Quiero mucho a Nicoletta, pero nunca ha tenido buen ojo para casi nada salvo para los negocios.
   Terminado mi plato me levanté y me dirigí hacia la tarima en la que me esperaba una guitarra sobre su pie. Filippo cortó bruscamente su melodía y una ovación de los comensales me recibió. Entonces empezó: la música nos devoró desde las entrañas hacia fuera, se desparramó a través de nuestros dedos y de la boca de Filippo y engulló a los asistentes.
   No quiero pecar de orgullo, pero creo que, de toda la gente con la que ha colaborado Filippo a lo largo de su carrera, yo he sido, sin duda, con el que más a gusto se ha sentido y con el que ha logrado las melodías más intensas. Pueden juzgar ustedes mismos si tienen alguno de los discos de Filippo. Yo, personalmente, les recomiendo el penúltimo, pista trece. Esa es bastante buena, pero lo que ocurrió aquella noche escapa a lo que puedan escuchar en una grabación o a lo que yo pueda contarles. Improvisamos como si conociésemos aquella pieza desde siempre, como si nunca hubiésemos tocado otra cosa ni nunca fuésemos a dejar de hacerlo.
   Traspasamos sin lugar a dudas la puerta, pero estábamos demasiado absortos en nuestra propia música como para fijarnos en lo que nos esperaba tras ella.
   Continuamos durante horas, con pequeños descansos, mientras el local se iba vaciando. Cuando amaneció tan sólo quedábamos nosotros, una pareja de amantes, un  grupo de cuatro amigos y una mujer sola. Hacia el final de la noche agrupamos las pocas mesas que quedaban ocupadas en torno a la tarima y en los descansos hablábamos todos juntos mientras Nicoletta nos invitaba a más y más bebida.
   Fue en uno de ellos, como de media hora, cuando la burbuja en cuyo interior había construido mi diminuto mundo de perfecta felicidad, basada en los dos días anteriores, comenzó a romperse. Yo me había acercado a la barra a por unas cervezas y Margarita me había acompañado. La tarima se encontraba en el extremo opuesto.
   -Tu amigo me suena mucho ¿Sabes? Creo que ya lo había visto ¿Cómo se llamaba?- preguntó apoyada distraídamente en la barra.
   -¿Cuál de ellos?
   -El moreno, el que no tiene expresión.
   -Pietro.
   -Sí, sí, eso ya lo sé, pero ¿Pietro qué más? ¡Ah! Ya recuerdo. Salía en el Corriere della Sera la semana pasada. ¡Vaya, vaya! Así que tenemos a un heredero interesante por aquí. Sí, sin duda, es él. Es algo como Pietro della no sé qué. Bueno, da igual. Tu amigo el músico no está mal tampoco, pero creo que no soy su tipo ¿Sabes? Te habrás dado cuenta supongo,  creo que tú tendrías bastantes más posibilidades.-Soltó una carcajada nada natural- A lo que iba: era della algo, pero no recuerdo qué. No importa, eso también les gusta ¿sabes? Que no les conozcas. Lo tengo comprobado.
   -No me importa
   -¿Cómo dices?-comenzó con una voz fingidamente inocente y como recitando- ¿Michael qué más? Pues no me suena ¿De Hollywood dices? Ni idea. Yo es que no voy mucho al cine ¿sabes?
   -En serio, me da igual.
   -Debe de ser un mundo tan frío- continuó implacablemente-. Tal vez puedas enseñarme algún día como es eso del cine. O tal vez podríamos dejarnos de tonterías e ir a follar, que me gusta más. Y ya está- concluyó volviendo a su voz habitual- Les toca su orgullo ¿sabes? Es muy fácil.
   -Me alegro- contesté cogiendo las cervezas y volviendo a la mesa.
   A partir de ahí la música no volvió a ser la misma. Era buena, pero ya está. Conforme seguía tocando me equivocaba más a menudo y, de vez en cuando, Marcello gritaba que iba borracho y todos reían.
   Finalmente todos argumentaron cansancio, yo sé que simplemente mi torpeza se hizo insostenible. La primera en marcharse fue Margarita. Se levantó desperezándose y, como si hablara consigo misma, dijo:
´  -¿Te importaría acercarme a casa, Pietro? Hace frío y la moto de Marco no es lo más apropiado para alguien que lleva un vestido tan corto.

   Aquella inocente pregunta  se calvó como un puño de hierro en mi estómago. Traté de mirar a los ojos a mi amigo, pero su mirada parecía esquivarme mientras ayudaba a Margarita a ponerse su abrigo. Repartieron gestos de despedida a cada uno de los presentes y ni cuando me dio una mano blanda y culpable me miró. Margarita, al contrario, exhibía una gran sonrisa juguetona cuando se acercó a mí para darme un beso y susurrarme al oído: “Nos vemos”. Nadie más se movió y yo me quedé mirando fijamente la puerta por la que acaban de salir, perdido entre las risas de los demás, nuevamente sintiendo que me encontraba tras un cristal muy grueso que me separaba de la realidad.

A.S.V.

lunes, 20 de enero de 2014

Miradas y disparos profundos

Al final del pasillo, tras la última puerta a la derecha, está la habitación más grande de la casa. En ella solo había un par de focos viejos y un viejo sillón. Un sillón que podría haber estado hace cien años en cualquiera de los salones del Hotel Ritz, y que hace ya un tiempo cayó en mis manos tras haber sufrido traslados, golpes y guerras , y tras haber estado en contacto con los tejidos más preciados del mundo. Hoy descansa solo en esa habitación vacía, de paredes mal pintadas. Hoy le acompaño yo, con la cámara sobre el trípode, y sobre él hay un cuerpo humano. Un cuerpo femenino que mira en silencio al objetivo mientras su pelo, pelo de cantante de soul trasnochada, rizado y alborotado, castaño rojizo, imposible, cubría su ojo derecho y la luz del sol frenada por las cortinas caía sobre su perfil izquierdo, marcando tímidamente mandíbula y pómulo. Se dejaban ver restos de pintura roja en sus labios.
Yo estaba seguro de que ella no era consciente de todo lo que provocaban sus párpados al inventarse una mirada de ojos rasgados en un rostro occidental. Una mirada que arrastraba tres palabras a mi cabeza: sensualidad, sobredosis y crueldad. Crueldad amable. Una forma de mirar por encima del hombro sin hacerlo de forma literal. Y también pasividad, cuando dejaba de mirarme.
Yo disparaba sin parar, inseguro en cada disparo, con la sensación de estar perdiendo el tiempo, desaprovechando oportunidades en cada fotografía. Pero seguía disparando. No tardé en arrancar la cámara del trípode. Cuando hacía eso era mucho más yo. Mis manos temblorosas pasaban a ser el trípode, un trípode más inseguro pero más auténtico, más dúctil y maleable que aquella diabólica estructura metálica.
Fue un uno contra uno precioso. No hubo palabras. Fue un diálogo de miradas. Yo la miraba incansable a través de la lente y ella miraba ésta y la humanizaba. Yo cambiaba de posición y ella también, aunque ella sin salir del sillón. Cada vez me acercaba más, aprovechándome de la confianza que me daba estar detrás de la cámara, mi escudo, mi disolvente contra la timidez. Ella se inclinaba hacia mí, dejando su cara a escasos centímetros de la serie de cristales redondos y gruesos que separaban nuestros ojos y manchaban y enfriaban su mirada. Y a pesar de todo llevaba toda la tarde hipnotizado. En situaciones así piensas que si estuviese en tu mano harías que una tarde soleada en París como esa durase toda la vida. Yo seguía disparando y ella seguía mirándome. Era un duelo y ella iba ganando, claramente. Capturé más de dos mil instantes en tres horas. Cuando acabó le enseñé algunas fotos y no dijo nada. Y entonces le pregunté.
-¿Qué tal?
-Bien, muy bien. Han quedado bonitas. ¿Y para qué las quieres?
Tardé en contestar, intentando pensar en una respuesta que no sonase a nada extraño.
-Son para mí. Estoy recopilando retratos, de amigos, de gente que me presentan, de personas que me encuentro por la calle y convenzo para que se sienten delante de mí… Tú eres una de las últimas.
Al final sonó todo un poco a enfermedad mental. A fotógrafo solitario y fracasado que busca gente con la que obsesionarse. Sonó a eso, pero afortunadamente mi vida no era eso.
-¿Y son todas chicas?
-¿Quiénes?
-Las personas a las que haces fotos.
-La mayoría sí. No quiero que pienses que es la forma que tengo de fabricar mis fantasías. Para nada. Yo veo personas y veo fotos, nada más. A la mayoría de las personas es muy difícil pensarlas en foto. Y hay otras que su cara es una foto constante. Y eso es lo que me pasó contigo.
Dije eso último sin mirarla a los ojos, jugando con la cámara, fingiendo estar arreglando algo. Ella me miró durante un par de segundos, y enseguida se dio la vuelta, y se sentó en el sillón para ponerse sus zapatillas y estirar sus medias oscuras.
No dijo nada más. Se puso de pie esperando a que yo colocase la cámara en el trípode  para que la acompañase hasta la puerta. Yo no sabía cómo alejar el momento de su marcha. No sabía qué decir, no sabía qué pensaba ella, tampoco sabía si quería saberlo.
-¿Te puedo hacer una pregunta?
-Claro.
Mientras se agachaba a coger el abrigo.
-¿Si fueses más valiente me habrías pedido ya que viniese otro día para hacer más fotos?
Sonreí y me tranquilicé porque aquel fue su golpe ganador. Y volviendo a ser yo, le contesté.
-Seguramente, sí.
-Vale. Ahora es cuando yo te digo que lo pensaré. Me ha gustado más de lo que tú piensas. El silencio que hemos hecho esta tarde durante la sesión da mucha más confianza que cualquier indicación profesional. Te he visto sonreír tras la cámara. Tú me has visto sonreír a mí, y cada vez que sonreías te acercabas más a mí.
-¿Qué intentas con todo esto?
-Nada, solo quería explicarte por qué te voy a dar las gracias ahora. Así que muchas gracias.
-De nada.
Sonreí como un estúpido, pero mi sonrisa no tuvo respuesta. Cada palabra que salía entre sus labios era una reacción química muy extraña que mezclaba frialdad y sinceridad en su máximo exponente.
-No hace falta que me acompañes a la puerta.
Y cuando se disponía a cruzar la puerta hice un gesto que inmediatamente me convirtió en lo que siempre había querido ser. La agarré del brazo que abría la puerta.
-Es que quiero acompañarte.
Y sonó sincero y amable. Sonó como tenía que sonar, y como quería que sonara. Y la acompañé a la puerta y ella se despidió sin decir una palabra más, tras intentar ocultar la sonrisa que le había provocado mi arranque de disminuido sentimental.
Se despidió con un solo beso en mi mejilla izquierda. Y aquella noche, ya tumbado en mi cama, la recordé y le di las buenas noches, en silencio y entre paréntesis.

jueves, 16 de enero de 2014

Elegía de vidrio

En memoria de José Luis Simón, por sus versos

Quedó en la noche tendido un cocodrilo de luto
y una ardilla trepó a la nube de sus ojos amarillos
para secarle las lágrimas con panecillos de cobre.

Quedó prendido de una estrella ciega
con las patas colgando, casi rozando un rascacielos,
y las ranas trataban de esquivarlo
para no perderse en su migración hacia el polo.

Contuvo la respiración la luna
sacando un alfiler de lino y hojalata
y furtiva y traicionera en la noche de morralla
deshizo punto a punto la tersa barriga de pana.

¡Ay luna infame! ¡Ay luna lunera!

¡Quién pudiera atraparte y moldearte!
Y hacer con tu halo un collar de latón.

¡Ay luna triste! ¡Ay luna espejo! ¡Ay luna lunera!

¡Quién pudiera ser la sombra del brillo
marchito que riela en los ojos dorados
del cocodrilo que duerme, enlutado y vacío!

¡Ay luna cobarde! ¡Ay luna indiferente! ¡Ay luna envidiada! ¡Ay luna lunera! 



A.S.V.

lunes, 13 de enero de 2014

¿Tú por qué escribes?

Porque muchas veces la realidad es insuficiente o las posibilidades escasas y escribir es la forma que tenemos de completar esas carencias, de ampliar nuestros horizontes y llevarlos a lugares inimaginables. Unos segundos bastan, unos trazos en un papel, para alejarnos del mundo y de nosotros y, al mismo tiempo, respondernos las preguntas que no hemos tenido el valor de formularnos e indagar en los aspectos más profundos e intrincados de una realidad que se escapa al simple proceso del razonamiento.
Para cambiar mi mundo o mi ser al tiempo que lo fijo y comprendo de una forma tan sencilla como el movimiento. Por esto escribo, por esto leo. Y esto necesita un ejercicio de reflexión tan complejo como la propia escritura. Empezando por lo más sencillo del proceso (¿Qué busco, qué quiero expresar? ¿Una idea? ¿Un concepto? Teatro ¿Un sentimiento? Poesía ¿Un personaje? ¿Un lugar? ¿Una escena? Prosa), hasta lo más complicado: ¿Quién soy? ¿Qué quiero decirme? ¿Quién es realmente este personaje? ¿De qué tengo miedo?
No escribo para evadirme de un mundo en ocasiones aburrido o doloroso, sino para saber quién soy, quién he sido y, por encima de todo, quién quiero llegar a ser.
A. S. V.

Porque es gratis, porque es difícil, y porque puede ser muy cruel. Porque en una hoja en blanco cabe cualquier cosa. Escupes sobre ella un millón de veces y nunca se queja.
Escribo porque escribir desahoga. Porque te descubre cosas que nunca te descubriría una frase que solo está en tu cabeza. Porque hay pocas cosas más agresivas, y más auténticas, que un pensamiento o un sentimiento plasmado en un papel. Escribo para escuchar críticas positivas, para que me molesten las críticas negativas. Y reescribo para borrar las críticas negativas. Escribo porque me lo creo. Porque creo de verdad que puedo conseguir hacer la historia que siempre he querido leer. Ese fue el primer objetivo y creo que lo sigue siendo. Una historia muy grande hecha de cosas muy pequeñas.
Y entretener. Y que la gente me imagine escribiendo las cosas que luego ellos leen. Que imaginen lo que me pasa por la cabeza antes y después de escribir cada palabra. Escribo porque me quiero ganar el derecho a escribir. Escribo porque me encanta saber que gente cercana a mí también escribe o ha escrito algo alguna vez. Porque me encanta saber que tengo a gente que disfruta con lo que hago. Y si no es así, entonces escribo porque me mienten.
Escribo porque no me pagan. Escribo porque me cuesta leer, y para que me cueste menos leer.
Y escribo por cosas y por personas. Y porque escribir mola.
J. L. M.