miércoles, 31 de julio de 2013

Perros III

Imaginad a un treintañero que vive solo y no tiene familia cercana. Trabaja de bedel en una universidad, aunque es licenciado en Psicología. Un día desaparece. Un día le secuestran. Una persona normal, con un trabajo normal, con una vida normal. El secuestro es por la noche. El secuestrador es un chico un poco más joven que el bedel, es muy delgado, y su cara parece recién salida del reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil. El secuestrador no sabe que el secuestrado es más peligroso que él. En el interior de las puertas de los armarios de la casa del bedel, hay fotos de chicas de la universidad. Fotos de muy baja calidad, hechas con uno de los primeros móviles con cámara incorporada. En el interior de todas las puertas de todos los armarios, y otras tantas guardadas en cajas debajo de su cama. Seguía a cada una de las chicas hasta sus clases. Apuntaba la hora de cada clase, estaba siempre atento esperando a que alguien la llamara por su nombre. En el reverso de cada foto estaba el nombre y la hora de la primera y de la última clase de algún día de la semana. Tenía una agenda en la que apuntaba a qué chica le tocaba seguir cada día. Alguien ha secuestrado a este enfermo, que mira ahora por la ventana de un coche que huele a nuevo. Va atado de pies y manos. Lleva los ojos al descubierto y está amordazado. No mira en ningún momento al conductor, pero este no para de mirar al retrovisor. Mira sin parar, sin saber que ha secuestrado a un hombre que planeaba iniciar una serie de desapariciones de chicas de primer año en la facultad de Medicina. La desaparición llevaba incluida violación, y en casos de extrema belleza, asesinato con violencia. Un hombre que desprecia la belleza, ansioso por borrar del mapa la causa que provoca su odio más profundo. El secuestrador ignora todo esto. El secuestrador no sabe que la decisión de matar al bedel dos días después de raptarle en la puerta de su casa, había salvado la vida de muchas chicas que saludaban todos los días a este enfermo. Los secuestrados pueden ser malas personas, pueden ser personas peligrosas. Los secuestradores pueden odiar la vida que llevan. Pueden ser arrastrados por la desesperación extrema, hasta llegar a querer entrar en la cárcel y empezar de cero. Pueden hacerle un favor a la sociedad tomando la decisión de acabar con la vida de un despojo humano, un ser capaz de causar mucho más daño del que causaría su secuestro. Nadie piensa nunca que una persona secuestrada desea huir de su vida, desea terminar con todo.
Nadie piensa que la pequeña Grace Budd odiaba su vida. Nadie piensa que no le importó morir. Nadie piensa que quería morir. No, nada de eso. Grace era una niña adorable y buena, con un gran futuro, casada con el hijo del señor Smith, o señor Johnson, o señor lo que sea, que empezaba a trabajar en las oficinas de Standard Oil. La pequeña Grace iba con su madre a comprar fruta a los puestos de Mulberry Street, y siempre regalaba sonrisas a los tenderos.
Todo era maravilloso hasta que Albert Fish se la llevó a una casa vacía. Albert se desnudó y le dijo a Grace que ya podía subir. Grace estaba esperando fuera. Grace llegó arriba y no encontró a nadie. Albert salió de un armario, desnudo. Grace empezó a llorar, vestida. Intentó huir escaleras abajo, pero Albert la atrapó. La mató y se la comió. Más tarde comentó algo sobre su dulce y tierno culito. Grace nunca pudo decir si Albert la violó antes de matarla. Grace nunca pudo decir si se alegró de que Albert decidiese acabar con su vida. Grace nunca pudo decir si para ella la muerte fue una liberación. Pero nadie pensó eso. Grace era una niña dulce y tierna. Dulce y tierna. Albert era un caníbal, un demonio mentiroso y enfermo. Grace murió por fascículos. Albert murió en una de las sillas eléctricas del Estado de Nueva York.
El viejo se sentaría en la silla sonriendo, despertando los nervios del guardia barrigón que ajustaba las tiras de cuero que sujetaban sus muñecas. El guardia barrigón le insultaría entre susurros, porque además de guardia barrigón era padre de una niñita llamada Martha, que tenía los mismos años que la dulce y tierna Grace. También se llamaba Martha la primera mujer que murió atada a una silla. El guardia apretó fuerte, se apartó de Albert, y Albert tembló. Tembló en una silla igual a las que tenían en Ohio o en Texas. Cuando digo igual quiero decir que cuando actuaban el resultado era siempre el mismo: un cuerpo cuyo proceso de descomposición había sido acelerado.
Sufrirían muchos en Nueva York, sufrirían muchos en Ohio, o en Luisiana. Sufrirían muchos en Texas. En Texas, antes de ejecutarte te llevarían desde el lugar de detención, que podría ser Big Spring, hasta una prisión en El Paso, por ejemplo.
Recorriendo la ruta número veinte los dos policías que te acompañan deciden parar en un bar de carretera. Un bar en un área de servicio prácticamente abandonada. Tú bajarías con ellos y caminarías siempre entre los dos. Suelen parar en ese bar cuando llevan a alguien que va a temblar. Muchos de los que fueron ejecutados en aquellos años en Texas podrían haber pasado por allí. Muchos de los que serán ejecutados en Texas, en una prisión en El Paso, podrían pasar por aquel bar. La última copa antes del último escalofrío. En todo Texas se hablaba de ese lugar. Los que temían por ser arrestados y ejecutados tenían pesadillas con ese lugar, aunque la mayoría no lo hubiera visto jamás.
El bar que aparecía en sus sueños era un lugar seco, con miles de botellas sin etiquetar, con un almacén similar a la bodega del pirata Henry Morgan, con la barra de madera vieja, llena de inscripciones idénticas a las que se ven en los troncos de los árboles, y con una réplica de la silla eléctrica de El Paso colgando del techo. En cada estado había una historia parecida. En Nueva York, el bar de la muerte estaba de camino a la prisión de Sing Sing, y también había una réplica de la silla eléctrica colgando del techo, al lado del ventilador. Las réplicas colgando del techo solo las veían los hombres que iban a ser ejecutados. Era una alucinación eléctrica.
El bar con el que soñaban los hombres asustados de Texas, el bar donde una silla eléctrica de cuarenta centímetros colgaba del techo, estaba en la tercera calle a la izquierda.
El bar con el que soñaban los hombres asustados de Nueva York, el bar donde una silla eléctrica de cuarenta centímetros colgaba del techo, estaba en la tercera calle a la izquierda.
El bar con el que soñaban los hombres asustados de Ohio, el bar donde una silla eléctrica de cuarenta centímetros colgaba del techo, estaba en la tercera calle a la izquierda. En NUESTRA tercera calle a la izquierda. En NUESTRA tercera calle a la izquierda había un bar. El Dillinger’s.
Escrito con letras de western encima de la vidriera.
J. L. M.

lunes, 29 de julio de 2013

La derrota

   Hoy tampoco ha llenado. No importa, hace años que el local se presenta, noche tras noche, medio vacío; siempre las mismas personas, las mismas caras cansadas mirando al suelo, las mismas vidas desmigajadas, parcialmente ahogadas en cerveza, manoseadas y chupadas como las cáscaras de pipa que alfombran el antro. Hoy las caras han cambiado, la juventud ha reclamado su lugar, pero él no puede verlo, pues se encuentra de cara al piano, de espaldas al mundo. Se demora lo máximo posible, necesita fuerzas, el viaje nunca es fácil. Cada noche lo mismo. Finalmente, una voz grave le susurra al oído: “Vamos maestro, no los haga esperar más, que se cansan”. Yo también me canso, piensa. Sin embargo, respira hondo y se zambulle entre el marfil.
   Una nota, dos, la melodía se hila, flota, le revuelve el escaso cabello que le queda y envuelve a los jóvenes que, resguardados tras las mesas astilladas, no pueden contener una sacudida cuando la música los toca, cuando las notas los traspasan y desnudan. Es, como desde hace años, una melodía triste, tan dulce y cortante como la derrota. No porque se sienta derrotado, sino porque la derrota es a lo único que aún aspira. Ve, por el único ojo que le queda sano, las teclas bailando bajo sus dedos, después las maderas rotas del piano, por entre cuyos huecos se cuela el pasado, derramándose como un río sobre su piel carcomida por los años, revitalizando unas manos que ejecutan un acto mecánico, como si de un autómata se tratase, nada más un muñeco de cuerda capaz de interpretar la más bella melodía cuando se le pone en marcha. Antes, cuando era capaz de empuñar un violín o una guitarra sin que sus manos temblaran, solía cantar, pero hacía años que su potente voz se había vuelto un graznido áspero y sus dedos un mecanismo de relojería perfectamente sincronizado con el piano. Ahora callaba y dejaba que otras voces le susurrasen al oído mientras tocaba, voces de un pasado ya irrecuperable. Venga, decían cruelmente las voces, tan solo un vistazo no puede hacerte daño, levanta los ojos por encima del piano. Al final siempre cedía, siempre aceptaba el fracaso y alzaba los ojos. Allí estaba, fijo en la pared, mirándole con insolencia desde el otro lado del espejo. Siempre rezaba por encontrarse frente a frente con un viejo de sienes plateadas, cara de tortuga y un solo ojo destapado, pero rara vez esto ocurría.
   Esta noche lo mira aquel joven que ya conoce: el pelo negro sobre la frente, el rostro ancho y cuadrado, la barba rala y en el fondo de los brillantes e intensos ojos verdes imágenes de una violenta lucha a muerte perpetrada sobre un colchón desgastado. Las imágenes parecen burlarse del anciano con su desgarradora claridad. Los mentones afilados chocando, las incipientes barbas rozándose, las  bruscas caricias, los torsos entrelazados, los violentos besos… Y ya es irrevocable; el anciano se hunde en aquellas pupilas como antes se ha sumergido en la música.

  Manuel… bueno, ahora monseñor Manuel Prizzi , parece una broma ¿y qué? Al fin y al cabo éramos jóvenes. Tal vez los dos siempre supimos que se acabaría;  por eso nos devorábamos cuando nos veíamos, por si era la última vez. ¿Te acordás todavía de mí? Hace tantos años… ¿Te acordás todavía de cuando eras mozo de puerto? ¿Te acordás de aquel joven que tocaba la guitarra allá por las plazas, de nuestro rincón en aquel barrio gris y sucio a orillas del río? Necesitábamos tan poco para ser felices… Y eso que por aquel entonces querernos era pecado, pero no nos importaba, ni siquiera a ti, con lo religioso que eras. Nunca vi una fe tan grande. Por eso no me sorprendió que te largaras para el seminario y lo echaras todo por la borda. Claro que eso fue después de la guerra. La guerra cambió tantas cosas... No sé si te acordás pero yo estaba en Praga viendo morir a papá cuando me llegó tu carta. No puedo decir que me sorprendiese, pero después de la vergüenza por lo de mi hermano, de la enfermedad de papá y de todo lo que pasamos en Praga con la guerra fue lo que acabo de desarmarme. Lo demás tal vez lo sepas: la vuelta a casa y de nuevo otra vez a Europa, cuando todo había pasado. Dejé de tocar en las plazas y entré en el conservatorio. ¡Y tú que decías que mi música no podía darnos de comer! Al menos a mí sí me dio el pan. Lo demás salió en los periódicos, no sé si llegaste a leerlos alguna vez, nunca te importaron las cosas mundanas. Pero fue muy sonado, ya lo creo. Una carrera meteórica, París, luego una mujer, la gran maestra del siglo al piano la llamaban. Para mí no era más que Mercedes, pero yo para ella nunca fui solo Pablo… El resto no creo que lo hayas oído, salió en los tabloides y la prensa rosa. El divorcio, el frcaso, el alcohol… Y ahora ya ves, el mozo del puerto podría haber llegado incluso a papa si no fuera tan viejo y a la gran promesa del piano solo le queda un antro lleno de humo y  pipas  los mismos fracasado de siempre que no se cansan de escuchar la misma melodía, un ojo inservible, muchas facturas por pagar y el vago recuerdo de un hijo que hace años que no le habla… No sé si te acordás, pero a mí esos años todavía me sirven de tabla cuando las aguas se ponen turbias. Bah, no me hagás caso, seguramente estoy desvariando. De hecho ni siquiera podés oírme. Estoy hablando solo, como siempre, repitiendo las mismas palabras durante años. Lo que realmente me rompe es que ni siquiera ahora, después de todo, puedo permitirme el lujo de la derrota. No puedo siquiera ser libre. Y eso que…

   Las aguas se rompen, la melodía se ha acabado. Primero emerge la cabeza, intentando respirar entre el mar de humo, después el resto del cuerpo. Ahora otro mar lo envuelve. Los jóvenes que de forma excepcional han acudido al antro aquella noche han roto en aplausos. Algunos incluso, los más duros, lloran desarmados, desnudos. El viejo se ve en sus rostros, todos ellos son él mismo hace tantos años ya… Entonces comprende: aún no es tarde, aún puede saborear la derrota con la que sueña hace tantos años. Agradeciendo la ovación sale del bar  sin mirar atrás. Cruza la calle, ahí hay una cabina. Descuelga. Los ojos le arden cuando pronuncia el nombre con voz temblorosa.

   -¿Manuel?

   La voz que responde también está cortada.

   - ¿Papá?

  
A.S.V. 

sábado, 13 de julio de 2013

Emesis V. Una primavera, dos días antes de morir.


23 de marzo de 2012

Llegué agonizando. Cansado de cansarme durante todo el día. Me la encontré sentada delante del sofá, en ropa interior. Le sangraba la nariz, y estaba rodeada de restos blancos. Había una pequeña cara sonriente en la mesa.

Se estaba agotando.

-Vamos a la cama.

-Dame un beso.

-Tienes bigote blanco.

-Tengo mucha sed. Y veo muchas cosas azules.

-¿Dónde?

-En todas partes.

-No hay nada azul.

-Vamos a follar.

Eran delirios de poeta surrealista. Tardé en contestar.  Pero no tuve fuerzas para decir no.

-Venga, vale, follamos.

Aquel día nos había fulminado. El cansancio y el ácido. En una situación como esa, solo queda el “sí a todo”.

Fuimos a su habitación. Siempre era en su habitación. Iluminada por los reflejos multicolores que el sol prestaba a las nubes cada tarde de mayo. La llevé de la mano, casi arrastrándola. Con sangre seca mezclada con restos de blanca bajo la nariz. Se tiró en la cama boca abajo, y yo sobre ella. Y empezó el baile. Un baile terapéutico.

-Marco, ¿para ti, qué soy yo?

-Los restos de todo.

Me abrazó, con los delirios de viernes por la noche totalmente derretidos, y se durmió. Y así acabamos aquella noche.

Al día siguiente dijimos buenos días a las dos de la tarde. Nuestro desayuno/comida fue de patatas fritas con ketchup, media pizza quemada y Heineken. Siempre Heineken.

Todo apuntaba a tarde alcoholizada filosofando en el sofá, y a anochecer de rehabilitación en nuestra terraza, con la puesta de sol reflejada en el otro lado de la calle.

-¿Te acuerdas de la última vez que follamos?

-¿Por qué te gusta tanto hablar de sexo?

-Porque a la gente le cuesta mucho hablar de sexo, porque la gente lo considera grosero, simple y vulgar, y eso me encanta.

-Creo que hace algo menos de un mes.

Le contesté con resignación mientras se encendía un cigarro. Todas las mujeres deberían fumar. A todas les queda bien un cigarro en la boca. Una calada de una mujer a un cigarro es sensualidad en una de sus máximas expresiones. Un instante del que merece la pena ser testigo.

-Me encanta cuando lo hacemos. Es libertad pura.

No sé si esperaba respuesta.

-A mí me encanta cuando acabamos. Cuando te duermes. Cuando te cojo la mano y me quedan restos blancos.

Me sonrió.

-¿Abrimos la ventana?

-Como quieras.

-Quiero que esté abierta.

Estiré el brazo  hasta llegar al mango de la ventana y tiré. Dejamos entrar un fuerte viento acompañado de polen y tubos de escape. Se oía el silencio de sobremesa.

-Nunca te doy las gracias por cuidarme.

-Porque sabes que no hace falta. Fui yo quien decidió traerte aquí. Tú no lo pediste.

Los días después eran como empezar a vivir desde cero.

-¿Te das cuenta de que vivimos al margen del mundo?

-Me doy cuenta de que vivimos como queremos vivir.

-Sí. Independientes. Es poético; vivir al margen de un mundo tan invasivo, del que es tan difícil esconderse. Lo malo es que nada es infinito.

-Las almas son infinitas. Las almas no se degeneran. No se drogan, y no mueren.

-Pero las almas no se ven.

-Pero se sienten. Las cosas que merecen la pena se sienten.

Heineken empezaba a hacer efecto. Encendí un cigarro.

-¿Tú me quieres?

-Claro.

-¿Seguro?

-Seguro.

-¿No me utilizas para follar?

-¿Estás loca?

-Sabes perfectamente que estoy loca. Júrame que me quieres.

-Llevo tu nombre marcado en la mano.

-Júrame que nunca me vas a dejar.

-Te lo juro. Te quiero.

No recordaba mi último “te quiero”. Tampoco recordaba un abrazo suyo tan intenso como el que me dio en ese momento. Mi hombro se llenó de lágrimas.

-¿A qué viene todo esto?

-A que no quiero estar nunca sola, ni siquiera cuando esté muerta. No quiero que mi cuerpo se deshaga solo. Quiero helado de chocolate.

Llevaba un buen rato sin parpadear. Se supone que tendría que estar acostumbrado a estas situaciones, pero nadie está preparado para vivir con alguien así. Dejó de abrazarme y su mirada se perdió.

-¿Qué coño soy yo?

No supe contestar. Estaba ocupado anudándome la garganta. Su mirada seguía perdida. Las lágrimas huían de sus preciosos ojos verdes.

-Yo me vestía de princesa. Me sonríen las pastillas. Escapo en rincones oscuros. Me pica todo el cuerpo. Sueño que se me cae el cielo encima. El mundo me ha olvidado. Mi alma está olvidada. Mis piernas tiemblan. Me he tirado al suelo llorando y sudando, a recoger polvo con la nariz. Mi alma se escapa por el interior del codo. Y me estoy acabando.

-¿Quieres ducharte?

Tardó en contestarme.

-Vale.

La acompañé hasta el baño, y tras cerrar la puerta, me fui a la terraza. No podía evitar imaginar su silueta dibujada en la cortina de la ducha. Estuvo una hora encerrada en el baño. El mismo tiempo que estuve yo en la terraza, pensando demasiado y fumando demasiado.

-Habría que santificar las duchas. Están muertas y hacen milagros.

-¿Estás mejor?

-Sí, claro.

-No deb…

-¿Qué?

-Nada. No era nada.

Se sentó en su sillón de mimbre. Estiró el brazo para coger un cigarro y empezó el juego del silencio, cinco minutos de silencio de rehabilitación.

-Tenemos que irnos de viaje. Esta ciudad nos está secuestrando. Esta calle nos está secuestrando.

-¿Dónde quieres ir?

-A París.

-¿Otra vez?

-Sí, claro.

-Pero ¿para qué?

-Ya he estado tres veces antes, ya he visto todo lo que se supone que hay que ver, he cumplido con todos los “recorridos con encanto” que marcan las guías turísticas. Quiero ser de París durante una semana.

-De París durante una semana.

-Sí. Una semana.

-Vale, pues nos vamos.

Un viaje decidido en un minuto.

-Quiero helado de chocolate.

J. L. M.

martes, 9 de julio de 2013

Una historia de verano


Su pelo llegaba a acariciar el final de su espalda. Su pelo era muy rubio, y en verano solo llevaba ropa blanca. En verano era un ángel. Tenía la piel machacada por el sol, desafiando al melanoma que acechaba cada día. Aunque allí el sol nunca fue mortal y nunca lo sería.

Se sentaba en el alféizar de la ventana todas las tardes, esperando que lloviera para mojarse los pies. Pero en verano llovía menos, por eso sus pies acababan secos casi todos los días.

Ahora está sentada en el alféizar de la ventana, y mira el jardín que está detrás de la casa. Simplemente está pasando el rato. Disfrutaba mucho del silencio que había en ese momento. Tocaba con los talones los ladrillos viejos, ásperos y duros. Veía cómo seguían cayendo gotas, restos de la tormenta de la noche pasada, desde las últimas hojas de la hiedra que cubría la parte posterior de la casa. Jamás lo había pensado, pero en ese instante se dio cuenta de que las ramas del majestuoso olmo que ocupaba el centro del jardín pasaban muy cerca de la casa, llegaban algunas a acariciar las paredes, e incluso algunas hojas minúsculas se colaban por las ventanas.

Camina ya por las rugosas ramas de aquel monstruo vegetal, y quiere llegar lo más alto posible. Lo intenta de mil formas diferentes, siente cómo la corteza se clava en las plantas de los pies, y le gusta. El árbol comienza a ser más inestable, pero ella continúa subiendo.

Y por fin posa sus pequeños pies en la rama que le permite sacar la cabeza fuera de aquella galaxia de hojas y madera.

Durante un par de segundos le molesta la luz en los ojos.

Sacar la cabeza entre las hojas y contemplar esa maravillosa ciudad era como cruzar las puertas del cielo.
Conocía la ciudad pero aún así estuvo un buen rato mirando, y no encontró nada que mereciese ser mirado más de dos segundos.

A través de las ventanas se puede ver la naturaleza más pura y real de las personas, que no son conscientes de que la intimidad termina cuando retiras las cortinas. Detrás de las ventanas ocurren cosas muy interesantes. Son películas que duran eternamente. Grabadas en plano fijo.

Nada lucía de forma interesante cuando la chica sin zapatos se asomó por la copa del árbol en busca de algo digno de ser observado.

Las ciudades grandes son fascinantes no por sus grandes monumentos, sus plazas faraónicas o sus jardines imperiales, sino por los pequeños detalles. Las pequeñas cosas. Y la chica del vestido blanco encontró una pequeña cosa en una de las pequeñas ventanas que subrayaban la jungla de chimeneas que había en los tejados grises. Encontró un señor mayor tirando papeles a la calle. Todos los papeles que arrojaba parecían tener algo escrito.

Era fácil en aquel momento del día llevar la cuenta de las personas que caminaban por esas calles.

Seguía tirando papeles. Sacó incluso un cajón lleno de pequeños trozos de papel, todos ellos del tamaño de un paquete de tabaco, y también repletos de palabras, y los lanzó a la calle de una vez, como si estuviese defendiendo la muralla de Jerusalén lanzando calderos de aceite a los árabes. Lanzaba papeles de forma obsesiva. Miles y miles de pequeños textos.

Se preguntó inmediatamente qué pondría en todos esos papeles. Quién sería aquel hombre. Entonces bajó del árbol y salió a buscarlos.
J. L. M.

lunes, 8 de julio de 2013

Cae el telón

   Último acto. Odette corre desesperada al lago. El engaño de Rothbart ha sido descubierto. Por el pasillo, Mrs. Beckett avanza llamando a las puertas de los residentes rezagados; es la hora del desayuno. En el escenario del descomunal teatro Bolshói Odette llora desconsolada ante sus amigas cisnes la pérdida de Sigfrido. Pronto, muy pronto, se sumergirá en el éxtasis de la muerte y en las mareas de aplausos. Clap, clap, clap. Toc, toc, toc. “Alfred, ha vuelto usted a quedarse dormido. Dese prisa o no llegará a probar la mermelada”. El teatro entero contiene la respiración, acaba de entrar Sigfrido, pero nadie le presta atención. Han venido a verla a ella, a Margaret Lavish. “Buenos días Laura, ¿Has visto a Maggie?”. “Buenos días Mrs. Beckett. No, creo que sigue dormida”. Resulta maravilloso contemplar cómo se mece en el aire, apenas sin esfuerzo, como si no existiera la gravedad. Veintiún años, la primera bailarina más joven de la historia del Bolshói y, sin duda, la mejor; capaz de atrapar a unos espectadores desprevenido con sus giros y atraerlos hacia ella, hacia las inmensas profundidades del ballet, de las que ya no podrán escapar mientras vivan, aunque no sean capaces de darse cuenta. Tan sólo veintiún años. “Arriba Robert. Ya no tiene usted edad para quedarse durmiendo hasta tan tarde”. “Cuando uno llega a los ochentaisiete, como yo, debería poder quedarse en la cama hasta la hora que le dé la gana”. “No mientras yo mande aquí. Venga abajo sin rechistar, perezoso, que sólo quedan usted y Maggie por bajar a desayunar”. “¿Con esta cadera pretende que baje yo sólo todas esas escaleras, hija? ¡Ay, señor! Con lo que han aguantado estos pobres huesos y míreme ahora donde estoy. Desde aquella cornada no he vuelto a ser el mismo. ¿Le he contado alguna vez, Mrs. Beckett, que toreé en la Monumental con tan sólo diecinueve años?” “Muchas veces, Robert. ¿Qué le parece si le ayudo a bajar al comedor mientras me lo cuenta otra vez?” Nuevamente Rothbart ha roto la escena. Ella no puede, pese a las veces que ha representado aquella escena, contener un escalofrío. Se acerca una lucha sin esperanza. Una lucha muda y agónica, orquestada por los músicos del foso, que tejerán el monstruoso lazo que habrá de llevar a los dos amantes al suicidio, conduciéndolos con su cruel melodía hacia las profundidades del lago, como la escalera central conduce a Robert y a Mrs. Becket al comedor. “Cerraba la tarde Manolete, pero yo fui el gran triunfador ese día. ¿Puede creerlo? Tan sólo diecinueve años y hacerle sombra al gran Manolete. Yo, un muchacho extranjero, eclipsar al maestro”. Y de espaldas al escenario, como negándose a presenciar el brutal momento, el maestro, el hombre que, ajeno a la desgarradoramente armónica lucha, dirige el destino de los dos amantes. Él también fue una joven celebridad, como ella. Contaba con apenas veinticuatro años cuando fue nombrado director de orquesta del Bolshói. Impasible, el joven maestro Igor Limónov, el otro Sigfrido, el de más allá del teatro, conduce a su querida Odette a la desesperación. En el último instante, no puede evitar que su batuta tiemble de forma casi imperceptible, como un conato de rebeldía contra el terrible destino que les aguarda a su Odette y al otro Sigfrido. Pero nada puede detener lo inevitable y los dos jóvenes entran finalmente en el lago, a donde son arrastrados por la indolente melodía, predispuesta desde el principio a dejarse arrastrar por la muerte. Abajo, los ancianos se quedan sin aliento, expectantes, como cada vez que Mrs. Beckett entra por la puerta principal del comedor. Ella avanza agarrada al brazo de Robert con una sonrisa tranquilizadora. Cuando abandona el comedor, tras dejar en su sitio a Mr. Brown, todos respiran aliviados. En su mente, como en la de Mrs. Beckett permanece, como grabada a fuego, la última vez que entró por la puerta principal durante el desayuno, dos meses atrás. “El señor Limónov no ha logrado superar su derrame. Esta es una gran pérdida para todos, especialmente para Maggie, que acaba de salir para velarlo. Es probable que durante los próximos días, la residencia se encuentre más ajetreada de lo normal. Muchos querrán venir a dar su apoyo a Maggie, por su pérdida. No sólo familiares y amigos, también admiradores e incluso la  prensa. Confío en que todos podáis llevar esta situación lo mejor posible y, sobre todo, que mostréis a Maggie vuestro más sincero apoyo y demostremos el cariño que le tenemos y que le hemos tenido tanto a ella como a Igor”. Esas fueron sus palabras, insuficientes, desapasionadas. Una pasión estática toma el teatro cuando el malvado Rothbart muere, víctima del sacrificio de amor de los dos jóvenes. “Miro a la muerte a la cara” cuenta Robert a sus compañeros de mesa. “El descomunal morlaco se para frente a mí con sus grandes ojos clavados en los míos”. Los demás cisnes se ven de pronto liberados de su hechizo, como si la música tejida por el maestro Limónov los despertase de un profundo sueño. “Habíamos estado jugando al ratón y al gato, pero ambos sabíamos que ese era el momento definitivo. Más que toreando, parecía que hubiésemos estado bailando. Qué elegancia, que frenesí. Pero el baile había acabado, llegaba la hora de la verdad y, por el rabillo del ojo, veía ya asomar la punta de los pañuelos. Toda la plaza estaba entregada”. El público se inclina inconscientemente hacia el escenario. Presienten un final que no quieren que llegue. “Es el final. Hombre y toro frente a frente. El tiempo se detiene”. Mrs. Beckett sube las escaleras, mientras comienza sentir la tenue música que toma los pasillos silenciosos. Igor contiene la orquesta, forcejea con la música, pretende detenerla, cortarla con su batuta como si fuese un cuchillo. Teme el final, verlos saludar juntos, sonrientes. Él es Sigfrido, pero el otro no lo sabe. El otro ha muerto, se ha sumergido en el lago con Odette. No debería salir jamás de esas aguas. La música viene del fondo del pasillo, del cuarto de Maggie. “Picarona” piensa Mrs. Beckett, “yo creyendo que duerme y resulta que sólo está soñando despierta, recordando tiempos mejores”. Hebert y frank, los compañeros de Robert, esperan impacientes el final de una historia que ya saben, pero que sigue fascinándoles. El público se inquieta, se asoma al final y le horroriza abandonar la mágica calidez del teatro, de los giros de la gran Margaret Lavish. Nadie osa moverse. “No se oía un alma, todos esperaban la estocada final”. Ha llegado a la puerta del fondo; alarga la mano. “Agarro con firmeza mi capote. Adelanto el pie. El morlaco espera”. Igor saborea los últimos acordes. En el escenario, Odette realiza los últimos pasos, de una belleza sobrecogedora. Toc, toc, toc. “Maggie, la hora del desayuno”. “La tela del capote se agita”. Igor levanta la batuta, dispuesto para el último golpe. “Alzo el estoque mientras el animal comienza a avanzar”. Mrs. Beckett gira el pomo. Cae la batuta, la música coge impulso. “Siento como el acero se clava en el negro lomo, rasgando los músculos”. El último paso, levanta la pierna. “No eran sus músculos, eran los míos”. El pie, enfundado en sus zapatillas blancas de ballet pierde el punto de apoyo. “He puesto el pie dos centímetros adelantado”. Un golpe de muñeca y la melodía estalla. Odette tropieza en el preciso momento en que Mrs. Beckett abre la puerta. “El asta me atraviesa el costado”. En su caída, la cabeza con su tocado de plumas encuentra la mesilla. En el comedor nadie escucha el grito de Mrs. Beckett ni la cabeza inerte de Maggie Lavish golpear el suelo de su habitación, pues Hebert y Frank aplauden con entusiasmo el fin de la historia de Robert. El público del Bolshói enloquece, se deshace en aplausos. La gran Margaret Lavish, la más joven primera bailarina del ballet ruso, saluda. Más allá del escenario la espera Igor, su Sigfrido. El telón cae.

A.S.V.

sábado, 6 de julio de 2013

Estramonio


-Imagina que nunca recordaré cómo llegué a ese lugar. El suelo estaba húmedo y cubierto de hojas quemadas que se clavaban en mis pies hasta que recibí un golpe detrás de la rodilla y caí. Noté cómo se enfriaba mi rodilla izquierda. Seguramente el suelo punzante habría rasgado la piel. Me vino a la cabeza durante un par de segundos la imagen de los insectos más repugnantes y putrefactos que habitan la Tierra entrando en mi cuerpo a través de aquella pequeña herida, que parecía ser el inicio de la praxis, cobrando esta palabra su sentido más físico y visceral. Arrodillado frente a una hoguera de la que salían volando rostros de mujeres preciosas, noté cómo un dedo áspero y grueso empezaba a tocarme la espalda. Parecía estar dibujando, con un líquido de color negro. Oler aquel líquido era como oler la sangre de tres millones de ratas muertas hace cien años, mientras está siendo vertida a por tu espalda. Sabía que era negro porque caían gotas desde mis hombros hasta cubrir el pecho. Al otro lado de la hoguera se podía ver una figura humana que llevaba muchos años esquivando la muerte. Se movía despacio. Sus rasgos faciales habían desaparecido entre surcos torcidos. Solo se distinguían los ojos rojos, incandescentes y hundidos, que me miraban sin apenas parpadear, y que brillaban diabólicamente tras la hoguera. Rodeó el fuego y se puso delante de mí. Era un ser de muy baja estatura. Yo estaba de rodillas y no tuve que levantar la mirada para ver esos ojos por los cuales seguramente me miraba algo. Algo. Seguramente desde el más oscuro de los infiernos. El dedo áspero seguía moviéndose por mi espalda, cubierta casi por completo por aquel líquido que empezaba a formar costras en mis hombros y en cada vértebra. Quedarían todas perfectamente marcadas con pintura negra y seca, como si se tratase de la piel del cocodrilo o de una armadura oxidada. El dedo dejó de pintar. A mí se me caía la mandíbula. No tenía fuerzas para morir. Solo era consciente de que me habían drogado. Estaba seguro. No estaba en mí. Mis ojos estaban casi en el suelo, mi cabeza se balanceaba, pero mi mente estaba a cinco mil metros sobre las hojas quemadas, y también estaba  cinco mil metros, o cinco mil millones de metros, por debajo de las hojas quemadas, moviéndose a toda velocidad mientras mi cuerpo maniatado parecía haber sido inmovilizado por el vapor de agua que flotaba en el claro de aquel bosque de troncos negros y hojas verdes y grandes. Las hojas más verdes del mundo. Y de repente empezó a oler a agua de coco. Los párpados me pesaban y cubrían mis ojos. Había dos cuerdas enganchadas a mis párpados con dos ganchos de hierro, y en el otro extremo las cuerdas estaban enterradas en el suelo, a gran profundidad. La sensación que tenía era que yo intentaba levantar el suelo con los párpados, y estos cubrían mis ojos en contra de mi voluntad. Olía mucho más a agua de coco y ya con los ojos prácticamente cerrados pude ver el agua en un gran recipiente de madera. El pequeño ser de cara surcada, que para mí había desaparecido por completo, al igual que el resto de siluetas que antes había identificado alrededor de la hoguera, se acercó a mí, y para devolverme al mundo, a su mundo, al mundo que yo no quería que fuese real, me abrió el ojo izquierdo con dos dedos, y me metió una varilla hueca de madera que acababa dentro del agua de coco y que rápidamente supe que servía para beber. En el momento en que me di cuenta de ello empecé a sorber de forma obsesiva. Estuve un buen rato hasta que recibí un tirón fuerte en la parte más alta de la cabeza. Yo cogí aire. Un segundo. El pequeño anciano me forzó, aún con la boca rebosando agua de coco, a tragar semillas negras. Muchas semillas negras. Diez segundos y mi cuerpo dejó de ser mío. Yo me revolvía por el suelo como un lagarto con rabia y mi garganta la atravesaban machetes de cazadores furtivos esquizofrénicos. Pero tú solo imagina que me fui con el sabor del coco entre los dientes. Imagina que lo abandoné todo con el sabor del coco entre los dientes. Piensa que se fue con el sabor del coco entre los dientes y sin saber donde estaba.

Quedó completamente noqueado ante todo lo que le había dicho, pero al final le salieron las palabras.

-Vale. Ahora vamos a tomar una copa y a fumar.

Emesis IV. Un verano.


Aceras incandescentes, rayos de sol deslumbrando entre ramas de árboles, tirantes sudados, camisas abiertas hasta el ombligo y bares abiertos hasta el amanecer.

La luz de la mañana se reía de las cortinas y me cegaba, mientras intentaba liberarme de las sábanas. Rutina de sábado. Despegaba los calzoncillos de mis piernas sudadas, mientras soñaba con un vaso de agua fría con el que eliminar el mal sabor de boca que deja una noche de pesadillas calurosas. Me arrastré hasta la última puerta del pasillo con los ojos todavía medio cerrados. La abrí. Era la máxima expresión de delicadeza que se pudiera imaginar. Era una estatua griega. Una diosa. Una yonqui en reposo. Sexy y cutre al mismo tiempo. El borsalino, la lámpara y las pastillas para dormir ocupaban la mesilla. Entre El club de la lucha y Cisne Negro, un tocador. El mueble más cursi del mundo atrapado entre tanta dureza, tanta autodestrucción. Sobre él estaba Gabriela: una botella a punto de acabarse,  dos filtros supervivientes, sujetador rojo, medias rojas y vestido negro. Y debajo de la silla, su DNI: Converse negras. Era importante el tocador. Venía con la casa. Como el espejo del baño. Como el suelo. Cuando llegamos estaba solo en aquella habitación. Yo pasé de largo, pero ella entró, y se sentó delante de él, mirándolo con sonrisa nostálgica. Quién sabe qué le pasó por la cabeza en aquel momento. Ponía las manos sobre él. Miraba el espejo, rayado por los bordes y por los años. Se vio reflejada. Esa habitación ya era suya. Estaba despierta pero yo no lo sabía. Levantó los párpados y me miró entre legañas. Yo estaba apoyado en el umbral de la puerta, con mi sombra tumbada en el pasillo.

-¿Y ahora qué?

-Ahora deberías levantarte.

-¿Para qué?

-Para hacer algo.

-No tengo nada que hacer.

-Siempre hay algo más interesante que estar tumbada sin hacer nada.

-Pásame un cigarro.

Me acerqué al tocador, cogí uno y se lo lancé a la cama. El mechero esperaba en su mesilla.

-Date prisa que nos vamos.

Asintió mientras se incorporaba para encender el cigarro. Se dejó caer sobre su almohada y yo salí de la habitación. Nos íbamos al campo. La familia de Gabriela tenía una casita a la que apenas iba nadie desde hacía mucho tiempo. Estaba al lado de un pequeño río, entre olmos, sauces y fresnos, en uno de los lugares más recónditos y bucólicos que se puedan imaginar. La construyó su bisabuelo. Gruesas paredes de piedra que te aislaban y fortalecían el silencio, rodeadas por los restos de pintura blanca que quedaban en aquella cerca de madera. Todo eran alfombras de hierba salvaje. En el jardín solo había una mesa redonda y un par de sillas, todo de madera oscura y de edad infinita.

Cuando llegamos estaba dormida. La cogí en brazos y la llevé al dormitorio. Durmió hasta la tarde.

Aquel lugar también me servía a mí de centro de rehabilitación. También necesitaba silencio. Necesitaba pisar hierba. Sentir el río. Yo estaba en el porche, leyendo, cuando apareció en bragas y sujetador, destensando su cuello, aún con los ojos dormidos.

-¿Qué hora es?

-Cuatro y media.

-¿No hay comida?

- Sí, hay algo en la cocina.

Se quedó un rato de pie, en el umbral de la puerta, mirando el río entre sus párpados casi cerrados.

-Me voy a bañar.

La miré extrañado. Empezó a andar. Cada vez más rápido, hasta llegar corriendo a la orilla del río. Llegó y saltó. Saltó alto y grande. Saltó bonito. Creo que era la primera vez que la veía saltar. Emergió entre la corriente, salió y se sentó en la orilla. No tardó en levantarse y saltar otra vez. Y salió y volvió a saltar. La miraba hipnotizado desde el porche. Vi que mi objetivo en ese viaje se estaba cumpliendo a las pocas horas sin que yo hubiese hecho nada. Quería limpiarla, purificarla, liberarla, reencarnarla y que sintiese el verano. Y aquella escena escondida entre pequeñas ramas de sauce era el verano. Volvió al porche con andares de chica Bond. Entró y salió al rato con un vaso de agua. Aunque también podía ser vodka.

-Creo que me gustaría morir aquí.

No creo que esperase respuesta a tan macabra afirmación. Palabras como esas me anestesiaban y me mantenían atado a su mundo de flores de cemento.
Amanecimos dormidos en el sofá, con Heineken haciendo guardia veinte veces sobre la mesa. Pequeñas hojas se mezclaban con platos sucios tras colarse por la ventana de la cocina. Me levanté tras retirar su brazo izquierdo, que había dormido sobre mi tripa. Los recuerdos de anoche se habían escondido en las botellas. Ella seguía durmiendo. Salí al jardín y me tumbé en la hierba mojada. Estuve un rato con los ojos cerrados, a punto de desmayarme. Y al final ocurrió. Quedaban secuelas de la noche anterior, y no pude vencerlas. Aparecí en una orilla rocosa, abrazado a un gran jersey de punto que envolvía un cuerpo de cristal. Abrazaba aquel cuerpo por la espalda. Mis manos recorrieron sus brazos hasta llegar a las manos. Ella miró las cuatro juntas y vi su perfil sonriendo, pero no sé quién era. Sopla el viento y estoy de vuelta sobre la hierba. Sopló un poco más y ya estábamos en el coche, dejando atrás aquella postal, rumbo a las autopistas naranjas. Quedaron atrás los teatros, entramos en el laberinto y cerramos la luz. Habían salido muy bien las cosas.

J. L. M.

martes, 2 de julio de 2013

Emesis III. Un otoño.


-Escribe mi nombre en tu mano.

-¿Para qué?

-Para que no te olvides.

-¿De qué?

-De mi nombre.

-¿A qué viene esto?

-A que quiero que escribas mi nombre en tu mano.

-¿Pero para qué?

-¿No te das cuenta que cuando le buscas motivos a las cosas pierden todo el encanto?

-Sí, pero es que es demasiado absurdo incluso para ti.

Se levantó del sofá y se fue. No sé por qué existe noviembre. En noviembre nunca pasa nada. Es el mes olvidado. El mes de presaca de la Navidad. Es un mes doméstico. Un mes triste. Cruel. Un mes para ver llover las tardes de domingo. Un mes pensado para para deprimirse. Así han sido mis últimos noviembres. Una mezcla de nubes, angustia, depresión y sofá. No tardó mucho en volver.

-G. M. M.

-¿Qué?

-Gabriela Mujica Martín. Mis iniciales. Sólo mis iniciales.

-¿A cambio de qué? (odio su extraño poder de convicción)

-No sé… Si quieres follamos.

-Escribe.

Mirada al infinito, inspirar, espirar, prados verdes, prados verdes, prados verdes…

-Ya está. Voy a por papel higiénico.

Me pareció una metáfora terrorífica. Mirar mi mano y ver su nombre sangrando. Porque sí. Volvió con papel higiénico.

-Toma. Ni se te ocurra decirme que te debo una.

-Has dicho si quería…

-No creo que sea el momento. Espérate a que cicatrice.

Delirios de tarde de noviembre. El resultado de horas en penumbra gastando el sofá acompañando al capitán Willard por la jungla de Vietnam. Empezar el día como cualquier otra persona poseída por la rutina, y acabar con la mano soportando tres letras sangrando, esperando a que cicatricen.

-¿Alguna vez te han hecho daño sin querer?

-¿Qué tipo de daño?

-Físico.

-Supongo que sí.

Respondí sin saber a qué se refería.

- ¿Y lo perdonas?

-Sí, claro.

-Solo quería estar en ti. Y que nunca olvides el dolor, ni los prados verdes (me conocía demasiado).

-¿Te ha gustado la peli?

-Sí.

Un minuto de silencio.

-¿No te daría miedo ir a Vietnam?

-¿En la guerra o ahora?

-Ahora.

Cuando me hacía estas series de preguntas se me despejaban las últimas dudas que tenía de donar su cerebro a la ciencia.

-No sé. No me atrae especialmente. No estaría cómodo.

Un minuto de silencio.

-A mí me daría pánico. Sobre todo las carreteras. Vacías. Con puestos de comida regentados por miradas peligrosas, ignorantes, de otro mundo. Un país perdido. Imagina que te duermes y despiertas en un día nublado, en Vietnam. Medio desnudo. Tumbado en la carretera.

Bajó el volumen de su voz, llegando al susurro.

-Yo he visto eso alguna vez. Me he visto desnuda. Llorando en una carretera, confundiendo mis lágrimas con gotas de lluvia mientras anochece. Muriendo de frío. Sangrando por la nariz. Con la boca manchada. Y de repente estoy corriendo por el pasillo de mi casa. Vestida de princesa. Llorando. Con la boca manchada. Corriendo.

Ojos vidriosos. Mirada perdida en los títulos de crédito con el volumen al mínimo.

-Vamos a la cama.

-Estoy sin fuerzas.

-Vamos a dormir.

-Vale.

La cogí en brazos. Fuimos hasta su habitación, la tumbé y me senté a su lado.

-¿Tienes sueño?

-No mucho.

-Entonces quédate aquí un rato. Quiero mirarte.

-Nunca más vamos a hablar de Vietnam.

Asintió y se quedó callada, cumpliendo con lo que le acababa de decir.

-¿Qué vamos a hacer mañana?

-Mañana es lunes. Tengo clase.

-Yo no. ¿Qué puedo hacer?

-Puedes escribir.

-Pero me tienes que dar un boli. Y papel.

-Vale. También puedes escribir en el ordenador.

-No. Papel y boli es mejor.

-Mucho mejor.

Sonreí y apagué la lámpara de la mesilla.

-¿Quieres que me quede más rato?

-Sí.

Me tumbó poniendo mi cabeza en lo que quedaba de su pecho. Y más silencio.

-Marco, ¿tú sabes qué es el horror?

Hablaba en tono de secreto.

Cualquier sonido considerado normal a la luz, es ruido en la oscuridad.

-El horror son tus ojos vidriosos.

-Ya.

Respiró profundamente, levantando mi cabeza.

-O tener que despertar en este mundo mañana.

Le cogí la mano muy fuerte.

-Este mundo te necesita.

-¿Necesita a una yonqui?

-Necesita a alguien que conozca otros mundos.

No dijo nada. Me fui a dormir.

Se me ocurren pocas cosas más deprimentes que tener que levantarse de noche. Ir a echar el café en la taza de leche y que se te caiga un poco fuera de la taza. Ducharse y morir de frío al cerrar el agua. Ir al salón y verla mirando la tele apagada.

-¿Para qué te levantas tan pronto?

-No tenía sueño. Y en mi cuarto hace frío.

Dormía con un camisón diseño niña de diez años, medio transparente después de tanta secadora. Inocencia sin mangas.

-Creo que voy a bajar a hacer fotos. Me gusta la luz que hay estos días. Es gris.

-Seguro que te sienta bien salir un poco.

-No sé si voy a comer.

-Vale. Una cosa: no compres.

-He dicho que voy a ir a hacer fotos.

-Vale.

Me daba pánico dejarla sola cada mañana. Hasta que se convirtió en rutina. Siempre le decía que no comprara. Y sabía que compraba la mayoría de las pocas veces que salía a la calle en la temporada otoño- invierno. Cuando salía a hacer fotos hacía tres o cuatro. Cinco como mucho. Eran todas autorretratos. Todas hablaban de ella. Todas eran ella.

Me pasé toda la mañana deseando volver a verla. Siempre me pasaba. A veces despertaba en mí deseos de homicidio, pero nunca me vi capaz de imaginar mi vida sin ella. Habíamos nacido para estar siempre juntos. Me encantaba mirarla cuando me ignoraba. La delicadeza al pintarse las uñas de negro. Elegancia italiana y sensualidad argentina cuando fumaba en la terraza envuelta en una manta. Solo una manta. Su actitud de niña pequeña haciendo deberes cuando escribía. Sus andares de Alicia con resaca en el País de las Maravillas. Y siempre con ojeras, su sombra de ojos natural.

Llegué de cumplir en la universidad. Se estaba depilando en el baño. Con la puerta entreabierta. Sentada en el borde de la bañera, con la pierna derecha apoyada en el váter. Era la diosa de la sensualidad involuntaria. Un cuerpo entregado a la autodestrucción, que enamoraba con destellos totalmente inesperados que rompían mi rutina de estudiante/niñera/psicoanalista.

Cuando acababa un texto, me lo enseñaba, igual que una niña pequeña enseña un dibujo acabado a su madre. Lo leía y mi mente volaba. Me abría un ventanuco a su mundo, por el que se colaban palabras mezcladas con ácido y hojas mojadas atrapadas en el asfalto.

Oí cómo cerraba la puerta y empezó a ducharse. Salió a los tres minutos, envuelta en una toalla blanca.

-Mis tetas se están muriendo.

-¿Qué?

-Creo que tengo un bulto. Ven a ver si tú lo notas.

Dejó caer la toalla. Me cogió la mano, y la puso en su corazón.

-Mueve los dedos, a ver si notas algo.

No había tumor porque apenas había nada. Moviendo los dedos sentía sus costillas.

-No tienes nada.

-Vale. Me voy a vestir.

Bajamos a la calle. Las pisadas sobre la acera eran amortiguadas aquellos días por rastros de cobre con forma de hojas. Sus Converse negras hacían crujir el cobre. Siempre caminaba despacio, regodeándose en cada paso, en cada calada. Miraba a las parejas que nos cruzábamos, a la vez que la angustia brotaba en su mirada. Angustia. Nunca envidia. Nunca había pensado en estar con alguien. Le parecía que era algo totalmente ajeno a ella. No había nacido para tener pareja, y mucho menos para colaborar en la supervivencia de la especie humana.

Cuando empieza una tarde otoñal se escucha el silencio. Hablan tímidas las hojas crujiendo, quedando a la sombra de cuatro pies, 41 y 37.

-¿Por qué no has bajado la cámara?

Daba miedo ver tantas palomas en la calle. Bajamos por la arteria que mantenía aquella tarde con vida.

-Tengo mucha hambre.

Se compró una napolitana de chocolate. Llevaba casi veinte horas sin comer. Seguimos paseando. Las aceras mojadas son fuertes depresivos de olor frío. Ese olor que posa en nuestra mente la imagen de una casa abandonada en el campo envuelta en niebla gris, en la que se ha cometido un crimen del que nadie tendrá noticia jamás. En situaciones como esa surgía mi culto al olor del humo del tabaco. Hacía las calles más acogedoras.

Ella hablaba y yo escuchaba. Pero tenía que probar su capacidad de escuchar. En el momento en el que me levanté a las seis y media de la mañana, cayó sobre mí una gran mierda de 24 horas de duración, que se sumaban al cansancio físico, mental y sentimental cargado en mi espalda desde que acabó el verano. Estaba en esa humillante situación extrema en la que te ahogas con tu propia voz y te amenazan las lágrimas en el momento en que todo te supera, en el momento en que necesitas vaciarte. Sentados en un banco, ella comiendo y atravesando la acera con su mirada, y yo mordiéndome los labios.

-Necesito hablar.

-¿De qué?

-De mí. De mí y de ti. De todo.

-¿Te queda tabaco?

Falta de sensibilidad inconsciente. Le di cigarro y mechero y al fin tuve la opción de arrancar, pero me eché atrás. Noté su mirada sobre mí unos instantes después de encender el cigarro. Yo no la miré. De repente tiró su cigarro lo más lejos que pudo con aquel brazo con principios de anorexia y me abrazó. Y después susurró.

-No pienses que hay algo mejor.

Aquella frase paró el mundo unos segundos. Y lloré en silencio, tímido, pero lloré bien. Era el resumen y la solución de la angustia de aquellos dos días de noviembre. Dos días que empezaron con tres letras de sangre en mi mano. Dos días que acaban con el anochecer adelantado de otoño, con su sonrisa y con seis palabras que habían liberado mi cerebro y frenado uno de mis frecuentes infartos emocionales. Suerte.
J. L. M.