No me enorgullezco en absoluto de lo que
ocurrió después, pero aún trato de justificarme diciéndome que era lo único que
podía hacer, que de otro modo me hubiese vuelto loco. Es inútil.
Una vez habían atendido debidamente a
Marcello, abandoné el hospital dejando a Mateo y Nicoletta completamente solos,
sin ninguna explicación. Cogí mi moto y me dirigí al número 59 de la via San Zanobi, mi ropa aún mojada
conservaba restos secos de vómito. Una vez allí llamé al timbre y pateé la
puerta de forma frenética. Creo que nunca he estado tan cerca de ser un animal.
Finalmente Pietro abrió la puerta cubierto
tan sólo con una manta y su ropa interior. Sus ojos, habitualmente vacíos,
reflejaban un terror inimaginable, pero nada tenía que ver conmigo ni con el
chocante aspecto que tenía. Lo aparté de un empujón y entré hasta el fondo de
la casa con Pietro siguiéndome como un perro manso. Finalmente entré en una
habitación que recordaba completamente a la trastienda de aquella librería
londinense: pequeña, deshecha y con un colchón raído y una radio destartalada
como único mobiliario. El aparato emitía una música tenue que indicaba que el
secreto ritual ya había terminado, no recuerdo cuál.
Margarita estaba sentada sobre el colchón,
desnuda y con el mismo terror en sus ojos que había visto momentos antes en los
de Pietro. Analizándolo ahora, con la perspectiva del tiempo, creo que aquel
pánico no era sino temor a ellos mismos.
Probablemente, Pietro y Margarita habían encontrado en el otro su propio
reflejo. La misma frialdad, la misma indiferencia con la vida, la misma desgana
vital. Habían visto quiénes eran y quiénes no querían ser. Acostumbrados a
valerse de personas completamente opuestas a ellos para demostrar su desdén
hacia la vulgaridad de la existencia, el encuentro con su propio reflejo había
sido más de lo que podían soportar. Sea como sea, eso ya no importa.
Todavía sumergido en ese estado de ira
animal, me acerqué a la mujer que se acurrucaba en el colchón y, como había
hecho antes con Marcello, la sacudí de los hombros mientras gritaba.
-¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho? ¿No ves
que está enfermo? Para ti todo es un juego ¿Verdad? Siempre un juego que se
juega como tú quieres, con tus reglas, sin importante nadie más. ¿Por qué?- repetía
histérico- ¿Por qué? ¿Por qué se lo has dado? Está enfermo ¿No lo ves? Está
enfermo – Parece increíble la facilidad con la que había olvidado que no hacía
apenas un año yo me encontraba en esa misma situación.
No sé qué reacción había esperado de Margarita,
pero probablemente lo que ocurrió a continuación fue algo que jamás habría
imaginado.
Conseguí calmarme un poco y dejé de
zarandearla. Simplemente nos miramos el uno al otro, como si no existiera nada
más que nosotros dos, ni siquiera Pietro, que nos contemplaba a medio metro sin
abrir la boca. Entonces se derrumbó. Se puso a llorar abrazándose las piernas y
susurrando: “Yo también, yo también. Lo siento. Necesito irme, necesito irme.
Lo siento”.
Eso me desarmó completamente. Ya no sentía
ira, pero estaba más confuso de lo que lo había estado alguna vez en mi caótica vida. No pude
seguir gritando. Me quedé en silencio, inmóvil, hasta que ella se calmó. Pietro rompió la quietud tapando a Margarita
con la manta que llevaba a los hombros. Más serenos ya todos, les conté lo que
había pasado desde que se fueran del hospital, mientras Pietro se vestía
lentamente. El terror había desaparecido y, aunque con algunos signos de
preocupación, volvía a ser el hombre de plata que había sido siempre. Margarita,
en cambio, seguía trastornada. Sollozaba y no dejaba de temblar, pese a que la
habitación estaba bien climatizada. “No puedo” repetía. “No puedo, tengo que
irme. Tengo que salir de Florencia, tengo que salir del mundo”.
-Llévatela- me dijo Pietro-. Idos lejos, no
te preocupes. Yo me encargo de todo, yo lo pago todo. Ya sabes, como siempre.
Cualquier cosa te llamo.
No sé qué me impulsó a obedecer, seguramente
la costumbre. Nada le debía a Margarita, ni siquiera la quería, pero antes de
que fuera mediodía habíamos dejado Florencia.
A.S.V.