miércoles, 27 de julio de 2016

Historia del sastre y su ayudante

Como este verano hace 80 años de la Guerra Civil (y básicamente porque me apetece) voy a contar una historia corta que ocurrió en mi familia y que recuerdo siempre que veo a alguien que relaciona política y ética como si de ciertas ideas se derivasen necesariamente ciertos actos morales. Lo que voy a contar se ha contado siempre en mi familia. La única protagonista viva es mi tía Mimi, nonagenaria, que es para mí como mi abuela, y con ella he vuelto a recordar estos hechos hoy mismo. La historia es la siguiente:
   Mi abuela María, sus padres y sus hermanos vivían desde hacía bastantes años (por lo menos desde antes de la dictadura de Primo de Rivera, que fue cuando nacieron) en un piso en Atocha 33. Desde los balcones de esa casa vieron muchos momentos históricos: el inicio de la dictadura de Primo de Rivera y su final, la llegada de la II República (“Nosotros no salimos a la calle, pero vimos montones de personas muy contentas bajo el balcón” recuerda mi tía), la visita de Himmler a Madrid, engalanado con banderolas nazis… y, sobre todo, la guerra.
   Cuando llegó, algunos de mis tíos eran niños, mi tía Eli, la mayor, ya había terminado la carrera de Farmacia, pero en todos dejó un recuerdo amargo y duradero. Los tres años los pasaron Madrid, sitiada desde casi el inicio hasta el final, en donde vivieron cosas que no son fáciles de olvidar. Mi abuela recordaba, por ejemplo, cuando los sublevados tiraron desde los aviones pan envuelto en banderas y proclamas. La gente tenía miedo de cogerlo por si estaba envenenado y cuando alguien lo intentaba los milicianos lo pisoteaban. Mi tía Mimi recuerda aún un avión al que estuvo observando toda una tarde sobrevolar la zona y que soltó una bomba sobre la Iglesia de San Sebastián, justo al lado de su casa. También los muertos que veía al volver de jugar en la calle con sus hermanas, entre escombros, o un día que un obús entró por una de las ventanas de una casa cercana y mató a la familia. También los bombardeos, refugiados en el sótano (“Aún hay noches que sueño con el ruido de las bombas. Eso no se olvida nunca” dice).
   Pero entre tanto miedo, tanta miseria y tanto odio, también había momentos en los que salía a relucir lo mejor de la gente.  Y aquí viene lo central de la historia. Mi bisabuelo Andrés era sastre. Desconozco si era un sastre al uso, que hacía vestidos para las señoras y trajes para los señores, pero sé que durante la guerra y los años anteriores fue sastre militar. Como por su profesión tenía amigos en organismos como Aduanas o el Ministerio de la Guerra, algunas veces conseguía alguna ración de más en las épocas de mayor carestía y gracias a eso y a los vecinos que compartían entre ellos o intercambiaban lo poquísimo que les sobraba (a veces sin que sobrase) fueron pasando las penalidades del conflicto, ayudándose unos a otros. Cada uno hacía lo que podía. Mi familia, por ejemplo, escondió durante bastante tiempo a una monja prácticamente analfabeta a la que el médico había recomendado hierro y para obtenerlo echaba tornillos oxidados en agua, los removía, los sacaba y se bebía el agua. Hasta que se dieron cuenta y se lo prohibieron.
   El caso es que mi bisabuelo, que gozaba de fama de hombre bueno, aunque bastante alejado de las cosas de la política era de derechas. Y, claro, eso en una ciudad que además de en la guerra estaba envuelta en la revolución como Madrid, sin gobierno, bajo el control de los milicianos y los sindicatos, con paseos y sacas diarias, no era una situación fácil. Así que un día, llamaron a la puerta dos hombres armados. “Andrés Meño, acompáñenos” imagino que dirían. Pero la suerte o el karma o como quiera llamarse estuvo de su lado, pues la sastrería la tenían en el piso y mi bisabuelo tenía un ayudante de dieciocho o diecinueve años que era anarquista. No me cuesta mucho imaginármelo, joven e idealista como puedo ser yo. Cuando vio lo que ocurría el muchacho, acreditándose como anarquista, se plantó delante de aquellos dos compañeros suyos con todo su valor para intentar  convencerles de que se fueran, de que aquel hombre, independientemente de sus ideas, era ante todo un hombre bueno y sencillo que lo había acogido y ayudado, como a otras personas, sin detenerse en cuestiones de ideología ni cosas por el estilo. Y lo consiguió. (Otra versión que oí es que el chico pudo ver las listas negras y borrar a toda mi familia de ellas, pero la que se ha contado siempre y me contaba mi abuela es ésta). No sé si yo habría tenido el valor suficiente, en cualquier caso, sabiendo las cosas que se hacían en aquel momento, de arriesgar el cuello para salvarlo.
   Finalmente la guerra pasó con mayores o menores dificultades según el momento. Las tropas golpistas tomaron Madrid y mi familia salió a recibirlas (“Al desfile de Franco si fuimos” dice mi tía). Con ellas entraron también cuarenta años de dictadura y represión en los que tuvieron la suerte de vivir cómodamente. Al ayudante anarquista no sabemos qué le ocurrió después, si sobrevivió o no, si marchó a la tristeza del exilio o se quedó aquí en la tristeza del silencio y el olvido. Supongo que no sería sencillo contactar con él durante la dictadura y que cuando llegó la democracia mi familia pensó que no tenía mucho sentido poner algo así como un anuncio que dijese “Se busca a anarquista que durante la Guerra Civil trabajó en la sastrería de Andrés Meño en Atocha 33 y le salvó la vida. Es para darle las gracias”. De seguir vivo, ese hombre estaría cercano a la centuria, así que lo más probable es que muriese hace años y esas “gracias” no vayan a llegar nunca. Pero en mi familia esa historia se cuenta todavía y se seguirá contando a los que vengan, porque creo que es importante recordar que aun en las situaciones en las que salen a relucir los peores instintos de la humanidad y los odios más atroces y absurdos hay gente que sabe que detrás de todas las ideologías y las mentiras y las rivalidades lo que hay son personas, algunas de ellas capaces de compartir lo poco que tienen y jugarse el cuello escondiendo a alguien perseguido, como mi bisabuelo Andrés, o de encararse siendo apenas un muchacho con dos hombres armados para salvarle la vida a otro, como su ayudante.

   Mi tía Mimi, nonagenaria, siempre cuenta esta historia y me repite, convencida y esperanzada (aún a su edad), que lo importante son las personas (independientemente de política, religión o cualquier otra condición). Tal vez ese convencimiento sea de lo poco bueno que pudieron sacar de aquella guerra absurda y cruel. Viendo lo que sigue ocurriendo hoy en día en una Europa que le cierra la puerta a personas que huyen de una guerra igualmente absurda y cruel (como aquella nuestra, como todas), probablemente este es el mejor legado que la generación de mi tía Mimi podría dejar a la mía, que empieza ahora a entrar en el mundo.

A.S.V. 

P.S.: Las inexactitudes que pueda contener la historia se deben al tiempo y al olvido, pero en lo esencial todo el relato es verídico.