jueves, 31 de octubre de 2013

La marea

   Los caballos eran negros, como sus almas, como el odio que sudaban o el betún que lustraba sus zapatos, manchados aún de sangre seca. Habían esperado a la noche para caer sobre nosotros con toda su fuerza, una noche tan negra como sus ropas y sus monturas que no tardó en volverse día ante el resplandor de las llamas. Eran nuestras casas las que ardían, nuestras vidas, nuestros recuerdos e, incluso, nuestros familiares o amigos que no pudieron salir a tiempo; pero también ardía nuestra furia, nuestras ganas de vencer, nuestro orgullo.  Habían cerrado las calles, atrapándonos como conejos en nuestras barricadas improvisadas. Eran incontables, una marea negra de hombres de piedra que se cernía sobre nosotros con sus armas de fuego y sus palos, amenazando con ahogarnos a todos irremediablemente.
   Nosotros éramos lo menos diez veces menos numerosos y las armas de que disponíamos alcanzaban apenas para la mitad. La pólvora se había estropeado por la lluvia de la noche anterior. Pero no estábamos dispuestos a rendirnos. Ellos venían a enseñarnos que todo signo de revolución estaba abocado al fracaso y al exterminio, nosotros estábamos allí para demostrarles que se equivocaban.
   Durante unos momentos no se escuchó nada más que el sonido de cientos de botas de cuero acercándose a nosotros desde todos lados  por entre el crepitar de las llamas que quemaban las paredes de hojalata, luego empezamos a cantar. Era una canción de guerra. No sé quién empezó, pero a los pocos segundos todos le seguimos. Cantamos porque nuestra voz era lo único que teníamos, porque no estábamos dispuestos a morir callados, porque aún teníamos nuestra rabia y nuestro orgullo. Nosotros nos desgarrábamos el pecho y ellos simplemente se acercaban hacia nosotros, sin producir ningún ruido más que el de las botas pisando el suelo. Después el mundo se volvió negro y todo quedó en silencio.
  

   Unas horas después llegamos a la costa. Éramos apenas treinta de los cientos de personas que habían vivido en nuestro humilde pueblo de chamizos de lata y muerto aquella noche. Estábamos cansados, heridos y rotos, pero aún había algunos que sonreían. Decidimos parar allí, junto al mar, desde donde aún se veía la gran columna de humo negro. Pero no quisimos mirarla, nos sentamos en la arena y cerramos los ojos de cara al agua. El aire salado abrió nuestras fosas nasales y nos despejó la mente y reímos largamente. Reímos porque la marea nos había arrebatado nuestros hogares y a nuestra gente, había ahogado nuestras ilusiones y borrado nuestras esperanzas, pero no habían podido con nosotros. Estábamos rotos sí, pero en pie. Reímos porque éramos inmortales y lo sabíamos

A.S.V.

jueves, 24 de octubre de 2013

Perros V


Basura machista ocupando una de las sillas del Sangster aquella noche de verano. Olía todo a cerveza negra. Mirábamos a ese imbécil desde el otro extremo de aquel lugar. Llevábamos muchos minutos en silencio intoxicándonos los oídos con cada vibración que generaban las cuerdas vocales de esa rata con apariencia humana.
Nuestro silencio se hacía cada vez más profundo. Nuestra ira se hacía cada vez más profunda.
Aquel hijo de puta hablaba de cuál sería el castigo perfecto para una mujer. Hablaba de su mujer. De lo que le haría el día que no la aguantase más. Hablaba de piedras, y de dientes partidos.
No nos importaba que hubiese bebido.
Sabía perfectamente lo que estaba diciendo.
Lo único que comprendimos nosotros de aquel discurso era que la mujer de aquel tipo era, en ese momento, la mujer más maravillosa del mundo. Y no íbamos a permitir que la mujer más maravillosa del mundo se convirtiese en víctima de nadie. Y mucho menos de aquel individuo. No volvería a sufrir el tormento de convivir con un ser que no comprende lo que significa ser un hombre. Nosotros también habíamos bebido. La cantidad adecuada, como siempre.

Salió del bar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve… y diez. Lucas fuera. Uno, dos. Todos fuera. La calle principal se bifurcaba de la misma forma que el edificio Flatiron separa Broadway y la Quinta Avenida. El que hablaba de dientes lubricados con sangre fue por la derecha. Lucas fue por la izquierda. El resto fuimos por la derecha, a unos diez pasos del despojo humano que sería castigado muy poco tiempo después. Lucas corría sin apenas tocar el suelo, para adelantarle y tener tiempo de girar a la derecha en el segundo callejón y salir al encuentro de aquel pobre estúpido. Miguel, Marco, Freddy y yo aceleramos el paso en cuanto vimos a Lucas bajando la calle, para encontrarse con aquel tipo a la altura del primer callejón. Vimos como aquella cabeza rapada levantó a ese engendro con gafas y sobrepeso y lo lanzó contra un montón de bolsas de basura.
Nos limitaríamos a seguir sus instrucciones. No había tiempo ni conocimientos médicos suficientes como para provocarle un cáncer. Estaba despierto, pero recibió pedradas igualmente, para evitar que se durmiera. Su piel quedó destrozada, y por supuesto, sus encías notaron el frío concentrado en el asfalto del borde de la carretera. Las suelas de las botas de Lucas quedaron impresas en su cuello. Su cabeza quedó encima de una alcantarilla, y mientras nos alejábamos se oía el eco que provocaban las gotas de sangre al caer dentro de los túneles.
No hay que reflexionar sobre esto. Estímulo y respuesta. Provocación y castigo. Castigo lento y doloroso.
Volvimos al lugar de origen de todo. El que fue el lugar de origen de lo que fuimos aquel día y de lo que fuimos todos esos años.

Un día de verano, hace mucho tiempo, unos chicos de unos dieciséis años entraron a un pub irlandés pidiendo cerveza. Y allí se quedarían por mucho tiempo.
El Sangster. El pub irlandés. Nuestro pub irlandés.

lunes, 21 de octubre de 2013

El fin

   Todo había terminado. Y después ¿Qué? Después continuamos siendo humanos, terrible, desgarradora e irremediablemente humanos; probablemente los dos únicos que quedaban sobre la Tierra. Esto no era realmente importante. Siempre habíamos estado solos, tú y yo. ¿Qué podía importarnos que hubiese o no hubiese más personas más allá de nuestros muros? Nos teníamos el uno al otro. Si te importó, sin embargo, que ya no hubiese flores, ni animales. Antes del fin solíamos bajar a la playa y buscábamos formas en las nubes y te encantaba buscar sentido al vuelo de los pájaros. “Mira”, decías, “esa gaviota vuela hacia el este, muy bajo. Eso significa que al otro lado del mar tendrán buena cosecha”. O “el vuelo de ese albatros significa que en la otra punta del mundo alguien acaba de descubrir que su mujer le es infiel”. Y reíamos hasta quedarnos sin aliento imaginando que era cierto. Algunas noches de verano veíamos las estrellas tumbados en la arena, esperando que los diminutos huevos enterrados en la arena se abriesen y de ellos saliese una marea de tortuguitas que años más tarde volvería a esa misma playa a desovar. Pero después ya no volvieron las tortuguitas ni las aves, ya no hubo más estrellas y las nubes no volvieron a tener forma. El mundo se volvió gris y triste. Los prados que rodeaban nuestra casa perdieron su verdor y sus flores y se convirtieron en campos de ceniza. Un manto infinito de nubes amenazantes cubrió el cielo, reflejándose en un mar negruzco y tóxico y un sol inmóvil y apagado luchaba por abrirse paso entre él, sin éxito. Por lo menos nos quedó la lluvia, irregular y siempre insuficiente, pero que nos aseguró no morir de sed y nos permitió mantener nuestro reducido huerto y un par de gallinas escuálidas.
   Recuerdo que nos moríamos de risa cuando a las tres semanas los tomates y las berenjenas ya no sabían a nada y el exceso de huevos nos empezó a dar alergia. Pero reíamos a pesar de todo. Reíamos mirando aquel mar hecho de lodo con sus colosales tormentas eléctricas y sus lluvias de fuego a lo lejos. A eso había quedado reducido el mundo, a fuego, barro y ceniza. Eso era ahora nuestra felicidad. Reíamos más incluso que antes, nos amábamos más veces y con más intensidad que antes, sólo el cariño y la cordura nos mantenían alejados de un estado animal.
    Creo que nos costó un par de años aproximadamente darnos verdadera cuenta de que el mundo se había acabado, más o menos cuando se nos acabaron los libros que leíamos cada noche, en voz alta, poniendo voces a los personajes o exagerando el tono afectado de los poemas. Fue entonces cuando empecé a escribir, cada día una pequeña historia que luego te narraba por la noche. Después las historias se fueron complicando, los personajes haciéndose más complejos, más humanos, los lugares más reales. Creamos un mundo propio al tiempo que explorábamos las ruinas del mundo anterior. Cada vez íbamos más lejos, a veces tardábamos días en volver a casa. Recuerdo una vez que tardamos tanto en volver que encontramos a la mitad de las gallinas muertas por el hambre y de los gallos tan sólo quedaba uno en pie. ¡Qué ataque de risa nos dio y qué vida se pegó a partir de entonces el gallo!
   No encontramos nada en nuestros viajes a pie. Tan sólo constatamos que todo se había perdido. Pero era agradable andar durante horas o días sin rumbo fijo por aquel mundo plano y gris hablando de cualquier cosa, inventando miles de historias. No era difícil encontrar el camino de vuelta a casa, al fin al cabo no había ya viento que pudiera borrar nuestras huellas.
   ¡Era tan simple, tan pura, nuestra felicidad! ¿Cuánto tiempo duró? ¿Meses, años, décadas? Es difícil medir el tiempo cuando no hay estaciones y el cielo permanece inalterable, y hacía mucho que los relojes se habían quedado sin pila. Pero, irremediablemente había de acabarse. Si el mundo se había acabado ¿Por qué no habría de hacerlo también nuestra alegría? Y tan sólo bastó una sombra, un susurro. Volvíamos a casa después del viaje más largo que habíamos hecho nunca, probablemente tardamos más de un mes en llegar más allá de las montañas y volver, cuando vimos dos pares de huellas en la playa que no eran nuestras. Las huellas se encontraban a unos pocos metros del camino que llevaba a nuestra casa y, por el tamaño, debían de pertenecer a un hombre adulto y a un niño. Nos quedamos allí clavados el tiempo suficiente como para petrificarnos, mirando aquellas marcas imposibles que se alejaban hacia el sur siguiendo la línea de la costa, creyéndolas un espejismo. Decidimos no seguirlas, pensando que, si aquellas dos personas habían visto la casa y nuestras huellas, volverían. A partir de ahí todo cambió. La espera nos consumía. No era que estuviéramos tristes, era que ya no estábamos alegres. Nos sentíamos vacíos y yo había dejado de escribir.
   Cada día bajábamos a la playa y mirábamos las huellas, esperando que de ellas surgiera alguna señal, algún color en aquella extensión gris y apagada que era el mundo.  Apenas hablábamos más que cuando me preguntabas:
   -¿Y si no vienen?
   -Esperamos.
   -¿Y si después de esperar siguen sin venir?
   -Seguimos esperando.
   Ya no reíamos a carcajadas salvo cuando llovía y nos empapábamos intentando recoger el agua con barreños, ya no inventábamos historias ni leíamos, ya no nos amábamos tan impulsivamente como antes.
   Ahora sólo esperábamos a que llegase el momento de bajar a la playa a esperar junto a las huellas y a que tú preguntases
   -¿Y si no vienen?
   -Esperamos.
   -¿Y si después de esperar siguen sin venir?
   -Seguimos esperando.
   Después volvíamos a casa e intentábamos dormir para que las horas pasaran deprisa y pudiésemos volver cuanto antes a la playa, a la seguridad de la espera. Ya no volvimos a salir a recorrer el mundo buscando lo poco que quedase entre las ruinas. Ahora ya sólo esperábamos. Hasta que un día te cansaste de esperar. Habíamos bajado a la playa y esperado unas horas en silencio junto a las huellas cuando que tú preguntaste
   -¿Y si no vienen?
   -Esperamos.
   -¿Y si después de esperar siguen sin venir?
   -Seguimos esperando.
   -¿Y después de esperar toda la vida?
  Me encogí de hombros como respuesta. Tú asentiste y comenzaste a andar hacia adelante, metiéndote en el lodazal que antes llamábamos mar. No miraste hacia atrás y yo me quedé quieto, viendo cómo te cubría con su espuma gris hasta que desapareciste por completo, sin sentir nada. Finalmente me di la vuelta y emprendí el camino de regreso. Fue ahí cuando la vi: una pequeña brizna de hierba que se alzaba del suelo, cubierta de ceniza pero indudablemente viva. Me agaché y la limpié cuidadosamente con la manga y lloré. Lloré y mis lágrimas regaron la brizan. Lágrimas de alegría e indiferencia.
   No sé cuánto tiempo ha pasado desde aquello, pero seguramente años. Ahora el mundo es de un gris más claro y tiene minúsculas manchas verdes. La semana pasa descubrí una flor junto al muro de la casa. Tal vez sea un amapola, pero ¿Te puedes creer que no recuerdo cómo eran las amapolas? Finalmente ellos volvieron y después otros. Ahora somos como unos treinta y varias casas parecidas a la nuestra se encuentran esparcidas por la playa, con su minúsculo huerto y sus gallinas escuálidas. Los hombres y las mujeres hablan, optimistas,  y los niños juegan. Llueve mucho más que antes y he vuelto a escribir.
   Te habría encantado verlo. Pero no te culpo. A fin de cuentas yo elegí el orgullo, tú la libertad.

   
A.S.V. 

sábado, 12 de octubre de 2013

Porque el fútbol es mucho más que fútbol.

El fútbol no debería ser un negocio. No debería ser señores trajeados tomando decisiones sobre la vida de chavales de veinte años. No debería ser tertulias propias de la prensa rosa. No debería ser periódicos comprados por equipos. No debería ser periodistas que se comportan como borrachos en un bar después del partido. No debería ser dopaje. No debería ser amaño de partidos. No debería ser equipos en bancarrota. No debería ser el único deporte en los medios. No debería ser ruedas de prensa. No debería ser afición transformada en violencia. No debería ser todo esto y mucho más. Pero dejando a un lado lo que no debería ser, nos queda lo que es el fútbol. Lo que más nos gusta a los que nos gusta el fútbol. Y hablo de nosotros, los chavales que hemos vivido el fútbol del siglo XXI, los que vivimos los años en los que el fútbol dejó prácticamente de ser un juego y pasó a ser uno de los negocios más agresivos del mundo. Pero no nos gusta eso. Nos gusta lo que hemos visto.
Somos los niños de los cromos de Zidane, del cromo nuevo de Ronaldo cuando llegó al Madrid. Somos los que vimos la Champions que jugó César en la portería. Vimos crecer a Rooney, a Ramos, a Cristiano, a Ibrahimovic. Vimos brillar a Ronaldo en Yokohama. Sabemos quién es  Al- Ghandour. Nos acordamos de Mendieta, de Sergi, de Christian Vieri, de Donato, de Cafú. Sabemos que los italianos son inmortales. Vimos al Oporto ganar la Champions. Al ‘Spanish Liverpool’ remontando al Milan. Vimos a Zidane caer desde el cielo al césped de Hampden Park para rematar el centro de Roberto Carlos. Ya era viejo cuando vimos a Buffon por primera vez. Vimos la retirada de Zidane, vimos la trigésima liga del Madrid, con Capello en el banquillo; la trigésimo primera con Schuster, y la de los cien puntos con Mourinho. Vimos al Barça explotar. Vimos llegar a Guardiola. Rijkaard, Cocu, Overmars, Frank de Boer… Torres y Simeone jugando juntos en el Calderón. Vimos al Manchester de Verón y de Van Nistellroy. Ya era viejo cuando vimos a Ryan Giggs por primera vez. Vimos a Grecia ganar una Eurocopa. Vimos al Alcorcón ganar al Real Madrid. Vimos a Raúl con una camiseta que no era blanca.
Hemos visto a Cristiano volando por el campo, hemos visto a Ronaldinho bailar y marcar, y dar pases mirando hacia atrás. Hemos visto a Messi esquivando veintidós piernas en cada partido. Hemos visto a un niño de Arenys de Mar liderando al Arsenal de Wenger. Hemos visto el último chicle de Ferguson. Sabemos lo que ocurrió en el Ernst Happel de Viena. Sabemos lo que ocurrió cuando Navas arrancó por la banda derecha en el Soccer City de Johannesburgo.
Sabemos que Guti tiene ojos en la nuca y la sangre congelada. Sabemos que Özil ve cosas que nadie más ve.
Vimos a River bajar a segunda. Vimos al Villarreal en semifinales de Champions. Vimos la explosión de Torres en Anfield. Vimos los gemelos de Roberto Carlos.
Hemos visto muchos cabezazos de Puyol, y muchos centros perfectos de Xabi y de Xavi. Vimos el cierre de San Mamés. Crecimos con Pirlo explicándonos lo que es el fútbol italiano. Vimos a la Argentina de Solari, de Hernán Crespo, de Riquelme.
Y de repente se acelera el pulso con el himno de la Champions. Y nos damos cuenta de que el fútbol es mucho más que fútbol.
J. L. M.