jueves, 27 de junio de 2013

La lluvia lenta

  Hoy llueve de nuevo sobre las empedradas calles de La Habana Vieja. A través de las sucias ventanas del cuarto, esta agua parece traer reminiscencias de aquella otra que ahora recogen páginas descoloridas, esa agua medrosa y triste de la que habló Gabriela.  Ya los oigo subir por la escalera, sé que vienen por mí y ya no siento miedo, ya no soy yo.
   Esta es la gloria de la revolución de la que tanto hablaron, estos los sueños que nos prometió nuestro comandante: un país de miseria en donde los hombres no pueden alzar la voz si no es para decir lo que ellos quieren. Ellos, los fantasmas sin rostro, por todas partes, haciendo respetar el espíritu de la revolución.
   Ellos no entienden de nombres o ideas, sólo entienden el miedo y la sed perpetua del poder. No sólo no tienen rostro; tampoco tienen nombre, ni bandera, ni alma. No son más que perros de presa. Son el enjero corrupto a través del cual una mano férrea dirige nuestro yugo. Aquí, en mi humilde cuarto en La Habana, o en cualquier otro lugar del mundo. Son ellos quienes encienden la mínima chispa necesaria para incendiar de odio un slum en Mirzapur. Son el hierro entre los olivares andaluces, prendido en el pecho del poeta. Son el vientre abombado de un niño cuyas manos y cuya infancia se llevó la guerrilla en el África ecuatorial. Son la incomprensión de una madre ante los ríos de sangre de una favela y la pasividad del desposeído por las “democracias”. Son la lluvia torrencial que arrasa hasta nuestros jardines más secretos. Al fin y al cabo, es siempre lo mismo: Al terror le sobreviene la calma, después la lluvia arrastra inclemente la sangre que riega nuestra tierra, olvidamos. Todo se repite: nos oprimen, padecemos, alzamos las voces, nos engañamos con la ilusión vana del cambio, el cambio llega, el cambio nos oprime, padecemos de nuevo. Así será siempre: germinaremos, sangraremos, olvidaremos, moriremos.

 Los oigo al otro lado de la puerta. Me llevarán, desapareceré y otro ocupará mi lugar, se lo llevarán también. Entran, son dos, me encañonan. Mientras, afuera, indiferente, llueve.

A.S.V.

martes, 25 de junio de 2013

Emesis II. Un invierno.

Ahí estaba. Dejando de estar. Dejando de ser. Consciente e inconsciente a la vez. Con la mirada perdida en la acera, donde se le cruzaban destellos de tacones y cigarros aplastados. Temblores de manos y piernas perfectamente coordinados por el frío que invadía todas las madrugadas invernales. Pero ella hacía que todo lo existente desapareciese. Solo quedaban sus tacones, su sonrisa, su risa, y la fuerza sobrehumana de su mirada. El alcohol no le había alejado lo suficiente de la realidad como para dejarse llevar por sus deseos de sentirla y hacerla sentir. Solo tenía un obstáculo antes de llegar a ella. Y el obstáculo era ella. Ella, con un sí o con un no. Este último partiendo con clara ventaja. Pero siempre con menos que la tercera opción: la x. La incógnita. La cobardía. La cobardía de no intentar cumplir un sueño (o varios). La cobardía que solo le permitía mirarla de lejos. La cobardía que ni el alcohol había podido vencer. La cobardía. La culpable de que el tiempo pasara más rápido, acercando el momento de su marcha. El momento en el que su mirada ya no brillaría entre neones y farolas. Llegó ese momento y se fue. Sin saber que para él nunca se iría del todo.
 
J. L. M.

lunes, 24 de junio de 2013

Emesis I. Intro.

Vivía con la muerte. La saludaba de lejos todos los días. Hablaba del día de su entierro, mientras juntaba el polvo con un cuchillo. Quería que la enterrasen en una tumba de matrimonio. Descansar y descomponerse con alguien. Cuando le gustaba mucho cómo era una persona decía que quería ser enterrada con ella. Quería estar protegida hasta que solo quedasen sus huesos. La gente con la que decía querer ser enterrada, tenían todas algo en común: eran la antítesis de su padre. Cosa sencilla, ya que por suerte no es habitual encontrar a gente que tenga una hija y decida ser el responsable de la pérdida de su virginidad.
Le odiaba. No podía ignorar que vivían en la misma ciudad. Que le podía ver en la calle cualquier día. Era la única persona a la que temía. Él hizo que su período de máxima actividad sexual fuese de los seis a los once años. Él fue quien empezó a matarla. Tratándola como si fuese una muñeca hinchable.
Las veces que le intentaba sacar el tema, ella decía frases sueltas, con la boca medio cerrada. Un hilo de voz forzado que me hacía sentir el ser más miserable sobre la Tierra. Cuando insistía mucho, y se hartaba, terminaba la conversación: “Lloraba semen”. Nunca dejó de impactarme esa frase, y tampoco la rotundidad y el asco con el que la decía. Seis años de muerte en vida. Miradas perdidas. Silencios. Debilidad. Y miedo. Miedo. Y ojos vidriosos, y una imagen vomitiva susurrada entre dos labios cortados justo antes de echar el humo.
Imposible no superarla en fuerza física. Sobre el poso dramático que le regaló su padre cuando estrenaba su falda del uniforme de Primaria, puso adicciones. Era un proceso autodestructivo. Quería tocar fondo para empezar de nuevo. Y casi lo consiguió. Se quedó en el fondo, nunca se levantó. En el fondo y, finalmente, en un ataúd. Quedó cubierta con una lápida demasiado blanca, con un nombre subrayado por dos fechas demasiado cercanas: Gabriela Mujica Martín 9-6-1988 · 25-3-2012. Nacida y muerta en primavera.
Vivió para las drogas y para el arte. Escribía, dibujaba, fotografiaba y se fotografiaba. Nunca llamó arte a nada de lo que hacía. Nunca se preocupó por nadie. Vivía para que otros se preocupasen por ella. Acabábamos los días filosofando en el sofá envueltos en la oscuridad, solamente interrumpida por la luz de la tele en modo silencio, fumando luckies. Ella, tumbada con los pies en mi regazo, y yo con los míos sobre la mesa. En esa postura me dijo una vez algo que me dejó claro que aquella chica no era una cualquiera. Fue dos noches después de su segunda sobredosis. Pasamos dos días encerrados en casa, con las cortinas echadas, sin seguir el tiempo. Terapia. Y aquella noche de luz cobriza escuchando de fondo la calle Fuencarral, cuya vida entraba hasta que el cielo pasó de azul marino a naranja contaminación lumínica, se desnudó delante de mí. Deprimida y cumpliendo un voto de silencio de forma casi permanente. Era el luto postsobredosis. Dos días mirando al infinito, comiendo pizza congelada, llorando en la penumbra de la sala, con los pies en mi regazo y contándome lo que hacía en las noches que olvidaba que existía. Agradeciendo la brisa de las noches de verano en Madrid, le pregunté, en un alarde de filosofía barata: “¿Qué tendría que hacer para entenderte?”. Ella, con la mirada perdida y la cara con restos de lágrimas, me respondió: “Pon el mundo del revés. Dale la vuelta muchas veces y cáete de él”.
Me partió por la mitad. En ese momento demostró que ese cuerpo tan pequeño, hecho de espigas con forma de brazos y piernas, coronado por un borsalino y ondas rubias, relleno de alcohol en sangre y pulmones asfaltados de verde, era mucho más profundo y complicado que la apariencia vulgar y decadente que lució en sus últimos años.
Años en los que su último aliento la saludaba de lejos a diario. Años en los que vivió con la muerte.
 
J. L. M.

domingo, 23 de junio de 2013

Elogio del tiempo III

   La siguiente vez que vi a Margarita fue en casa; o cerca, al menos. Yo había vuelto a Verona un par de meses antes, sin dinero pero limpio. Aparte de la piel cetrina y los ojos apagados, nada hacía suponer los motivos de mi viaje. Aún hoy, siendo ya un hombre moldeado por los años y la rutina, recuerdo perfectamente aquel día en que nos encontramos nuevamente, lejos de su escenario habitual, desprotegida fuera del gastado laberinto londinense. De manera cristalina nos recuerdo a Pietro, a Marcello y a mí paseando por las  terrosas calles de Florencia aquella mañana de primavera, jóvenes, eternos, con ese aire extemporáneo que otorgan las gabardinas a los hombres de temprana edad. La ciudad, como siempre, me parecía estar hecha de una ceniza fina y apelmazada que surgía del mismo suelo y se elevaba, moldeando los plomizos edificios e incluso nuestros propios cuerpos. Cubiertos por aquel polvo acumulado durante siglos, parecíamos simplemente tres jóvenes deambulando despreocupadamente hacia el Arno. Ésa era una de las cosas que más me agradaban de Florencia, que, perdidos en la abrumadora vorágine de genios muertos, maestros deshechos e ilustres fantasmas de la que la ciudad se enorgullecía, nadie era nada. Ninguno de los tres podíamos ignorar la placentera sensación de que ni los florentinos ni los foráneos que hormigueaban sin rumbo aparente por aquellas calles parecían tener nombre ni historia, ni siquiera cara. En nuestra querida Verona éramos alguien, en Florencia apenas éramos tres siluetas que reían arrastrándose sobre su suelo parduzco. Allí, yo no era el atormentado físico excocainómano que se aferraba desesperadamente a su guitarra como un salvavidas para no ahogarse en el recuerdo de una ciudad extranjera y de una mujer desconocida. Allí yo no era más que un joven de bucles negros, barba rala y ojos verdes, enfundado en su gabardina color crema. Tampoco Marcello era el novelista frustrado cuyos pésimos versos reflejaban claramente su afición a los paliativos de la realidad que se vendían en las farmacias clandestinas, sino un chico desgarbado cuya cara de pelo rapado parecía tan ancha como sus hombros. Tan sólo Pietro con su media melena oscura perfectamente esculpida, sus ojos grises fríos como el hielo y su aristocrática mandíbula despreocupadamente afilada y cuadrada parecía conservar algo de su esencia en medio de esa atmósfera de anonimato. Podría decirse que poseía la inalterable prestancia que otorga el dinero. Y, en definitiva, Pietro no era sino dinero abstracto e inmaterial. Su mirada helada tenía más de plata que de hielo, su cálida voz parecía un torrente incontrolado  de monedas, el tacto indiferente de sus manos era el de los billetes. Desde que éramos apenas unos críos, Pietro había cuidado de nosotros dos. Él y su dinero siempre habían sido un colchón en el que poder acurrucarse a salvo cuando nuestras vidas se salían de madre. Había sido Pietro quien había pagado mi viaje de desintoxicación a Londres. También fue Pietro quién canceló las deudas de Marcello con los despreciables hombres de barro de los barrios bajos de Verona. Y quién sino Pietro había secado con billetes la sangre de nuestras narices y había sustituido la plata que esmaltaba nuestras manos temblorosas por otra plata más beneficiosa, quien sino él había empedrado de baldosas amarillas los caminos de sal por los que nos arrastramos Marcello y yo en los peores momentos. También Pietro había pagado aquel viaje a Florencia, una de nuestras ciudades preferidas, en el que habría de reencontrarme con Margarita.
   Bajábamos por la vía dei Calzaiuoli buscando las aguas del Arno cuando, al desembocar en la piazza della Signoria me encontré de pronto frente a ella que, recostada desganadamente en las escaleras de la logia dei Lanzi, miraba con desdén la cabeza que colgaba de las manos de Perseo. Una fuerza descomunal sacudió mi interior en aquel instante y las imágenes de nuestro último encuentro acudieron en borbotones a mi mente. Durante unos instantes abandoné Florencia para encontrarme nuevamente a la salida de aquel pequeño restaurante del West End frente al elegante mutismo de Margarita y su media sonrisa mientras me arrebataba el casco de las manos y se montaba en mi moto. “¿Subes?” fue lo único que dijo aquella noche. Recordé acomodarme tras ella para encontrarme minutos después nuevamente en aquella librería del West London con su colchón raído y su opresiva atmósfera. Apenas pude darme cuenta de lo que hacía cuando de pronto me vi completamente desnudo frente a ella. En comparación con su figura oscura y sublime, mi desnudez parecía vergonzante y torpe. Mi rigidez y abotargamiento contrastaban con la gracilidad de sus movimientos y la naturalidad con la que extrajo de sus ropas una bolsita de plástico llena hasta la mitad de una sustancia blanquecina, parecida a la sal. A fin de cuentas, no era sino sal en mis heridas aún sin cerrar. El miedo y la euforia tomaron violentamente mi cuerpo en una lucha sin cuartel, una lucha que ganó la euforia: primero la euforia de la sal, después la euforia de la carne y después nuevamente el miedo, el miedo a ahogarme en las profundas lagunas de aquella mujer, de perdermeen el olvido dulce y aterrador que prometía su cuerpo hecho de tiempo y aire. Una vez desaparecido todo rastro de la euforia o el miedo, retomó Margarita, como si de un ritual se tratase, el baile lento y melancólico de la vez anterior, que a mi memoria deshecha se presentaba inconcluso. En esta ocasión no se trataba de la música rota de Louis Amstrong sino de los acordes suaves y tristes de Elliott Smith. Ningún pitillo adornaba sus labios ni difuminaba sus contornos esta vez, ya se encargaba de ello el propio espacio, la pequeña habitación que parecía converger en ella a cada giro y que emborronaba los límites del vestido de lunares que se había puesto para negar su desnudez a mis ojos sedientos.

  De nuevo comienzan aquí las lagunas. Los recuerdos me llegaban de manera intermitente, a borbotones. El recuerdo de abandonar aquel cuarto mohoso aún a medio vestir, de caminar por las calles desiertas del West London con el sol asomando tímidamente por el este hasta llegar a mi apartamento en Camden, con el sol ya en lo alto. Recuerdo también de forma confusa los cuatro meses siguientes a la recaída, la angustia y la pugna conmigo mismo hasta encontrarme nuevamente en casa, en mi añorada Verona junto con mi familia y amigos, tras diez meses de limpieza interior, interrumpidos únicamente por una única noche de euforia y miedo.

 A.S.V.

Elogio del tiempo II

   Los recuerdos posteriores se colapsan y abomban, las imágenes son un fino hilo de plata en el que se mece desganada la araña del olvido. Tres meses después (si tal torpeza lingüística sigue siendo aceptable) las aguas de la memoria retoman su cauce en el patio andaluz de un sobrio restaurante del West End; mi guitarra amenizaba la noche a los comensales, mi voz se ahogaba en sus murmullos. En ese lapso ya irrecuperable no probé, creo (o así quiero creerlo), ni la dulzura de la ambrosía, ni a la agridulce Margarita. Ambas necesidades habían sido sustituidas por la música. Un dibujo breve de mi mano, un gemido sordo arrancado con el tañer virtuoso de mis dedos (no ocultaré con falsa modestia mi maestría) bastaba para acariciar ese otro lado, la puerta entreabierta tras la que intuimos nuestra esencia. Constantemente me veía violentamente arrancado de mí mismo cuando me encontraba a tan sólo un paso de esa puerta. Un cliente levantándose, un murmullo en una mesa, un pájaro sobre el patio bastaban para vedarme la revelación cuando ya la sentía palpitar en mi pecho. No parecerán extraños tales sentimientos: la música tiene un no sé qué que la realidad se lo respeta, el espacio resuena en la caja de una guitarra con menos fluidez de lo que lo hace fuera, el tiempo se enreda y ensortija entre sus cuerdas, permitiendo asirlos y manipularlos con cierto antojo, reducirlos y cortarlos para ensamblarlos posteriormente en cualquier punto que se desee. Esa noche, por ejemplo, entre una melodía suave y cruel como el agua se prendieron las imágenes de mi infancia y regresé a la Verona de mi niñez, mi madre me habló de nuevo de un futuro en el campo que volvió a maravillarme y volverá a aborrecerme, mis pasos se perdieron entre el trigo y mi guitarra germinó en el pecho de los mirlos, mis dedos nuevamente buscaron con frenesí el cuerpo de Margarita y temí ahogarme. No hablo de recuerdos, por supuesto, me refiero a vivir de nuevo, a estar allí, a comprimir horas enteras en el devenir efímero de una melodía, a dilatar el instante en el que estalla una emoción pasada durante una canción entera.
   Por supuesto, este hito de la memoria no es trivial. Aquella noche volví a ver a Margarita. La noche estaba avanzada y el vino y los acordes habían enardecido a los comensales. Algunos charlaban animadamente en voz exageradamente alta, los menos se mecían en sus asientos, los ojos cerrados y un tarareo desacompasado prendido de sus labios, todos olvidaban la frialdad finamente calculada propia de su estatus y su sangre inglesa. En este ambiente cálido irrumpió ella como una aparición con su vestido de noche resaltando los hombros desnudos y la piel sin la tacha del tiempo. El lenguaje siempre resulta falto para las descripciones importantes, tal vez ayuden más las imágenes. Un proverbio persa dice que el hombre teme al tiempo, pero que el tiempo teme a las pirámides; por mucha gente es sabido también que el tiempo alaba a las tortugas. Imagine usted por un momento la sempiterna imagen del complejo de pirámides de Gizeh, de sobra conocida. Piense en esas tres moles descomunales, inamovibles, acompañadas de otras tantas de menor tamaño. La imagen de por sí tiene algo sobrecogedoramente intemporal. Trate ahora de imaginar paseando lentamente ante ellas a una tortuga, una simple tortuga hundiendo sus patas en la arena dorada frente al inmutable complejo. La escena es inconcebible, anacrónica, tal vez ligeramente desgarradora. Acaso este símbolo sea parcialmente válido para entender lo que sentí al ver irrumpir a Margarita en un escenario tomado por la música: la melodía como el monumento de piedra y arenisca, la contingencia de una mujer como el aletargado animal.

   No dijo nada, simplemente se limitó a sentarse con su acompañante, un anciano impecablemente vestido, y a sonreír sus comentarios sin abrir la boca durante el resto de la velada. Así les gustan las mujeres a muchos caballeros: calladas y complacientes. Acabado mi turno, cerca del amanecer, los comensales se retiraron, algunos cargando a otros, y entre la maraña de gente que se dirigía a la salida perdí a Margarita. Nos encontramos veinte minutos después en la puerta del restaurante. Ella estaba sola tratando de encontrar un taxi. Gentilmente me ofrecí a llevarla en mi moto intentando controlar el temblor de mi voz.

 A.S.V.       

sábado, 22 de junio de 2013

Elogio del tiempo I

Llueve, como siempre en esta maldita ciudad, es un hecho. También lo es que me llamo Marco y nací en Verona. Me repito estas palabras cada mañana como antídoto contra la incredulidad. Desde crío he alimentado la vana ilusión de que la constatación de dos hechos verdaderos otorga veracidad absoluta a cualquier sentencia inverosímil posterior y, en estos momentos, la incredulidad es seguramente el peor de mis enemigos, el veneno capaz de empañar su recuerdo, de sofocar el efecto balsámico de su historia y de hacerme consciente del hecho de que ella se ha ido, para siempre. No sé si sería incluso capaz de borrar de mis recuerdos sus giros, sus movimientos felinos cuando jugaba con el aire al son de unos acordes ya olvidados y éste acariciaba su pelo y elevaba su vestido y su figura más allá de lo que la mente de un hombre puede permanecer fría y cuerda.
   No sé dónde debería empezar mi relato. Seguramente en aquella barraca de barro y caña brava a orillas del lago Victoria, tal vez un par de años antes, en un desgastado centro de desintoxicación londinense, el día en que nos conocimos. No puedo evitar recordarla, caminando orgullosamente por aquel pasillo, la sangre seca sobre el labio, la tosca bata medio abierta, el cansancio acomodado en la sombra de los ojos, perfecta. Nada tenía que ver con los demás pacientes: la dentadura intacta, el color vivo en sus mejillas, varias libras de carne bajo la piel cuidada y sin marcas, la mirada penetrante y lúcida. Nada tenía que ver conmigo. Margarita, dijo, era su nombre; su origen supuestamente portorriqueño. Los rasgos presumían, sin embargo, la cercanía del mediterráneo: la piel de un ligero tono café no presentaba la tosquedad del mestizaje, los ojos de un gris puro parecían añorar la cercanía de la vid y el olivo, la nariz aristocrática y el mentón altivo evocaban una pureza arcana, perdida por siglos de hibridación, el cabello azabache y los rasgos afilados contaban una historia olvidada por los hombres tiempo atrás. El desdén de la indiferencia escapaba de sus labios como el aire al respirar. Un deje de impertinencia azotó su voz cuando imperiosamente me demandó un cigarrillo.
   -No dejan meterlos- balbuceé torpemente.
    La arrogancia y la candidez ensombrecieron parejas su mirada. Sin mediar palabra me agarró del brazo y me obligó a seguirla fuera del centro. Nadie nos detuvo. Anduvimos sin descanso desde el East End hasta una minúscula librería del West London mientras el síndrome de abstinencia comenzaba a hormiguear por el interior de mi cuerpo. No tuve tiempo de sentirlo en su plenitud, pues llegados a la librería me arrojó a un mohoso colchón de la trastienda y desahogó en mi cuerpo sus anhelos carnales con la furia de un animal. Únicamente fui consciente del momento en el que se arrancó violentamente la ropa y su figura se mostró, soberbia, ante mí. En cuanto su piel me rozó la lucidez abandonó mi ser para perderse en rincones secretos, jugando con el tiempo, que aquella mujer parecía estirar o contraer a su antojo. Lo manejaba minuciosamente, con la maña de un orfebre, para, súbitamente, hacerlo añicos contra el suelo carcomido. Desdeñosamente se entretuvo con mi cuerpo durante un lapso en apariencia asombrosamente corto para dilatar luego el éxtasis de forma agónica, casi eterna. Un solo segundo bastó para estremecer mi cuerpo hasta el borde del desmoronamiento, para arrastrar mi mente al umbral de la locura. El goce inicial se tornó en una lucha desesperada para no sucumbir ante el peso del inconmensurable tiempo vivido y venidero que parecía convergir en aquel punto, obnubilado, a merced de los tibios contornos de Margarita.

   El final de aquel baile frenético dio paso a otro más sosegado, más humano. No recuerdo el momento en que la música empezó ni el instante en que Margarita abandonó la calidez de mi cuerpo, pero recuerdo abrir los ojos, colmado de sudor, moho del colchón y una paz ajena, para verla mecerse lentamente por la reducida pieza al ritmo de una vieja canción de Louis Amstrong. El pitillo que adornaba sus labios la halagaba dócilmente, ansiaba como yo, como la realidad misma, fundirse con su esencia envolviéndola en volutas que giraban con ella y difuminaban sus contornos, que henchían la pieza y el pecho, que parecían seguir el compás de aquella melodía melancólica y cuyo olor agrio recordaba remotamente al de la felicidad. 

A.S.V.

jueves, 20 de junio de 2013

Perros II


Hace diecinueve años, nueve meses y diecisiete días tenía catorce años, y eran las cinco de la mañana. Íbamos los dos, Alfredo y yo. Freddy llevaba la mochila con los botes. Bajaríamos mil millones de veces más por esa calle, pero en ese momento no pensábamos en otra cosa que no fuera encontrar un portal con barrotes rojos. Lo encontramos al final de la cristalera tintada de un extraño bar o restaurante, o lo que fuera. Tenía una puerta muy pequeña, y encima de ella había un neón verde que ponía “Sangster’s”. Pero lo importante era la pared que había en la acera de enfrente, justo delante de los barrotes rojos. Inmediatamente Freddy se quitó la mochila y sacó un bote para mí y otro para él. Aquel hijo de puta vivía tras los barrotes rojos y nosotros lo sabíamos. Por eso estábamos allí. Aquel desperdicio humano se encargaría de pintar los barrotes con su sangre cuando la pintura estuviese deteriorada. Lo de los botes era simple. Una amenaza escrita es más que una simple amenaza. Tras dar los buenos días al conserje, la fachada del edificio del otro lado de la calle le gritaría como lo haría la más cruel encarnación del odio. Mientras oía la bolita metálica moviéndose dentro del bote, me imaginaba sus pelotas recién cortadas y clavadas en la puerta de su casa. Así sus padres podrían clavarlas en su lápida, o dejarlas en la puerta. O podrían pintarles caritas sonrientes. Pintamos con rabia, repasando las letras muchas veces, y subimos la calle también gritando, y pensando que con las pintadas no bastaba. Necesitaba sentir cómo sus dientes se clavaban en el interior de sus mejillas. Necesitaba marcar esa cara para que el espejo le recordase cada día lo que no se debe hacer si no quieres tener la cara troceada. En aquel momento sentía como cada latido se multiplicaba por dos. Por tres. Por quinientos. Estábamos eufóricos pensando en lo que le podíamos hacer a ese hijo de puta. Mucha gente habría comparado lo que sentíamos en aquel momento con el instante previo al éxtasis sexual. Ese momento en el que nada te importa y todo se concentra en un punto. Un punto físico y un punto mental. La primera caricia violenta del día siguiente sería el éxtasis. La cara pintada de rojo y el esternón incrustado entre los pulmones serían el equivalente al cigarro de después. Eso era lo que le esperaba a la arcada con brazos y piernas que vivía tras los barrotes rojos. Iría yo solo. No creía que nadie fuese capaz de llegar al nivel de ira en el que me encontraba yo, por lo que no consideraba que nadie fuese digno ni siquiera de respirar cerca de mi víctima. No aceptaba ayuda innecesaria y tóxica. Después de decir esto me podríais preguntar por qué dejé que Freddy me acompañara aquella noche a dar el aviso frente a los barrotes rojos. Fue por amistad. Simple y brutal amistad.

Siempre me sentí orgulloso de ese sentimiento protector que tenía Freddy respecto al grupo. Sentía que era responsable de nuestra seguridad. Nada malo nos ocurriría estando él cerca. Nada que ocurriese en contra de nuestra voluntad. Sabía perfectamente cuándo podía y debía intervenir.

Apenas dormí aquella noche de noviembre. Soñé con esperarle en la puerta. Soñé con tirar la mochila. Soñé con su inferioridad.

Al día siguiente todo ocurrió como yo quería. Respiré durante esos minutos el olor del sufrimiento. Un olor caliente y frío a la vez. Disfruté y no disfruté. Creía firmemente que era mi deber hacerlo y lo hice. Después de contar esta historia soy el hombre más miserable que habita el globo terráqueo. Estas palabras me quitan el derecho a vivir. Soy violento. Ignorante. Doy asco, mucho asco. Ódiame. Ódiame hasta reventar. Como si fuese la persona a la que más odias en este mundo. Conviérteme. Conviérteme en el depositario de tu odio más profundo.

Después de odiarme eres Hugo. Hugo tiene una hermana dos años más joven que él. La hermana de Hugo se llama Victoria. Un día, Victoria conoce a un chico. Hugo conoce a ese chico. Hugo es inteligente. Hugo es muy inteligente y no rechaza a ese chico. Ese chico es humano. Ese chico pierde el derecho a ser humano cuando le hace cosas a Victoria. Cosas que Victoria no quiere que le haga. Cuando Victoria deja de existir, Hugo decide que ese humano que ya no es humano debe pasar a ser nada. Hugo le convierte en las ruinas de la nada. Victoria es mi hermana. El chico que dejó de ser humano es el mismo que escupió sangre aquella mañana de noviembre. El mismo que estuvo a punto de masticar con las encías el borde de la carretera.

Yo soy Hugo desde mucho antes de que lo fueras tú. Soy Hugo desde que mi madre gritó y lloró de dolor y felicidad en un hospital, una madrugada de un nueve de junio.
 
J. L. M.

miércoles, 19 de junio de 2013

La otra muerte

   Una fuente requiebra en un patio lejano como un cristal percutido por una fuerza tan devastadora como los años que curvan su espalda y carcomen su piel. Ya no percibe el fresco aroma de la primavera temprana ni el sabor amargo del zumo de naranja, que en otro tiempo le deleitaban sumamente. En la mesa de madera, junto al vaso intacto reposa una pluma en su tintero y unos papeles en blanco. Ahora todo es austero, nada es como antes, cuando creía dominar el mundo y moldearlo con su genio y sus palabras (si no él, al menos el otro). Ya han pasado algunas horas -quizás dos, tal vez tres- desde que se ha sentado frente al vaso y los papeles; nada ha cambiado en ese tiempo, tan sólo ha contemplado, frustrado, el temblor de sus manos inútiles que ya no son capaces de alumbrar grandes historias como las de antaño. Han quedado yermas para los prodigios. Ellas, que han dado vida a reyes y emperadores, que han regido el destino de naciones enteras, que han materializado la locura, el amor, los celos o la codicia y los han manipulado con la maestría y la elegancia con la que un orfebre engarza los más bellos metales; ellas, son ahora estériles y cargadas de muerte. Tal vez esto no le sorprende porque sabe que nunca han sido ellas o él o su ingenio quienes moldeaban tales quimeras, sino el otro, siempre el otro. Se obstina ahora, no obstante en componer una última obra (cualquier rapsodia intranscendente le es válida) tal vez para reivindicar su existencia frente al otro, tal vez porque se niega a resignarse a que el otro haya muerto y él ya no sea más que un cadáver esperando el olvido, incapaz de un milagro que justifique su vida. Pero la realidad lo oprime como la vejez o la enfermedad: ya no es capaz de componer.
   No se ha rebajado al llanto o la ira, jamás le otorgaría esa satisfacción, pero no es fácil esconder esos sentimientos a una esposa. La mano de Anne se ha posado sobre su hombro con dulzura. Simplemente dice su nombre, con suavidad, casi en un susurro maternal, pero a él le llega lejano y ajeno. No es él, hasta eso se ha llevado el otro. Ya no es nadie. El contacto de Anne le hace, sin embargo, sonreír. Tal vez intuye que ella es lo único que el otro no podrá llevarse, que le pertenece sólo a él al igual que él le pertenece sólo a ella. Es fabulador, pero no un iluso. Sabe que eso también lo barrerán el tiempo y la muerte, pero mientras viva será lo único verdaderamente suyo. No sabe, por supuesto, aunque se dice que los grandes hombres son capaces de barruntar su lugar en la eternidad, que los siglos venideros le deparan una idolatría asentada en turbias conjeturas y dispares especulaciones (sobre su religión, su sexualidad, la autoría de sus obras o su existencia, incluso. Todas referidas al otro, por supuesto), pero si lo supiera seguramente encontraría un placer irónico en el hecho de que la única especulación que realmente lo concernirá algún día será la que irremediablemente lo aboque al olvido. Hablarán las lenguas del futuro de frialdad e insatisfacción, incluso de abandono. Un hecho tan trivial como el calor que le recorre el cuerpo al sentir su mano desmantela de raíz las teorías de infelicidad o adulterio. Esto lo hace mortal, finito, libre. En ese momento entiende lo que hace años sabe: ella es el milagro que lo justifica, ella y sus hijos. Comprende que es radicalmente falsa la sensación que lo acompaña desde tiempo atrás de que ha tenido que nacer para engendrar al otro, de que es un hombre necesario para que la eternidad obtenga un nuevo engranaje para su arcano y macabro mecanismo. Ahora sabe que si algún acto lo ha requerido en algún momento ese  ha sido el acto mismo del amor, el intisto de perpetuación y supervivencia que se sirve de cualquier individuo, excelso o insignificante, para alcanzar sus fines. Felizmente se sabe ahora contingente, prescindible, innecesario.

   Desdeñosamente aparta los papeles y la pluma, ya no necesita escribir; ya está todo escrito. No ha notado, absorto en sus pensamientos, que Anne, al no rebicir respuesta, ha decidido retirarse para dejarle intimidad. Sonriente y tembloroso se levanta, apura el zumo y da un par de pasos antes de derrumbarse. No hace ruido al desplomarse sobre la hierba del patio; la nariz, rota, sangra profusamente, expulsando los últimos restos de vida que le quedan. A su mente anciana y cansada acuden reminiscencias de otras vidas, las que él (el otro) ha creado. Como en un sueño recuerda pasillos de un palacio en Alejandría, un balcón en Italia, salas y cementerios dinamarqueses, recorre las húmedas calles de Venecia y los mármoles de Roma, aspira el aire cálido y salado de Bretaña, se deleita con el verde rocío de Escocia e incluso revivió un sueño plagado de fantasía iluminado una noche de estío varios años atrás. No tiene tiempo de lamentar no haber visitado aquellos lugares que conoce como la palma de su mano, pero sí de recibir un último regalo del entendimiento, un obsequio del cielo que, según dicen, cuida de sus héroes. Acierta a entender, como susurrado por las criaturas que pueblan los lugares que está rememorando, que el otro, la sombra que lo ha perseguido en vida, no es siquiera creación suya. Al otro lo han creado sus propias historias, sus personajes lo sustentan. No sería siquiera polvo sin aquellos reyes, nobles, dictadores, prestamistas, calaveras y reinas orientales, sin aquellos moros y judíos, sin aquellos payasos y enterradores, sin aquellos jóvenes que caen víctimas de los errores de otros, sin aquellas hadas que lo han creado. Finalmente piensa, liberado, que no es el otro el que se lo ha arrebatado todo, simplemente nunca lo ha tenido; ni nombre ni bandera, ni genio. Tan sólo ha sido el esclavo de unas criaturas codiciosas que se han valido de su soberbia para existir, para contar al mundo sus historias olvidadas. Pero ya nada importa, pues ahora acaba todo y será el otro el que cargará con ese peso en los siglos venideros, será al otro al que veneren y citen, al que no se le conceda el reposo de la muerte y el olvido. Ya no piensa nada más, ya no se mueve. Lo encontrarán inmóvil un par de horas después. Sobre el requebrar de la fuente Anne impondrá, en un patético grito que será recogido siglos después, su nombre: "William".

A.S.V.
                                    

lunes, 17 de junio de 2013

Todos los días, todas las noches.


Todos los días vivo en una calle estrecha. Todos los días hay una lavandería debajo de mi casa. Todos los días hay un muro oscuro, sin puertas ni escaparates, en frente de mi casa. Todos los días, todas las noches, la lavandería está iluminada. Todos los días, todas las noches, miro por la ventana de mi casa y veo el muro oscuro iluminado por la luz de la lavandería. Todos los días, todas las noches, una sombra recorre la luz de la lavandería proyectada en el muro oscuro. Todas las noches, alguien pasa por delante de la lavandería. Todos los días, todas las noches, compruebo si es posible tener una vida tan vacía que solo merezca la pena vivirla por ver una sombra cada noche. Y sí, por supuesto que es posible.
 
J. L. M.

jueves, 13 de junio de 2013

Perros I


Estoy seguro de que el alcohol se inventó para que no domináramos el mundo. La mesa más apartada del sótano del bar más apartado del mundo, en el epicentro de ese caos que se formaba cada fin de semana. De viernes a domingo era imposible encontrar en esas calles alguien que no nos conociera, a alguien que no nos hubiese saludado de acera a acera, o a alguien que no hubiese oído hablar de nosotros. La vida empezaba todos los viernes por la tarde. No merece la pena hablar ahora de lo que hacíamos antes del viernes y después del domingo. Nuestras siluetas bajaban las calles como lo hacían Alex DeLarge y sus drugos antes de atacar al vagabundo. Teníamos “mesa de siempre” en demasiados sitios. Meábamos cerveza y sudábamos vodka. Por nuestras mesas pasaban desde menores que empezaban a descubrir lo que ocurría cuando se ponía el sol y salían las farolas hasta el arte y la bohemia en forma de piel de antebrazo picado. Meábamos vino blanco y sudábamos ginebra. No nos gustaba comer. En realidad creo que lo odiábamos. Comer únicamente para no morir. No morir. Nunca morir.

Éramos cómplices. Todos nos sabíamos las mierdas de todos. Teníamos un fondo común de historias sucias, y un acuerdo de confidencialidad. Lucas sabía que yo jamás le contaría a nadie que violó a su prima cuando ambos tenían diez años, y mucho menos que esa prima se llamaba Zaira, y que era la misma Zaira que nos encontrábamos cada tres sábados siempre en el mismo bar y en la misma mesa. NUESTRA mesa. En vez de echarla nos sentábamos con ella y hablábamos de cómo sería la historia de piratas perfecta. Incluso creo que llegamos a escribir algún principio de novela. En realidad pensábamos nosotros, y ella hablaba como si estuviera dentro de la historia. Era una perfecta tarada. Una tarada de tetas vacías que iba muchas veces al baño. Estábamos seguros de que era cocainómana, aunque Marco decía que solo iba a masturbarse. Lucas lo sabía, igual que Marco sabía que nunca le diríamos a nadie que intentó matar de hambre a su hermano tetrapléjico. No es el momento de explicar por qué lo hizo. Se oían rumores increíbles sobre nosotros. Lucas me dijo que le contaron que yo había matado en un baño a un cincuentón que acababa de tirarse a mi hermana. Pero me encantó la historia, porque se contaba que le había matado a hostias. Lo más extraño de todo es que la gente contaba esas historias como grandes hazañas. Yo sabía que si alguien me veía alguna vez dándole una paliza a cualquier gilipollas en alguna de esas calles, no pensarían que el otro hombre fuese inocente. Yo siempre tendría la razón en situaciones extremas. Y lo mismo pasaría con Lucas, o con cualquiera de nosotros. Aunque nunca pensé qué pasaría si alguien nos viese pegando a una mujer.

No me gustaba ver sufrir a las mujeres. No lo podía aguantar. No creía que ninguna mereciese soportar dolor. Creo que si tuviera que elegir entre apuñalar a un misionero o apuñalar a una desalmada que ha matado a su hijo, apuñalaría al misionero. Con los hombres era muy distinto. Siempre creí que había demasiados hombres despreciables. Demasiados hombres que merecían ser estrangulados con los intestinos de su propia madre.

Ahí estábamos los cinco, bajando la calle hasta la esquina. Yo soy el del centro; cuando hacía frío iba siempre con la cabeza encogida entre los cuellos de la chaqueta. El que está a mi derecha es Miguel, el que siempre soñó con una camisa blanca, el mejor cliente del estanco de la plaza. Al lado de Miguel está Marco. En alguno de sus bolsillos se escondía siempre una petaca llena de Jack Daniels. Los de la izquierda son Lucas y Freddy. Freddy es el del traje y Lucas el de la cabeza rapada. Yo era el único que llamaba Alfredo a Freddy. Alfredo. Alfredo y su traje azul. Su segunda piel. Lucas y sus heridas en la cara. Su única piel siempre reventada por algún sitio.

Las camisas hacían que pareciéramos buenos tipos, buenos muchachos. Pero como en las mejores historias, las apariencias engañan, hermanos. Simplemente fuimos grandes en un mundo pequeño. En el mundo grande éramos familia directa de los ángeles del infierno. Éramos mierda radiactiva. Éramos los restos y los que se comían los restos. Éramos perros.
 
 
J. L. M.

martes, 11 de junio de 2013

This is the end


Todo estaba lleno de bidones de sangre. Al lado de cada uno de ellos, había un pequeño frasco similar al de cualquier perfume, aparentemente vacío. El fuego había ganado. El sol se estaba fundiendo. Todos los cimientos se quebraban al unísono. Poco a poco el mundo pasaba a ser en blanco y negro. Avanzábamos abrazados por una calle olvidada mucho antes de que todo terminase. Habíamos caminado demasiado, avanzando demasiado lento, acumulando demasiado miedo. Cada brizna de hierba que sobrevivía entre los adoquines era la esperanza de algo nuevo. Pero la palabra nuevo no existía en aquel momento. Tampoco existía la palabra música, pero se oía una melodía, muy leve, omnipresente. La ignorancia del gorrión superviviente se paseaba por el capó reventado de un todoterreno. Parecía que la música venía del cementerio. Cruzamos la verja oxidada y chamuscada cuando alguien dio a las nubes un brochazo negro. Me preguntaba cuántas hojas verdes quedarían en Hyde Park. Me preguntaba si quedaría algo blanco en la fachada de la Casa Blanca. Me preguntaba si la Mona Lisa seguiría sonriendo entre escombros. Y me preguntaba por qué ocupaba mi mente con semejantes estupideces mientras era consciente por primera vez de que cada segundo, cada paso o cada parpadeo podía ser el último. En aquel momento el cementerio era un lugar más de la ciudad. La melodía se oía un poco más fuerte. El cansancio se hacía un poco más fuerte. Cada vez andábamos más despacio. La música seguía sonando, pero a lo mejor solo sonaba en mi cabeza. Ella decía que no oía nada. Cuando parecía que el humo había dejado inconsciente a la esperanza, se produjo una explosión dentro del cementerio. Caían del cielo flores y papeles escritos quemados. Velas sin terminar y basura irrespetuosa. Tras la explosión se oía una piedra arrastrándose, como la puerta del sepulcro. Entre pequeñas lápidas olvidadas mucho tiempo atrás, se veía cómo una de ellas se hacía cada vez más grande. Un pequeño prisma rectangular que acabó convirtiéndose en la base de una gran estatua llena de inscripciones, todas gobernadas por un rotundo y nostálgico “SEX, DRUGS AND ROCK’N’ROLL” escrito en tinta negra. Aquello no podía ser más que un espejismo. Se levantó la parte superior de la lápida. La melodía, que no había parado de sonar, lo hacía ahora con más fuerza que nunca. Las nubes negras eran bafles gigantes. El mundo, más apagado que nunca, se vio iluminado por un gran chorro de luz blanca que salía de la lápida. El chorro empujó a la superficie una silueta delgada y con pelo largo. Tras observarla unos segundos, ya veíamos cómo brillaba su chaqueta de cuero. Era el regreso del Rey Lagarto. Era la última canción de un concierto que duró más de cuatro mil millones de años. No nos miraba. Solo cantaba. Su voz se arrastraba por la melodía que marcaban los otros tres, que tocaban sabiendo que no habría mañana. Reímos, lloramos, bailamos, nos tocamos y nos besamos como nunca lo habíamos hecho. Quedaba muy poco. Nos deshacíamos el uno al otro. Quedaban segundos. Nos acercamos juntos, arrastrando nuestras rodillas, al pie de la lápida. Tantas lágrimas nos habían secado los ojos. Perdimos la voz riendo; quizá la mejor forma de perderla. Justo antes de que todo terminase, sonreímos, y con las últimas gotas de tinta roja que nos quedaban, escribimos sobre la piedra: FIN. Y me desperté, sabiendo cómo acabaría todo.
 
J. L. M.

lunes, 10 de junio de 2013

Areté

Estaba a punto de morir el día que nos conocimos. Cada respiro era una agonía para ella cuando la descubrí semidesnuda y llena de llagas, medio olvidada en aquel húmedo y claustrofóbico cuartucho del hospital psiquiátrico que había sido su hogar durante más de la mitad de su vida. Recuerdo estar dirigiéndome a la salida del centro tras visitar a un familiar interno cuando, al entrar en uno de los pasillos de la quinta planta un olor nauseabundo corrompió el aire, eliminando el artificial aroma de los hospitales. Mi primer impulsó fue, naturalmente, salir corriendo del pestilente pasillo, pero la insidiosa voz de la curiosidad acabó por convencerme para, desatendiendo toda precaución ante la posibilidad de que un enfermo anduviese suelto, dirigirme hacia una puerta entreabierta de la que parecía emanar el hedor. Seguramente quedé pasmado al empujar cautelosamente la puerta para descubrir a una mujer consumida y despojada casi con toda seguridad de su humanidad para acabar convertida en un animal antropomorfo que se movía cuadrupedalmente y vivía entre sus propios desechos sin importarle siquiera.

No quisiera cometer el crimen de la soberbia pretendiendo transportar a la lengua escrita lo indescriptible; la inefable sensación que poseyó mi cuerpo cunado los felinos ojos de la mujer fiera se clavaron en los míos. Sólo diré que fui consciente por un segundo, y probablemente más de lo que ha sido ser humano alguno, de lo insignificante de mi existencia, del mínimo espacio ocupado por mi cuerpo en la vastedad de lo inabarcable, del ínfimo suspiro que representa el tiempo que se me ha asignado en lo infinito de la eternidad. El minúsculo instante que pude resistir asomado al vertiginoso abismo de aquella mirada bastó para comprender que no me encontraba ante una persona corriente, sino más bien ante un arcano dios caído en desgracia, olvidado por una humanidad que un día se postró doblegada ante él. Inconscientemente me fui acercando a la encorvada figura, movido por un incontrolable impulso de proximidad. La mujer gruñó primero y después abrió y cerró la boca varias veces, como queriendo hablar sin palabras. Instintivamente saqué del bolsillo de mi gabardina una libreta y una pluma que llevo siempre encima y se las tendí, sin reparar en que seguramente su estado animal le hacía desconocedora del lenguaje humano.

Sin embargo, la mujer se abalanzó sobre mí con un movimiento felino y me arrebató con una suerte de zarpazo la libreta y la pluma. Se escabulló con ellas a un rincón de la estancia, en donde, lentamente y con gran esfuerzo, trazó unas simples líneas que emborronó a continuación con el dorso de la mano sin darse cuenta. Continuó varios minutos con este ritual, volviéndose su trazo más fluido y los borrones menos frecuentes a medida que avanzaba. Así llenó varias hojas ante mi atónita mirada hasta que uno de sus trazos la hizo detenerse bruscamente. Aunque se mostraba incapaz de dejar de mirar el trazo, la visión de éste parecía dañarle los ojos, como si mirase la luz del sol tras años de encierro. Cautelosamente me acerqué a la mujer para mirar la libreta y observar el simple signo. Una zeta.

De pronto pareció ser consciente de mi presencia por primera vez y reaccionó asustada ante mi proximidad, acurrucándose más en su esquina. Vanamente intenté tranquilizarla con palabras, pero lo único que afloró de mis labios fue un débil “eh…”. Suficiente.

No sé si se debió al descubrimiento de la letra o si el sonido de la voz humana fue el causante, pero súbitamente se obró en ella un cambio tal vez comparable, si se me permite el atrevimiento, al acontecido a los inmortales retratados por el sabio bonaerense ante la presencia de la lluvia. La mujer se irguió mostrando su orgulloso porte y, consciente seguramente de su desnudez y suciedad, intentó limpiarse y taparse con una raída manta parda que descansaba arrebuñada en el catre. Pasada la conmoción inicial le sobrevino  el llanto ante la penosa situación en la que se encontraba, por hallarse en tan humillante estado, desnuda, viviendo entre sus propias heces, olvidada por el mundo. Y toda vez recuperado el conocimiento de sí misma y la  vergüenza, dos características inherentes al ser humano y quizás las más definitorias, y sobrepuesta al llanto, me indicó mediante un gesto y con una seguridad extraordinaria que me acomodase en el camastro al tiempo que ella escribía frenéticamente con mi pluma, como si cada segundo consumido la precipitase a un precipicio mortal que se hallaba cada vez más cercano. Así era y, extrañamente, lo sabía.
Tras lo que pudieron ser horas o acaso sólo segundos, detuvo el frenesí de su mano y levantó su mirada del papel, directamente hacia mis ojos. De nuevo me sobrevino el vértigo; el mismo que continúa hoy, tanto tiempo después, inundando mis sueños. Otra vez aquella humillante sensación de estar profanando con mi indigna presencia algo sacro, vedado a la patética mente humana. Se acercó a mí, acelerando mi pulso y cortando mi respiración, y me entregó la libreta y la pluma al tiempo que me instaba con un nuevo gesto a que abandonara el habitáculo.
Aquella noche fue con seguridad una de las peores que he vivido: los ojos abiertos, la fiebre ardiendo en mis entrañas, el delirio trastocando mi mente y el vacío en el estómago y el nudo en la garganta que me acompañaban desde que me había asomado por segunda vez a las profundidades del insondable abismo de esas pupilas felinas amenazando con ahogarme. No fue hasta la mañana siguiente, con mi cuerpo a punto de derrumbarse, cuando tuve el mínimo de lucidez necesario para ojear la libreta. Aunque hace tiempo que perdí el manuscrito y los detalles de lo que contenía han sucumbido al inclemente castigo del olvido, no olvidaré mientras me quede vida o cordura la historia que  encerraba.

La primera frase, la única que quedó grabada a fuego en mi mente, rezaba así: “Mi tiempo ha llegado a su fin, la muerte me acecha, la locura me ha vencido; pero quisiera antes del último suspiro prevenirte, quien quiera que seas, para que no cometas mi error, mi blasfemia, mi soberbia. Advierte a todo el que puedas.” Me pesa  profundamente no haberte hecho caso, ahora también es tarde para mí.
El resto del documento relataba la historia de la mujer. Tengo la absurda esperanza de poder enmendar tanto su arrogancia como la mía contando ahora, cuando ya es irremediablemente tarde para ambos, lo que neciamente callé durante años:
Suponía haber nacido en algún momento y en algún lugar, aunque nunca prestó atención a detalles tan triviales como el tiempo o el espacio. Tempranamente descubrió su don para las letras y su prodigioso dominio sobre el arte de la palabra. Le maravillaba especialmente la capacidad humana de definir, recrear y delimitar casi cualquier  concepto, por abstracto que sea mediante términos concretos y el hecho de que el lenguaje y, más aún, la literatura parecían impregnar cada elemento de la realidad por pequeño que pueda ser (todo es evocable, todo tiene una historia). Conforme profundizaba en el mundo lingüístico y literario y aumentaba su maestría en el que ella no dudaba en calificar “el más noble y único arte” (pues es el único capaz de contenerlos a todos y el único contenible en todos ellos), una idea fue formándose en su mente: hallar la Palabra, un vocablo que captase la verdadera esencia de la realidad y, por ende, permitiese dominarla, la fórmula de la Creación, el llamado nombre de Dios, el Shem Semaforash.  Había oído leyendas sobre una mesa que contenía tan poderoso secreto; viejas historias. Estaba convencida de que podía hallar la respuesta usando únicamente su mente, sin perder el tiempo buscando mitos.
Los siguientes diez años los pasó encerrada, estudiando al detalle cientos de lenguas, desde las más recientes a las más arcaicas incluidas las sintéticas como el esperanto, esperando hallar rasgos comunes, un origen, una clave, una respuesta. Los diez siguientes los pasó viajando, aprendiendo lo que no está en los libros, escuchando a ancianos, rescatando lenguas olvidadas. Nada, cada vez más datos y menos respuestas. De pronto las palabras le molestaban, sobraban por todos lados, tan sólo fonemas imperfectos que la alejaban del vocablo  maestro. Decidió entonces despreciarlas para que su nefasta presencia no entorpeciera su búsqueda, desterrar las que habían sido sus únicas acompañantes durante su solitaria vida, perder la literatura, su único amor. Pero éstas, obstinadas como la mala hierba, persistían en su cabeza largo tiempo después de que su garganta se volviese yerma y la voz no fuese siquiera un recuerdo, dando forma a cada pensamiento y alejándola cada vez más de su añorada meta, en lugar de allanarle el sendero.

Tal llegó a ser su obsesión por la llamada fórmula de la Creación y su desesperación por la insidiosa presencia de las impuras palabras, que al poco tiempo ya no comía, había dejado de dormir y no había cesado hasta borrar cualquier rastro de que una vez hubo libros, papel o instrumentos de escritura en el santuario en que se había convertido su apartamento.

No mucho tardó en llegar la demencia. Desterrada la palabra hablada, le tocó el turno a la pensada, borrándose de su mente el humano don del lenguaje y, en consecuencia, perdiendo la virtud del conocimiento y la conciencia. Así se precipitó al estado animal en el que la encontré aquella mil veces maldita tarde en que la locura le concedió un respiro.

Viéndose de pronto en tan lamentable estado y sabiéndose cercada por la Parca, decidió advertir a una persona desconocida, con la confianza de que nadie repitiese su historia. ¡Flaco favor me hiciste! Bien podrías haberte podrido en las entrañas del Averno sin que nadie se viese tentado de acabar lo que tú no pudiste. Pero, qué digo, ¿Acaso no estoy haciendo lo mismo que tú al contar nuestra historia? ¿Estoy, quizás, precipitando a otro ser humano al mismo abismo en una monstruosa espiral que tal vez llegue algún día a engullir a la humanidad entera? No lo sé. Ahora tan sólo sé que he imitado punto por punto tu aberración, por qué saltarse este paso.

Largos años han pasado desde que volví al psiquiátrico para encontrar cómo sacaban su cadáver y lamento decir que la locura animal ya me ha consumido. Apenas me ha sido otorgado el suspiro anterior a la muerte que también le fue concedido a mi predecesora, he decido escribir estas líneas que tal vez nadie lea nunca. En éste último instante mi mente exhausta cree haber hallado una respuesta; bueno, más bien una pregunta: ¿No podría ser el nombre que aquella mujer buscaba el suyo propio, olvidado tiempo atrás para resguardarse de sí misma? ¿No podría ser incluso el mío? No sé, estoy demasiado cansado para pensar. 

 A.S.V.
                                                                                                                   

Intro. Lo que ocurría cuando el escritor se iba al baño.

El escritor es un hombre felizmente casado, con tres hijos y un perro, y goza de un cierto reconocimiento entre sus colegas de profesión, y también entre los lectores.
Escribe todos los días en su estudio. Su estudio es su santuario.
Pasan los años, y su hijo mayor, decide empezar a escribir, pero él se lo prohíbe. Él es el escritor, el que publica, y no quiere que su hijo se convierta en el “hijo de”. El hijo decide demostrar al padre su valía como escritor, por lo que decide empezar a escribir relatos a escondidas.

El escritor está todo el día encerrado en su despacho. Solo sale para ir al baño. Cuando el escritor está en el baño, su hijo entra y mezcla los relatos que él ha escrito con los de su padre.

Los escribía a máquina con la esperanza de que su padre no le identificase con lo escrito en esos papeles. El hijo mayor escribía lo que sentía y lo que dibujaba su imaginación. Poco a poco construyó una obra que mezclaba todo lo imaginable. El chico no desperdiciaba nada de lo que pasaba por su cabeza.
Un día el escritor descubrió todo eso en el segundo cajón de su escritorio; el sitio que su hijo había elegido para guardar su pequeña obra. Empezó a leer el primero de los relatos, y a los pocos segundos dejó de ser escritor egocéntrico y se convirtió en padre orgulloso.
Leyó hasta la última letra de ese mosaico de historias que su hijo había compuesto. Salió del despacho con todos los folios en la mano. Todos los folios que su hijo dejaba sigilosamente en su estudio cada vez que él iba al baño. Fue a la habitación del chico, que desde el momento en que vio entrar a su padre, trató de ocultar los nervios con un perfecto gesto de indiferencia en su rostro. El escritor le miró. Miró después el primer folio del montón, pasaron cinco segundos eternos hasta que hizo la pregunta.
-¿No falta el título principal?
El chico sonrió. Había pensado millones de títulos para unificar todas esas historias, pero ninguno transmitía lo que esas historias significaban. Cada historia había sido un paso para alcanzar el reconocimiento de su padre. Las había metido por la puerta de atrás del universo que el escritor había creado en aquel estudio. Y se acordó del detalle más doméstico de toda esta aventura. El detalle que le hizo sonreír cuando su padre le hizo esa pregunta, el detalle que le había permitido mostrarle las cosas que escribía. El detalle que le descubrió el título perfecto. No tardó en responder.
-Se llama El escritor ha ido al baño.



J. L. M.