jueves, 30 de enero de 2014

Elogio del tiempo VI

   Muchos de ustedes ya conocerán el final de la velada, pues ha aparecido en numerosos periódicos y aún hoy, salen a la luz periódicamente recordatorios de los hechos. Me refiero, en efecto, al incidente de Filippo con su admiradora.
   Como pueden imaginar, no soy un fiel testigo de los hechos. Aún en una situación semejante no podía evitar que mi cabeza estuviese en otra parte. La imagen de Pietro y Margarita saliendo juntos del local me obsesionaba y ni siquiera unos hechos tan graves podían arrancármela de la mente. Aún hoy, tantos años después, me reprocho mi actitud en aquellos momentos.
   Esto es lo que recuerdo: Había pasado aproximadamente una hora desde que Pietro y Margarita se fueran. Tras ellos había salido la pareja y el grupo de amigos se había ido dispersando. Hacía tiempo que era de día cuando salimos a la calle. Estábamos Marcello, Nicoletta, Mateo, Filippo, la mujer y yo. Era una mañana fría y la calle estaba desierta. Aún chispeaba.
   Los recuerdos resultan bastante confusos, debido en gran parte a la rapidez del suceso. Íbamos apoyados los unos en los otros y el exceso de alcohol nos hacía hablar con un tono de voz seguramente más alto de lo habitual. En medio del barullo de las risas y las conversaciones cruzadas se fue destacando la voz de Filippo. Todos nos detuvimos y lo miramos. Discutía acaloradamente con la mujer, que intentaba agarrarlo y cuyo rostro se encontraba más cerca del suyo de lo que era normal. De pronto los movimientos comenzaron a ser extrañamente bruscos, como de forcejeo. Mateo hizo ademán de acercarse a separarlos y un segundo después la mujer corría  calle abajo hasta perderse entre las calles de Florencia y Filippo se encontraba arrodillado, abrazando su propio cuerpo y doblado sobre sí mismo. Nos quedamos clavados, incapaces de movernos, viendo como el pecho de mi amigo subía y bajaba con dificultad mientras un cuchillo del restaurante de Nicoletta lo acompañaba al compás de su respiración irregular y una mancha oscura y viscosa se extendía por su camiseta blanca.
   Nos pareció que estuvimos horas estáticos, conformando aquella grotesca estampa: Mateo inclinado sobre el cuerpo encogido de Filippo y nosotros tres abrazados mirando aquella imagen desgarradora. Lo cierto es que tan sólo transcurrieron unos pocos segundos desde que la mujer huyera hasta que Nicoletta reaccionara y entrara al local a llamar a una ambulancia.
   El resto del caso es de sobra conocido por todos  y no me detendré en él, pues los únicos datos de los que dispongo no son muy diferentes de los que cualquiera de ustedes puede tener. Todo lo referente a la enfermiza obsesión de aquella mujer con Filippo, a su persecución constante, a su acoso, sus anónimos o su incomprensión acerca de que no sólo no iba a corresponderla a ella sino que no iba a corresponder a ninguna mujer en su vida, lo conozco por la prensa, de igual modo que me enteré por los peródicos de su posterior apresamiento y su infructuoso intento de suicidio.
   Para mi fortuna, apenas recuerdo las angustiosas horas siguientes, tan sólo un pasillo blanco con incómodas sillas de plástico. Éramos los únicos que estábamos allí. Mateo mantenía la cabeza agachada y la vista fija en el suelo grisáceo, Nicoletta apoyaba su cabeza en mi hombro y las piernas en el asiento de al lado y Marcello caminaba de un extremo a otro del pasillo y desparecía constantemente, unas veces para ir al baño, otras a la máquina de café.
   Seguramente tantas idas continuas al lavabo y un nerviosismo tan claro deberían habernos hecho percatarnos de que no estaba bien, pero creo que era una actitud que encajaba perfectamente con la situación. Por lo menos tuvimos la fortuna de que ocurriese en un hospital.
   El caso es que nos inquietamos cuando notamos que una de sus ausencias se prolongaba en exceso para cualquier necesidad fisiológica que tuviese que aliviar. Nicoletta me pidió que me acercase a comprobar que todo iba bien con aparente tranquilidad, pero seguramente notaba la misma presión en el pecho que yo, totalmente ajena a la preocupación por el estado de Filippo, como una especie de anticipo de la desgracia.
   Llamé insistentemente a la puerta del baño sin obtener respuesta, por lo que me decidí a entrar. Aquella imagen todavía sigue clavada en mi cabeza y creo que me perseguirá mientras viva, más aún que la estampa grotesca de unas horas antes.
   El suelo del baño estaba empapado bajo el cuerpo semiinconsciente de Marcello. A su lado, un charco de vómito se extendía hasta mancharle el pelo rapado y la cara ancha  cubierta de restos de un polvo blancuzco. Lo levanté agarrándole de los hombros para mirarle directamente a la cara. La cabeza se caía hacia atrás y la mirada vagaba ajena completamente al mundo, pero aún podía abrir los ojos. Traté de reanimarle sacudiéndole. Estaba fuera de mí y no paraba de gritarle.
   -¿Quién te lo ha dado? ¡Quiero saber quién ha sido! ¡Dímelo!- Repetía una y otra vez zarandeándole.

   Yo, por supuesto, ya conocía la respuesta, pero el oírle susurrar aquel nombre fue como un  disparo directo en la sien. Lo solté y se desplomó sobre mí. Allí permaneció mientras yo lloraba con la cara oculta en las manos y gritaba pidiendo  ayuda.

A:S.V.

martes, 28 de enero de 2014

El niño más valiente del mundo


El pequeño Jack nunca hablaba en clase. Nunca se levantaba de su pupitre cuando el profesor se marchaba. Jack tenía doce años y medía un metro y veinticinco centímetros. Jack tenía un problema de déficit de hormona de crecimiento. Llevaba aquellos días un parche en el ojo izquierdo, porque tenía el ojo derecho vago. Jack se había pintado una espiral en el parche. Desayunaba cada mañana como si en su estómago hubiese escondida una manada de leones hambrientos a los que tenía que alimentar. Comía mucho pero no crecía casi nada. Nada.
En casa, Jack estaba contento. En casa estaba más contento que en el colegio. Porque en casa estaba con Crafty, un perro mestizo que sus padres le regalaron por Navidad hacía dos años. No sacaba muy malas notas, pero tampoco muy buenas. Nunca destacó en el colegio. Se limitaba a intentar sobrevivir, y estar callado en cuanto llegaba a casa. No podía llorar. No podía. Tampoco se enfadaba. Cuando ocurría algo a su alrededor que no le gustaba, su cuerpo y su cerebro se paralizaban. A veces cerraba los ojos, para anestesiar esa ira que tenía dentro y que nunca sacó a la luz. Apenas sonreía. Es mentira eso de que nunca hablaba en clase. A veces hablaba con una chica de clase que escribía poesías muy pequeñas, y que le gustaba enseñárselas a Jack para que las leyese. Pero no hablaban mucho. La chica sonreía mucho. También hablaba a veces con el chico más importante de la clase. En realidad, era el chico más importante de la clase el que le hablaba a él. Aquel chico tenía la capacidad de comportarse como un perfecto capullo con mucha gente. Tenía a sus amigos, pero era un capullo. Jack tenía un problema de déficit de hormona de crecimiento, y su voz sonaba todavía muy infantil, pero sabía perfectamente que Charlie era un capullo. Pero uno de esos que merecen la pena.
Jack no hablaba con nadie más. Nadie le hacía nada porque era el protegido de Charlie. Pero nunca fue realmente respetado en el colegio, y mucho menos admirado.
Jack lo sabía, y lo único que esperaba cada mañana era tener un día tranquilo, y que si iba a ser un mal día, al menos que se pasara rápido. Después se lavaba los dientes, se colgaba la mochila, le daba un beso a su madre en la mejilla y se marchaba al colegio, con su gorro, y con las manos metidas en el bolsillo del abrigo, y sin haber dicho una sola palabra.
Y sin haber dicho una sola palabra llegó a clase el día en que todos los alumnos de la clase leerían una redacción que la profesora de Literatura había mandado días antes. La profesora de literatura era una de las señoras más raras que Jack había conocido en su corta y diminuta existencia. Era una treintañera solitaria, una loca de la literatura. Una loca. Porque solo una loca es capaz de mandar a unos niños de doce años que escriban una redacción titulada “¿Cuál sería tu última voluntad?”. Una señora sádica y morbosa. Principios de pederastia, seguramente.
Todos fueron leyendo sus extensos e insulsos textos, todos ellos evidenciando su intento fracasado de sonar a algo cercano a la filosofía, intentando también emocionar a base de tópicos de drama de sobremesa. Y llegó el turno de Charlie. Se levantó de su asiento y caminó hacia la pizarra. Por el camino tropezó con uno de los pupitres y estuvo a punto de caerse. Llegó a la pizarra con el papel en la mano y la cabeza encogida entre los hombros. Y leyó.
“Yo solo pediría que me dejasen una semana para hacer todas esas cosas que me asustaría hacer.”
Y volvió a su pupitre. Y toda la clase se quedó en silencio, mirándole. Y desde aquel día Jack decidió ser el niño más valiente del mundo. Aquel día Jack se dio cuenta de que su vida le aplastaría si no le hacía frente. Y entonces añadió algo más, mirando a la profesora. La clase seguía en silencio.
“También me gustaría que todo el mundo adoptara un perro abandonado.”
Y siguió el silencio. Y Jack empezó a pintar alrededor de su frase.

miércoles, 22 de enero de 2014

Elogio del tiempo V

   Había estado lloviendo todo el día y la lluvia, junto al color terroso de los edificios y las calles daba la sensación de encontrarse sumergido en una ciudad de barro de la que en ese momento yo me refugiaba en el ponte alla Carraia. Nunca me ha gustado llevar capucha ni paraguas y, mientras esperaba, me entretenía viendo las ondas que la lluvia provocaba en la superficie del río y las gotas que resbalaban por mi cara desde mi pelo y caían sobre el pretil de piedra del puente dejando manchitas oscuras. Tras dos horas esperando bajo el aguacero empecé a plantearme marcharme, pero sabía que no lo haría. Media hora después apareció ella.  Tal vez la canción del día anterior todavía la afectaba, quizá se debía a la lluvia, pero no había recobrado aún su coraza de indiferencia. Emergió de la ciudad con paso lento, arrastrando los pies, la mirada perdida bajo el paraguas a juego con el abrigo largo, pero los ojos aún fieros y duros. Se detuvo al llegar a mi lado, apoyó el codo en el pretil y el mentón sobre la mano y nos quedamos unos instantes así, mirando al río en silencio. Después me besó con brusquedad, me agarró del brazo y dijo:
   -Vamos a tomar algo. No soporto la lluvia.
   -A mí me encanta- balbuceé torpemente. 
  -Pues a mí no. Es triste y es melancólica. Te hace recordar. Es mucho más fácil vivir sin ayer.
   Continuamos andando así, hablando sin descanso, ella bajo el paraguas, yo bajo la lluvia y, mientras se quejaba, su voz iba recobrando su autoridad y sus gestos la frialdad de costumbre. Finalmente nos detuvimos frente a un local llamado La tavola azurra ante cuya puerta un gran cartel rezaba: Questa sera Filippo Zanini con Marco Aldobrandini in collaborazione. Da mezzanotte. Prima consumazione gratis. Faltaba un cuarto de hora para la medianoche cuando entramos.
   El local era amplio y acogedor, de piedra en su mayoría, con alguna salpicadura de madera. La luz era tenue y surgía, principalmente, de las velas que adornaban los centros de las mesas redondas repartidas por la estancia. Tres arcos partían el espacio y al fondo, sobre una tarima, un hombre se aferraba a un saxofón y la música que éste escupía era como la propia sangre del intérprete: densa, viscosa, caliente e intensa. Si uno lo escuchase sin verlo, jamás se imaginaría que aquel hombre era de raza blanca, pues uno sabía con tan sólo unas notas de su instrumento que había traspasado una frontera vedada a la misma. Ése era Filippo, tal como yo aún lo recuerdo de los años en que nos conocimos, primero en la Universidad de Turín y posteriormente en el conservatorio. No sé en qué medida el gran público lo habrá conocido como lo hicimos nosotros ni si se habrá fijado en la extraña conjunción de sus rasgos fieros y sus ojos amables o en la tensión agónica de los músculos de su boca y sus brazos cuando se asomaba al abismo del jazz.
   Nos recibió un gesto de cabeza suyo y una sonrisa tras la boquilla.En el lado contrario del local dos sitios nos aguardaban en una mesa ya ocupada. Se encontraba en el rincón más íntimo y en ella se hallaban Pietro, Marcello y Nicoletta, la dueña del local, con su habitual sonrisa y sus ojos siempre alegres. A su lado había otro hombre, tal vez un par de años mayor que nosotros, al que no había visto nunca. El pelo castaño alborotado y el gesto ajeno del que se sabe siempre fuera de lugar. Yo me senté entre éste y Margarita, de espaldas a la tarima.
   -Estás mejor que nunca, cariño- susurró maternalmente Nicoletta a modo de saludo. Siempre me llamaba cariño. Después pasamos a las presentaciones. El hombre que se encontraba a mi lado se llamaba Mateo y era un crítico musical español que salía con Filippo. Los aficionados al jazz que estéis leyendo esto probablemente os hayáis topado alguna vez con sus ácidas y bien consideradas críticas.
   -Desde luego, cariño, cada vez las escoges más guapas- comentó Nicoletta cuando presenté a Margarita-. Y ahora date prisa en terminarte la cena que te toca salir, ya has llegado lo suficientemente tarde como para hacer esperar más a la gente. Si nunca los has escuchado tocar juntos, guapa, ahora estás a punto de saber lo que es verdaderamente la buena música.
   -Me temo que nunca he tenido oído para la música- respondió Margarita-. Esa no es una muy buena combinación para un músico ¿eh? Tal vez la próxima chica que te busques sea más apropiada en ese sentido, Marco.
    -¿Cómo que la próxima? No, no, no. Nunca hay que pensar en esas cosas, guapa ¿Quién te dice que no eres tú la definitiva? A esta no la sueltes, cariño. Nos gusta Margarita ¿verdad, chicos?
   Marcello y Pietro asintieron sin prestar atención y Mateo continuó mirando fijamente a Filippo mientras garabateaba una servilleta de papel. Margarita sonrió falsamente adulada. Quiero mucho a Nicoletta, pero nunca ha tenido buen ojo para casi nada salvo para los negocios.
   Terminado mi plato me levanté y me dirigí hacia la tarima en la que me esperaba una guitarra sobre su pie. Filippo cortó bruscamente su melodía y una ovación de los comensales me recibió. Entonces empezó: la música nos devoró desde las entrañas hacia fuera, se desparramó a través de nuestros dedos y de la boca de Filippo y engulló a los asistentes.
   No quiero pecar de orgullo, pero creo que, de toda la gente con la que ha colaborado Filippo a lo largo de su carrera, yo he sido, sin duda, con el que más a gusto se ha sentido y con el que ha logrado las melodías más intensas. Pueden juzgar ustedes mismos si tienen alguno de los discos de Filippo. Yo, personalmente, les recomiendo el penúltimo, pista trece. Esa es bastante buena, pero lo que ocurrió aquella noche escapa a lo que puedan escuchar en una grabación o a lo que yo pueda contarles. Improvisamos como si conociésemos aquella pieza desde siempre, como si nunca hubiésemos tocado otra cosa ni nunca fuésemos a dejar de hacerlo.
   Traspasamos sin lugar a dudas la puerta, pero estábamos demasiado absortos en nuestra propia música como para fijarnos en lo que nos esperaba tras ella.
   Continuamos durante horas, con pequeños descansos, mientras el local se iba vaciando. Cuando amaneció tan sólo quedábamos nosotros, una pareja de amantes, un  grupo de cuatro amigos y una mujer sola. Hacia el final de la noche agrupamos las pocas mesas que quedaban ocupadas en torno a la tarima y en los descansos hablábamos todos juntos mientras Nicoletta nos invitaba a más y más bebida.
   Fue en uno de ellos, como de media hora, cuando la burbuja en cuyo interior había construido mi diminuto mundo de perfecta felicidad, basada en los dos días anteriores, comenzó a romperse. Yo me había acercado a la barra a por unas cervezas y Margarita me había acompañado. La tarima se encontraba en el extremo opuesto.
   -Tu amigo me suena mucho ¿Sabes? Creo que ya lo había visto ¿Cómo se llamaba?- preguntó apoyada distraídamente en la barra.
   -¿Cuál de ellos?
   -El moreno, el que no tiene expresión.
   -Pietro.
   -Sí, sí, eso ya lo sé, pero ¿Pietro qué más? ¡Ah! Ya recuerdo. Salía en el Corriere della Sera la semana pasada. ¡Vaya, vaya! Así que tenemos a un heredero interesante por aquí. Sí, sin duda, es él. Es algo como Pietro della no sé qué. Bueno, da igual. Tu amigo el músico no está mal tampoco, pero creo que no soy su tipo ¿Sabes? Te habrás dado cuenta supongo,  creo que tú tendrías bastantes más posibilidades.-Soltó una carcajada nada natural- A lo que iba: era della algo, pero no recuerdo qué. No importa, eso también les gusta ¿sabes? Que no les conozcas. Lo tengo comprobado.
   -No me importa
   -¿Cómo dices?-comenzó con una voz fingidamente inocente y como recitando- ¿Michael qué más? Pues no me suena ¿De Hollywood dices? Ni idea. Yo es que no voy mucho al cine ¿sabes?
   -En serio, me da igual.
   -Debe de ser un mundo tan frío- continuó implacablemente-. Tal vez puedas enseñarme algún día como es eso del cine. O tal vez podríamos dejarnos de tonterías e ir a follar, que me gusta más. Y ya está- concluyó volviendo a su voz habitual- Les toca su orgullo ¿sabes? Es muy fácil.
   -Me alegro- contesté cogiendo las cervezas y volviendo a la mesa.
   A partir de ahí la música no volvió a ser la misma. Era buena, pero ya está. Conforme seguía tocando me equivocaba más a menudo y, de vez en cuando, Marcello gritaba que iba borracho y todos reían.
   Finalmente todos argumentaron cansancio, yo sé que simplemente mi torpeza se hizo insostenible. La primera en marcharse fue Margarita. Se levantó desperezándose y, como si hablara consigo misma, dijo:
´  -¿Te importaría acercarme a casa, Pietro? Hace frío y la moto de Marco no es lo más apropiado para alguien que lleva un vestido tan corto.

   Aquella inocente pregunta  se calvó como un puño de hierro en mi estómago. Traté de mirar a los ojos a mi amigo, pero su mirada parecía esquivarme mientras ayudaba a Margarita a ponerse su abrigo. Repartieron gestos de despedida a cada uno de los presentes y ni cuando me dio una mano blanda y culpable me miró. Margarita, al contrario, exhibía una gran sonrisa juguetona cuando se acercó a mí para darme un beso y susurrarme al oído: “Nos vemos”. Nadie más se movió y yo me quedé mirando fijamente la puerta por la que acaban de salir, perdido entre las risas de los demás, nuevamente sintiendo que me encontraba tras un cristal muy grueso que me separaba de la realidad.

A.S.V.

lunes, 20 de enero de 2014

Miradas y disparos profundos

Al final del pasillo, tras la última puerta a la derecha, está la habitación más grande de la casa. En ella solo había un par de focos viejos y un viejo sillón. Un sillón que podría haber estado hace cien años en cualquiera de los salones del Hotel Ritz, y que hace ya un tiempo cayó en mis manos tras haber sufrido traslados, golpes y guerras , y tras haber estado en contacto con los tejidos más preciados del mundo. Hoy descansa solo en esa habitación vacía, de paredes mal pintadas. Hoy le acompaño yo, con la cámara sobre el trípode, y sobre él hay un cuerpo humano. Un cuerpo femenino que mira en silencio al objetivo mientras su pelo, pelo de cantante de soul trasnochada, rizado y alborotado, castaño rojizo, imposible, cubría su ojo derecho y la luz del sol frenada por las cortinas caía sobre su perfil izquierdo, marcando tímidamente mandíbula y pómulo. Se dejaban ver restos de pintura roja en sus labios.
Yo estaba seguro de que ella no era consciente de todo lo que provocaban sus párpados al inventarse una mirada de ojos rasgados en un rostro occidental. Una mirada que arrastraba tres palabras a mi cabeza: sensualidad, sobredosis y crueldad. Crueldad amable. Una forma de mirar por encima del hombro sin hacerlo de forma literal. Y también pasividad, cuando dejaba de mirarme.
Yo disparaba sin parar, inseguro en cada disparo, con la sensación de estar perdiendo el tiempo, desaprovechando oportunidades en cada fotografía. Pero seguía disparando. No tardé en arrancar la cámara del trípode. Cuando hacía eso era mucho más yo. Mis manos temblorosas pasaban a ser el trípode, un trípode más inseguro pero más auténtico, más dúctil y maleable que aquella diabólica estructura metálica.
Fue un uno contra uno precioso. No hubo palabras. Fue un diálogo de miradas. Yo la miraba incansable a través de la lente y ella miraba ésta y la humanizaba. Yo cambiaba de posición y ella también, aunque ella sin salir del sillón. Cada vez me acercaba más, aprovechándome de la confianza que me daba estar detrás de la cámara, mi escudo, mi disolvente contra la timidez. Ella se inclinaba hacia mí, dejando su cara a escasos centímetros de la serie de cristales redondos y gruesos que separaban nuestros ojos y manchaban y enfriaban su mirada. Y a pesar de todo llevaba toda la tarde hipnotizado. En situaciones así piensas que si estuviese en tu mano harías que una tarde soleada en París como esa durase toda la vida. Yo seguía disparando y ella seguía mirándome. Era un duelo y ella iba ganando, claramente. Capturé más de dos mil instantes en tres horas. Cuando acabó le enseñé algunas fotos y no dijo nada. Y entonces le pregunté.
-¿Qué tal?
-Bien, muy bien. Han quedado bonitas. ¿Y para qué las quieres?
Tardé en contestar, intentando pensar en una respuesta que no sonase a nada extraño.
-Son para mí. Estoy recopilando retratos, de amigos, de gente que me presentan, de personas que me encuentro por la calle y convenzo para que se sienten delante de mí… Tú eres una de las últimas.
Al final sonó todo un poco a enfermedad mental. A fotógrafo solitario y fracasado que busca gente con la que obsesionarse. Sonó a eso, pero afortunadamente mi vida no era eso.
-¿Y son todas chicas?
-¿Quiénes?
-Las personas a las que haces fotos.
-La mayoría sí. No quiero que pienses que es la forma que tengo de fabricar mis fantasías. Para nada. Yo veo personas y veo fotos, nada más. A la mayoría de las personas es muy difícil pensarlas en foto. Y hay otras que su cara es una foto constante. Y eso es lo que me pasó contigo.
Dije eso último sin mirarla a los ojos, jugando con la cámara, fingiendo estar arreglando algo. Ella me miró durante un par de segundos, y enseguida se dio la vuelta, y se sentó en el sillón para ponerse sus zapatillas y estirar sus medias oscuras.
No dijo nada más. Se puso de pie esperando a que yo colocase la cámara en el trípode  para que la acompañase hasta la puerta. Yo no sabía cómo alejar el momento de su marcha. No sabía qué decir, no sabía qué pensaba ella, tampoco sabía si quería saberlo.
-¿Te puedo hacer una pregunta?
-Claro.
Mientras se agachaba a coger el abrigo.
-¿Si fueses más valiente me habrías pedido ya que viniese otro día para hacer más fotos?
Sonreí y me tranquilicé porque aquel fue su golpe ganador. Y volviendo a ser yo, le contesté.
-Seguramente, sí.
-Vale. Ahora es cuando yo te digo que lo pensaré. Me ha gustado más de lo que tú piensas. El silencio que hemos hecho esta tarde durante la sesión da mucha más confianza que cualquier indicación profesional. Te he visto sonreír tras la cámara. Tú me has visto sonreír a mí, y cada vez que sonreías te acercabas más a mí.
-¿Qué intentas con todo esto?
-Nada, solo quería explicarte por qué te voy a dar las gracias ahora. Así que muchas gracias.
-De nada.
Sonreí como un estúpido, pero mi sonrisa no tuvo respuesta. Cada palabra que salía entre sus labios era una reacción química muy extraña que mezclaba frialdad y sinceridad en su máximo exponente.
-No hace falta que me acompañes a la puerta.
Y cuando se disponía a cruzar la puerta hice un gesto que inmediatamente me convirtió en lo que siempre había querido ser. La agarré del brazo que abría la puerta.
-Es que quiero acompañarte.
Y sonó sincero y amable. Sonó como tenía que sonar, y como quería que sonara. Y la acompañé a la puerta y ella se despidió sin decir una palabra más, tras intentar ocultar la sonrisa que le había provocado mi arranque de disminuido sentimental.
Se despidió con un solo beso en mi mejilla izquierda. Y aquella noche, ya tumbado en mi cama, la recordé y le di las buenas noches, en silencio y entre paréntesis.

jueves, 16 de enero de 2014

Elegía de vidrio

En memoria de José Luis Simón, por sus versos

Quedó en la noche tendido un cocodrilo de luto
y una ardilla trepó a la nube de sus ojos amarillos
para secarle las lágrimas con panecillos de cobre.

Quedó prendido de una estrella ciega
con las patas colgando, casi rozando un rascacielos,
y las ranas trataban de esquivarlo
para no perderse en su migración hacia el polo.

Contuvo la respiración la luna
sacando un alfiler de lino y hojalata
y furtiva y traicionera en la noche de morralla
deshizo punto a punto la tersa barriga de pana.

¡Ay luna infame! ¡Ay luna lunera!

¡Quién pudiera atraparte y moldearte!
Y hacer con tu halo un collar de latón.

¡Ay luna triste! ¡Ay luna espejo! ¡Ay luna lunera!

¡Quién pudiera ser la sombra del brillo
marchito que riela en los ojos dorados
del cocodrilo que duerme, enlutado y vacío!

¡Ay luna cobarde! ¡Ay luna indiferente! ¡Ay luna envidiada! ¡Ay luna lunera! 



A.S.V.

lunes, 13 de enero de 2014

¿Tú por qué escribes?

Porque muchas veces la realidad es insuficiente o las posibilidades escasas y escribir es la forma que tenemos de completar esas carencias, de ampliar nuestros horizontes y llevarlos a lugares inimaginables. Unos segundos bastan, unos trazos en un papel, para alejarnos del mundo y de nosotros y, al mismo tiempo, respondernos las preguntas que no hemos tenido el valor de formularnos e indagar en los aspectos más profundos e intrincados de una realidad que se escapa al simple proceso del razonamiento.
Para cambiar mi mundo o mi ser al tiempo que lo fijo y comprendo de una forma tan sencilla como el movimiento. Por esto escribo, por esto leo. Y esto necesita un ejercicio de reflexión tan complejo como la propia escritura. Empezando por lo más sencillo del proceso (¿Qué busco, qué quiero expresar? ¿Una idea? ¿Un concepto? Teatro ¿Un sentimiento? Poesía ¿Un personaje? ¿Un lugar? ¿Una escena? Prosa), hasta lo más complicado: ¿Quién soy? ¿Qué quiero decirme? ¿Quién es realmente este personaje? ¿De qué tengo miedo?
No escribo para evadirme de un mundo en ocasiones aburrido o doloroso, sino para saber quién soy, quién he sido y, por encima de todo, quién quiero llegar a ser.
A. S. V.

Porque es gratis, porque es difícil, y porque puede ser muy cruel. Porque en una hoja en blanco cabe cualquier cosa. Escupes sobre ella un millón de veces y nunca se queja.
Escribo porque escribir desahoga. Porque te descubre cosas que nunca te descubriría una frase que solo está en tu cabeza. Porque hay pocas cosas más agresivas, y más auténticas, que un pensamiento o un sentimiento plasmado en un papel. Escribo para escuchar críticas positivas, para que me molesten las críticas negativas. Y reescribo para borrar las críticas negativas. Escribo porque me lo creo. Porque creo de verdad que puedo conseguir hacer la historia que siempre he querido leer. Ese fue el primer objetivo y creo que lo sigue siendo. Una historia muy grande hecha de cosas muy pequeñas.
Y entretener. Y que la gente me imagine escribiendo las cosas que luego ellos leen. Que imaginen lo que me pasa por la cabeza antes y después de escribir cada palabra. Escribo porque me quiero ganar el derecho a escribir. Escribo porque me encanta saber que gente cercana a mí también escribe o ha escrito algo alguna vez. Porque me encanta saber que tengo a gente que disfruta con lo que hago. Y si no es así, entonces escribo porque me mienten.
Escribo porque no me pagan. Escribo porque me cuesta leer, y para que me cueste menos leer.
Y escribo por cosas y por personas. Y porque escribir mola.
J. L. M.