lunes, 21 de octubre de 2013

El fin

   Todo había terminado. Y después ¿Qué? Después continuamos siendo humanos, terrible, desgarradora e irremediablemente humanos; probablemente los dos únicos que quedaban sobre la Tierra. Esto no era realmente importante. Siempre habíamos estado solos, tú y yo. ¿Qué podía importarnos que hubiese o no hubiese más personas más allá de nuestros muros? Nos teníamos el uno al otro. Si te importó, sin embargo, que ya no hubiese flores, ni animales. Antes del fin solíamos bajar a la playa y buscábamos formas en las nubes y te encantaba buscar sentido al vuelo de los pájaros. “Mira”, decías, “esa gaviota vuela hacia el este, muy bajo. Eso significa que al otro lado del mar tendrán buena cosecha”. O “el vuelo de ese albatros significa que en la otra punta del mundo alguien acaba de descubrir que su mujer le es infiel”. Y reíamos hasta quedarnos sin aliento imaginando que era cierto. Algunas noches de verano veíamos las estrellas tumbados en la arena, esperando que los diminutos huevos enterrados en la arena se abriesen y de ellos saliese una marea de tortuguitas que años más tarde volvería a esa misma playa a desovar. Pero después ya no volvieron las tortuguitas ni las aves, ya no hubo más estrellas y las nubes no volvieron a tener forma. El mundo se volvió gris y triste. Los prados que rodeaban nuestra casa perdieron su verdor y sus flores y se convirtieron en campos de ceniza. Un manto infinito de nubes amenazantes cubrió el cielo, reflejándose en un mar negruzco y tóxico y un sol inmóvil y apagado luchaba por abrirse paso entre él, sin éxito. Por lo menos nos quedó la lluvia, irregular y siempre insuficiente, pero que nos aseguró no morir de sed y nos permitió mantener nuestro reducido huerto y un par de gallinas escuálidas.
   Recuerdo que nos moríamos de risa cuando a las tres semanas los tomates y las berenjenas ya no sabían a nada y el exceso de huevos nos empezó a dar alergia. Pero reíamos a pesar de todo. Reíamos mirando aquel mar hecho de lodo con sus colosales tormentas eléctricas y sus lluvias de fuego a lo lejos. A eso había quedado reducido el mundo, a fuego, barro y ceniza. Eso era ahora nuestra felicidad. Reíamos más incluso que antes, nos amábamos más veces y con más intensidad que antes, sólo el cariño y la cordura nos mantenían alejados de un estado animal.
    Creo que nos costó un par de años aproximadamente darnos verdadera cuenta de que el mundo se había acabado, más o menos cuando se nos acabaron los libros que leíamos cada noche, en voz alta, poniendo voces a los personajes o exagerando el tono afectado de los poemas. Fue entonces cuando empecé a escribir, cada día una pequeña historia que luego te narraba por la noche. Después las historias se fueron complicando, los personajes haciéndose más complejos, más humanos, los lugares más reales. Creamos un mundo propio al tiempo que explorábamos las ruinas del mundo anterior. Cada vez íbamos más lejos, a veces tardábamos días en volver a casa. Recuerdo una vez que tardamos tanto en volver que encontramos a la mitad de las gallinas muertas por el hambre y de los gallos tan sólo quedaba uno en pie. ¡Qué ataque de risa nos dio y qué vida se pegó a partir de entonces el gallo!
   No encontramos nada en nuestros viajes a pie. Tan sólo constatamos que todo se había perdido. Pero era agradable andar durante horas o días sin rumbo fijo por aquel mundo plano y gris hablando de cualquier cosa, inventando miles de historias. No era difícil encontrar el camino de vuelta a casa, al fin al cabo no había ya viento que pudiera borrar nuestras huellas.
   ¡Era tan simple, tan pura, nuestra felicidad! ¿Cuánto tiempo duró? ¿Meses, años, décadas? Es difícil medir el tiempo cuando no hay estaciones y el cielo permanece inalterable, y hacía mucho que los relojes se habían quedado sin pila. Pero, irremediablemente había de acabarse. Si el mundo se había acabado ¿Por qué no habría de hacerlo también nuestra alegría? Y tan sólo bastó una sombra, un susurro. Volvíamos a casa después del viaje más largo que habíamos hecho nunca, probablemente tardamos más de un mes en llegar más allá de las montañas y volver, cuando vimos dos pares de huellas en la playa que no eran nuestras. Las huellas se encontraban a unos pocos metros del camino que llevaba a nuestra casa y, por el tamaño, debían de pertenecer a un hombre adulto y a un niño. Nos quedamos allí clavados el tiempo suficiente como para petrificarnos, mirando aquellas marcas imposibles que se alejaban hacia el sur siguiendo la línea de la costa, creyéndolas un espejismo. Decidimos no seguirlas, pensando que, si aquellas dos personas habían visto la casa y nuestras huellas, volverían. A partir de ahí todo cambió. La espera nos consumía. No era que estuviéramos tristes, era que ya no estábamos alegres. Nos sentíamos vacíos y yo había dejado de escribir.
   Cada día bajábamos a la playa y mirábamos las huellas, esperando que de ellas surgiera alguna señal, algún color en aquella extensión gris y apagada que era el mundo.  Apenas hablábamos más que cuando me preguntabas:
   -¿Y si no vienen?
   -Esperamos.
   -¿Y si después de esperar siguen sin venir?
   -Seguimos esperando.
   Ya no reíamos a carcajadas salvo cuando llovía y nos empapábamos intentando recoger el agua con barreños, ya no inventábamos historias ni leíamos, ya no nos amábamos tan impulsivamente como antes.
   Ahora sólo esperábamos a que llegase el momento de bajar a la playa a esperar junto a las huellas y a que tú preguntases
   -¿Y si no vienen?
   -Esperamos.
   -¿Y si después de esperar siguen sin venir?
   -Seguimos esperando.
   Después volvíamos a casa e intentábamos dormir para que las horas pasaran deprisa y pudiésemos volver cuanto antes a la playa, a la seguridad de la espera. Ya no volvimos a salir a recorrer el mundo buscando lo poco que quedase entre las ruinas. Ahora ya sólo esperábamos. Hasta que un día te cansaste de esperar. Habíamos bajado a la playa y esperado unas horas en silencio junto a las huellas cuando que tú preguntaste
   -¿Y si no vienen?
   -Esperamos.
   -¿Y si después de esperar siguen sin venir?
   -Seguimos esperando.
   -¿Y después de esperar toda la vida?
  Me encogí de hombros como respuesta. Tú asentiste y comenzaste a andar hacia adelante, metiéndote en el lodazal que antes llamábamos mar. No miraste hacia atrás y yo me quedé quieto, viendo cómo te cubría con su espuma gris hasta que desapareciste por completo, sin sentir nada. Finalmente me di la vuelta y emprendí el camino de regreso. Fue ahí cuando la vi: una pequeña brizna de hierba que se alzaba del suelo, cubierta de ceniza pero indudablemente viva. Me agaché y la limpié cuidadosamente con la manga y lloré. Lloré y mis lágrimas regaron la brizan. Lágrimas de alegría e indiferencia.
   No sé cuánto tiempo ha pasado desde aquello, pero seguramente años. Ahora el mundo es de un gris más claro y tiene minúsculas manchas verdes. La semana pasa descubrí una flor junto al muro de la casa. Tal vez sea un amapola, pero ¿Te puedes creer que no recuerdo cómo eran las amapolas? Finalmente ellos volvieron y después otros. Ahora somos como unos treinta y varias casas parecidas a la nuestra se encuentran esparcidas por la playa, con su minúsculo huerto y sus gallinas escuálidas. Los hombres y las mujeres hablan, optimistas,  y los niños juegan. Llueve mucho más que antes y he vuelto a escribir.
   Te habría encantado verlo. Pero no te culpo. A fin de cuentas yo elegí el orgullo, tú la libertad.

   
A.S.V. 

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