Lucas tiene una
hija. Luca se rapó la cabeza el día después del nacimiento de su hija, que fue,
como no podía ser de otra manera, una madrugada lluviosa de invierno, un
viernes, el día que empezaba nuestra vida. Peros ese día, Lucas no participó en
nada con nosotros. Solo yo sabía lo que le ocurría a Lucas. Nadie sabía nada
pero lo sabrían. Porque el compromiso siempre fue lo más importante. Demasiadas
veces para las cosas malas y muy pocas para lo bueno. Y esto formaba parte de
lo bueno, porque nos podía el tradicionalismo, y el nacimiento de la hija de
uno de los nuestros traería detrás celebraciones dignas de la familia Corleone.
Una hija era el
futuro. Por eso Lucas quería una hija. Porque un hijo supondría el presente
repetido en el futuro. Una hija siempre traería mejores cosas. Por muchos
motivos, pero seguramente el más importante era la madre de esa pequeña diosa
recién nacida. La madre que había elegido a Lucas convertiría a su hija en una
versión mejorada de sí misma. Se convertiría en la sublimación de la perfección
más perfecta que se pueda imaginar. LA perfección llena de imperfecciones. La
perfección que se esconde en detalles que destruyen los cánones y construyen
seres únicos. Eso sería la hija de Lucas. Y se llamaría Jara. Y Jara ataría a
Lucas a un mundo que le había escondido grandes cosas y que a la vez le había
regalado cosas insoportablemente buenas. Y entre estas últimas está sin duda el
día que decidió abandonar nuestras calles, el día que acabó su ciclo y que nos
demostró que nada que forme parte de nuestra vida tiene que durar para siempre.
Nada excepto la propia vida.
J. L. M.
Escrito la noche del 18 de julio en el albergue de Cádavo Baleira. En diez minutos, y a oscuras.
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