Quería morirme
yo también. Quería que me metieran con ella en el hueco que quedaba en aquel
ataúd biplaza. Quería pudrirme con ella.
Estaba sentado
sobre aquella lámina blanca, mirando al suelo. No quería ir a casa. No podía ir
a casa. En realidad no podía moverme. No sabía qué hacer. No sabía qué debía
hacer. No me quedaba nada. Todo lo que tenía y merecía la pena giraba en torno
a una frágil varilla de cristal. Una varilla que ahora estaba quebrada. Metida
en una caja, esperando en silencio. Me ahogaba con mi propia respiración. Encendí
un cigarro y me dieron ganas de vomitar. No quería existir. A lo largo de mi
vida me había apartado de muchas cosas para no molestar, hasta que encontré una
que me necesitaba. Me lo jugué todo sabiendo que perdería en cualquier momento.
Y cuando llegó ese momento, supe que nunca lo olvidaría. Nunca olvidaría ese
cuerpo tirado delante de un contenedor, lleno de pastillas, con marcas en los
brazos, los ojos en blanco, sangre en la nariz. Jamás habría querido encontrarla
yo. Nadie debería morir así. Nadie merece eso. Un cigarro se consumía entre sus
dedos en descomposición. Un tirante del vestido estaba partido en dos, como si
lo hubiera mordido un perro. Nada quedaba ya de aquella pequeña persona.
J. L. M.
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