"Fools", said I, "you do not know
silence like a cancer grows.
Hear my words that I might teach you,
take my arms that I might reach you".
But my words like silent raindrops fell
and echoed in the wells of silence
-Simon & Garfunkel- The sound of silence
La última sacudida fue la peor, la bomba
debió de caer a tan sólo una manzana, probablemente encima de la iglesia o del
parque. Por lo menos seguro que no hirió a nadie, ya que no debía de quedar
gente viviendo en la ciudad, todos estarían en el subterráneo. El
terrible temblor y la explosión que desgarró el silencio nocturno de la ciudad
muerta me despertaron alarmado en el momento en el que parte del techo de la
habitación se derrumbaba sobre mí. Milagrosamente logré salir de debajo de los
escombros. Había llegado la hora de que yo también me dirigiese a los refugios
del subsuelo.
La ciudad parecía agonizar
mientras me movía rápidamente por sus angostas calles. Todo era silencio, ni
siquiera los aviones que cubrían el cielo arrojando por todos lados sus
infernales entrañas osaban quebrarlo. En la densa oscuridad de aquella noche
sin luna únicamente arrojaban luz los numerosos incendios que esmaltaban las
ruinas de lo que en un tiempo había sido mi hogar. Veinte minutos anduve por
aquel infierno estático y silencioso hasta llegar a la entrada más próxima.
Nada más bajar los escalones la
oscuridad más absoluta me engulló por completo. No me detuve. Caminé en el
mayor de los silencios posibles atravesando cautelosamente la negrura durante
siglos o tal vez sólo segundos hasta que una tenue luz al final de un pasillo
apuñaló sin piedad mis desacostumbrados ojos.
Tal vez debí obedecer mi
primer impulso y huir en dirección contraria al resplandor, volver a la
mutilada ciudad en la que llevaba meses resistiendo y rencontrarme con la
seguridad del silencio hasta que la muerte me diese alcance o gritar en medio
de la Avenida Central, desnudo, firme, esperando la destrucción con orgullo
como siempre había pensado hacer. En lugar de eso avancé hasta el final del
pasillo para encontrarme una imagen más aterradora que cuantas había
presenciado en el trascurso de la guerra.
Un antiguo andén había sido
ampliado inconmensurablemente para albergar a diez mil personas, tal vez más,
que se agolpaban con sus esteras entre la maleza que había tomado las
infraestructuras del metro, abandonado décadas atrás. El techo también había
sido remodelado y consistía ahora en una descomunal bóveda que se elevaba
decenas de metros sobre la multitud y la vía que atravesaba el centro de la
sala. Ahora me explicaba la cantidad de tiempo que me había costado descender
hasta ese lugar. La escena que se presentaba ante mis ojos hubiese podido
parecer la de un simple campo de refugiados si no fuese por dos hechos. El
primero, el persistente y aterrador mutismo que profería el lugar, un mutismo
que no concordaba con lo que veía. La gente hablaba entre sí, los niños lloraban,
los objetos se caían, los animales ladraban, mugían, bramaban; nada de esto
producía ningún sonido. El segundo era la fuente de la que procedía la luz que
me había guiado hasta ese lugar, un neón de descomunales dimensiones que
formaba una palabra en la pared opuesta a la que me encontraba: Dios. Numerosos
carteles luminosos de menor tamaño acompañaban al mayor y en ellos se podían
leer las palabras de distintos profetas, incluido el propio Cristo. En el
centro de la sala, en mitad de la oxidada vía, se encontraba una estatua de
dimensiones considerables construida con chatarra. El monumento, probablemente,
aspiraba a representar a un ángel, pero no era más que una imagen grotesca a
cuyos pies la gente escribía frenéticamente oraciones o salmos que nunca serían
compartidos, pues una vez terminados los quemaban y frotaban los pies del ángel
de morralla con las cenizas.
Privados de toda esperanza,
aquella pobre gente, antaño mis vecinos y amigos, habían recurrido a un Dios de
neón, a falta de un mesías que los guiase en medio de la oscuridad y el
silencio, se habían fabricado un ángel de inmundicia y una macabra religión que
los mantuviese en pie mientras en la superficie el mundo se desgarraba por
encima de la cúpula de la catedral en la que vivían, y que representaba el
fracaso absoluto del ser humano.
Desesperado, decidido a
terminar con aquella locura e incluso con la guerra misma, desgarré mi garganta
e hice sangrar mis pulmones con un grito. “Hermanos, levantaos, quitaos la
venda. Sé que os sentís seguros en vuestra catedral subterránea, protegidos por
vuestro ídolo luminoso y vuestro mesías de escombros, pero existe un peligro
mayor que los alados monstruos de acero que han destruido nuestra ciudad con
sus armas: vuestro miedo. Él os ha encadenado a esta sala, ha doblegado
vuestros espíritus con una luz artificial creada por vosotros mismos y os ha
arrebatado hasta la voz misma para que no seáis más que mudos esclavos
incapaces de luchar por lo que es suyo, incapaces de conservar su orgullo.
Estáis a tiempo de cambiar esto. Subamos a la superficie, afrontemos nuestro
destino, detengamos esta locura con nuestra propia sangre si es preciso,
recuperemos nuestra dignidad, escuchemos a nuestra alma”.
Mis palabras se pierden antes
de salir de mi garganta, ni yo mismo las escucho. Caen como desgarradoras gotas
en el pozo del silencio. En ese preciso instante, como si fuese un eco
descomunal de mis lágrimas al golpear el pavimento, una explosión mayor que
cualquiera de las anteriores, posiblemente de una bomba atómica, sacude la
superficie. Los muros de la catedral tiemblan, la bóveda se resiente. Aterrada,
la gente se inclina, mirando al neón, y reza. Nadie advierte, absortos como
están en sus plegarias que el techo se resquebraja. Lo único que percibo antes
de que el mundo se nos caiga encima y nos sepulte para siempre es el sonido del
silencio absoluto retumbando en mis oídos.
Despierto súbitamente. El
silencio me rodea, pero se trata de un silencio que conozco, que puedo romper
cuando quiera. La oscuridad me arropa dulcemente, la oscuridad de mi cuarto, la
de siempre, casi podría decir que mi amiga. Pese al alivio, ya es tarde, la
terrible visión que ha reptado suavemente hasta mi cama esta noche ya ha
plantado sus semillas en mi mente. Ahora ya conozco el sonido del silencio.
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