jueves, 22 de agosto de 2013

Elogio del tiempo IV

   Esa noche había irrumpido violentamente en Florencia, atraída por la descomunal fuerza magnética de Margarita. Los recuerdos habían recorrido las calles de ceniza, arrastrándose primero y luego en una frenética carrera, para acabar tomando la piazza della Signoria, diluyendo el atardecer toscano con sus acordes, sus estrellas y su sal, golpeándome por la espalda y haciéndome perder el aliento por unos instantes, hundiéndome en las profundas pupilas de aquella mujer que me observaba divertida desde las escaleras de la logia.
   Posiblemente, algún sentimental pueda confundir mis sentimientos con una suerte de petrarquismo; nada más lejos de la verdad. Ni siquiera pueden asemejarse al amor. Me explicaré: ciertamente, deseaba a Margarita, la necesitaba, pero no como se necesita a alguien a quien se quiere, sino como había necesitado, y deseado, durante un largo tiempo la cocaína. No la amaba, nunca lo hice. Ella lo sabía y yo también. De hecho, estoy seguro que de entre todos los hombres que enloquecieron por su causa fui el único que supo que no la amaba. Tal vez fue eso lo que la desarmó, tal vez… Al menos eso me gusta pensar.
   De todos modos, eso poco importa ya, ni entonces importaba. A fin de cuentas, allí estaba yo, envuelto en la noche florentina, entre expectantes estatuas, mirando a una mujer a la que deseaba y temía al mismo tiempo, como un pescador frente al mar o un gaucho ante la pradera, paralizado mientras ella se levantaba y cruzaba indiferente la piazza hacia nosotros.
   -Pero mira a quién tenemos aquí- exclamó dándome dos besos-, si es… esto… ¿Tú nombre?
   -Ma… Marco- tartamudeé al borde de un ataque de pánico.
   -¿Como el niño del mono?
   -Sí, como el niño del mono- contestó Marcello riendo y deseé con toda mi alma darle un puñetazo en la barbilla o en la boa del estómago.
   -Curioso- fue su respuesta- ¿Y vosotros sois?
 Realicé las presentaciones. Alguien, tal vez Margarita, tal vez alguno de mis amigos, propuso ir a tomar algo.
  Durante las horas siguientes mi mente me pareció extrañamente vacía y mi cuerpo entorpecido. Era una especie de mezcla entre ensoñación y miedo que poco a poco fue disolviéndose, pero que me hacía percibir la realidad extrañamente distante, como si viese a través de un cristal o tocase a través de un paño. Más amigos se nos unieron. Después vino un local discreto con música en directo para cenar, luego otro donde bailar, después otro más y otro. Nadábamos entre mareas de alcohol, risas cálidas, chascarrillos y viejas historias y, entre ese mar, como un inalterable faro, destacaba ella. Ella bailando con un desconocido, luego con otro, después con un amigo, ella ganado un concurso de beber chupitos, ella escuchando confidencias de chicas a las que acababa de conocer, ella riendo, ella siendo más ingeniosa que el resto, ella rescatándome de mí mismo, agarrándome del brazo y perdiéndose conmigo en la madrugada por las calles de Florencia.
   No teníamos rumbo y, sin embargo, yo sentía que cada paso nos acercaba inexorablemente a una meta marcada desde el día que nací. No nos miramos ni una sola vez a los ojos, pero no paramos de hablar. Hablamos y hablamos casi sin prestar atención hasta encontrarnos recostados en un pretil de piedra que se asomaba al Arno, en donde continuamos hablando. Hablamos de ruina, de polvo, de tiempo, de espinas, de música, del pasado, del ahora y el mañana, de nada importante pero de nada intrascendente. Entonces descubrí que no conocía aquella voz, que apenas nos habíamos dicho nada las anteriores veces que nos habíamos visto. Y con el descubrimiento de aquella voz que ya no quería dejar de escuchar nunca, descubrí también la ciudad que se levantaba ante mí y se reflejaba en el inmutable río. La voz de Margarita la había transformado (más bien había transformado mi forma de verla) y ya no era aquella ciudad de ceniza que se alzaba indiferente y salvaje, grandiosa e inaccesible, sino un lugar vivo y cálido en el que refugiarse. Para mí, aquel día dejó de ser la Florencia de los Medici, de Leonardo, de Galileo o de Dante y se convirtió en la Florencia de Edward Morgan Forster, llena de inocencia y sencillez. Eso ha continuado siendo para mí desde entonces hasta hoy.
   Reemprendimos la marcha cuando el cielo empezaba a clarear. Yo me dejaba llevar, cogido de su mano y de nuevo en silencio, como si ya nos lo hubiésemos dicho todo, mientras me preguntaba qué cuarto sustituiría aquella noche a la pequeña trastienda de la librería londinense, por qué colchón cambiaríamos a aquel otro corroído y lleno de moho, qué canción sonaría cuando todo hubiera acabado y mi cuerpo se meciese entre el éxtasis y el abandono.
    Aquella noche, sin embargo, otra era la banda sonora. La melodía no salía esta vez del maltrecho aparato de música de la pequeña librería, sino de los propios labios de Margarita. Una canción de Lori Lieberman escapaba por entre sus dientes y se desparramaba sobre mis pies sin ningún acompañamiento instrumental, pero infinitamente más triste y melancólica que cualquier canción de Louis Amstrong o de Elliot Smith.
Strumming my pain with his fingers
   Nada tenía que ver con la apasionada versión de Roberta Flack que la hizo famosa. Era sencilla y desganada. Las palabras nos envolvían y nos revolvían tanto por fuera como por dentro. Al menos a mí, pues era imposible saber qué pensaba la siempre impenetrable Margarita.
Singing my life with his words
   Caminábamos sin mirarnos, cogidos de la mano. Yo callado, ella musitando distraídamente.
Killing me softly with his song. Killing me softly with his song.
    Y me pregunté si tal vez yo era el extraño del que hablaba la canción. Si mis acordes en aquel retaurante del West End habían sido capaces de despertar esos sentimientos en ella, si mi guitarra había podido rasgar la espesa e impenetrable capa de frialdad que la envolvía.
   Las palabras de Margarita me sacaron de mis reflexiones.
I prayed that he would finish, but he just hept right on.
   Me pareció que en aquel momento me apretó un poco más la mano. Pensé en decir algo, pero las palabras se negaban a salir. Traté de deshacer el nudo de mi garganta y seguir caminando en silencio, de mantener el pacto secreto que parecíamos haber hecho. Sin embargo, fui débil. Deshecho el nudo con mi saliva, una frase ya se preparaba para saltar de mi boca cuando la miré, por primera vez desde que estábamos solos. La miré y lo que vi me dio miedo. Margarita caminaba distraída, cantando como si no se diera cuenta, como si nada importara. Pero su rostro era distinto, la máscara de indiferencia se había rajado y entre las grietas se filtraban unos ojos cansados y unos músculos tensos. La frase se ahogó y murió en mi garganta al tiempo que Margarita murmuraba, más que como en un canto como en un susurro:
He sang as if he knew me in all my dark despair. And then he looked right through me as if I wasn´t there.
   Sé que en ese momento ella habría llorado si supiese lo que eso significaba del mismo modo que sé que yo habría llorado si hubiese recordado cómo se hacía. Pero no hubo tiempo para aprender ni para recordar, pues en ese momento nos paramos frente a la puerta del 59 de la via San Zanobi y Margarita me soltó la mano para sacar una llave de su bolsillo.
   -Sé lo que esperas- me dijo-, pero esta noche no va a poder ser.
    Al parecer las reglas del juego han cambiado pensé mientras abría la puerta.
   -Espera- dije cuando ella ya estaba desapareciendo- ¿Cuál es el dolor del que hablaba la canción? ¿A qué desesperación te referías?
   -No seas tonto, no es más que una canción- contestó con una media sonrisa.
   Seguramente era verdad, pero tenía que intentarlo.
   -Hasta mañana- añadió con un beso en la mejilla antes de cerrarme la puerta en la cara.

   Hasta mañana. Todavía no había saboreado bien aquellas palabras cuando ese mañana llegó y, tras él, su noche. Y con la noche ella volvió.

A.S.V.

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