miércoles, 31 de julio de 2013

Perros III

Imaginad a un treintañero que vive solo y no tiene familia cercana. Trabaja de bedel en una universidad, aunque es licenciado en Psicología. Un día desaparece. Un día le secuestran. Una persona normal, con un trabajo normal, con una vida normal. El secuestro es por la noche. El secuestrador es un chico un poco más joven que el bedel, es muy delgado, y su cara parece recién salida del reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil. El secuestrador no sabe que el secuestrado es más peligroso que él. En el interior de las puertas de los armarios de la casa del bedel, hay fotos de chicas de la universidad. Fotos de muy baja calidad, hechas con uno de los primeros móviles con cámara incorporada. En el interior de todas las puertas de todos los armarios, y otras tantas guardadas en cajas debajo de su cama. Seguía a cada una de las chicas hasta sus clases. Apuntaba la hora de cada clase, estaba siempre atento esperando a que alguien la llamara por su nombre. En el reverso de cada foto estaba el nombre y la hora de la primera y de la última clase de algún día de la semana. Tenía una agenda en la que apuntaba a qué chica le tocaba seguir cada día. Alguien ha secuestrado a este enfermo, que mira ahora por la ventana de un coche que huele a nuevo. Va atado de pies y manos. Lleva los ojos al descubierto y está amordazado. No mira en ningún momento al conductor, pero este no para de mirar al retrovisor. Mira sin parar, sin saber que ha secuestrado a un hombre que planeaba iniciar una serie de desapariciones de chicas de primer año en la facultad de Medicina. La desaparición llevaba incluida violación, y en casos de extrema belleza, asesinato con violencia. Un hombre que desprecia la belleza, ansioso por borrar del mapa la causa que provoca su odio más profundo. El secuestrador ignora todo esto. El secuestrador no sabe que la decisión de matar al bedel dos días después de raptarle en la puerta de su casa, había salvado la vida de muchas chicas que saludaban todos los días a este enfermo. Los secuestrados pueden ser malas personas, pueden ser personas peligrosas. Los secuestradores pueden odiar la vida que llevan. Pueden ser arrastrados por la desesperación extrema, hasta llegar a querer entrar en la cárcel y empezar de cero. Pueden hacerle un favor a la sociedad tomando la decisión de acabar con la vida de un despojo humano, un ser capaz de causar mucho más daño del que causaría su secuestro. Nadie piensa nunca que una persona secuestrada desea huir de su vida, desea terminar con todo.
Nadie piensa que la pequeña Grace Budd odiaba su vida. Nadie piensa que no le importó morir. Nadie piensa que quería morir. No, nada de eso. Grace era una niña adorable y buena, con un gran futuro, casada con el hijo del señor Smith, o señor Johnson, o señor lo que sea, que empezaba a trabajar en las oficinas de Standard Oil. La pequeña Grace iba con su madre a comprar fruta a los puestos de Mulberry Street, y siempre regalaba sonrisas a los tenderos.
Todo era maravilloso hasta que Albert Fish se la llevó a una casa vacía. Albert se desnudó y le dijo a Grace que ya podía subir. Grace estaba esperando fuera. Grace llegó arriba y no encontró a nadie. Albert salió de un armario, desnudo. Grace empezó a llorar, vestida. Intentó huir escaleras abajo, pero Albert la atrapó. La mató y se la comió. Más tarde comentó algo sobre su dulce y tierno culito. Grace nunca pudo decir si Albert la violó antes de matarla. Grace nunca pudo decir si se alegró de que Albert decidiese acabar con su vida. Grace nunca pudo decir si para ella la muerte fue una liberación. Pero nadie pensó eso. Grace era una niña dulce y tierna. Dulce y tierna. Albert era un caníbal, un demonio mentiroso y enfermo. Grace murió por fascículos. Albert murió en una de las sillas eléctricas del Estado de Nueva York.
El viejo se sentaría en la silla sonriendo, despertando los nervios del guardia barrigón que ajustaba las tiras de cuero que sujetaban sus muñecas. El guardia barrigón le insultaría entre susurros, porque además de guardia barrigón era padre de una niñita llamada Martha, que tenía los mismos años que la dulce y tierna Grace. También se llamaba Martha la primera mujer que murió atada a una silla. El guardia apretó fuerte, se apartó de Albert, y Albert tembló. Tembló en una silla igual a las que tenían en Ohio o en Texas. Cuando digo igual quiero decir que cuando actuaban el resultado era siempre el mismo: un cuerpo cuyo proceso de descomposición había sido acelerado.
Sufrirían muchos en Nueva York, sufrirían muchos en Ohio, o en Luisiana. Sufrirían muchos en Texas. En Texas, antes de ejecutarte te llevarían desde el lugar de detención, que podría ser Big Spring, hasta una prisión en El Paso, por ejemplo.
Recorriendo la ruta número veinte los dos policías que te acompañan deciden parar en un bar de carretera. Un bar en un área de servicio prácticamente abandonada. Tú bajarías con ellos y caminarías siempre entre los dos. Suelen parar en ese bar cuando llevan a alguien que va a temblar. Muchos de los que fueron ejecutados en aquellos años en Texas podrían haber pasado por allí. Muchos de los que serán ejecutados en Texas, en una prisión en El Paso, podrían pasar por aquel bar. La última copa antes del último escalofrío. En todo Texas se hablaba de ese lugar. Los que temían por ser arrestados y ejecutados tenían pesadillas con ese lugar, aunque la mayoría no lo hubiera visto jamás.
El bar que aparecía en sus sueños era un lugar seco, con miles de botellas sin etiquetar, con un almacén similar a la bodega del pirata Henry Morgan, con la barra de madera vieja, llena de inscripciones idénticas a las que se ven en los troncos de los árboles, y con una réplica de la silla eléctrica de El Paso colgando del techo. En cada estado había una historia parecida. En Nueva York, el bar de la muerte estaba de camino a la prisión de Sing Sing, y también había una réplica de la silla eléctrica colgando del techo, al lado del ventilador. Las réplicas colgando del techo solo las veían los hombres que iban a ser ejecutados. Era una alucinación eléctrica.
El bar con el que soñaban los hombres asustados de Texas, el bar donde una silla eléctrica de cuarenta centímetros colgaba del techo, estaba en la tercera calle a la izquierda.
El bar con el que soñaban los hombres asustados de Nueva York, el bar donde una silla eléctrica de cuarenta centímetros colgaba del techo, estaba en la tercera calle a la izquierda.
El bar con el que soñaban los hombres asustados de Ohio, el bar donde una silla eléctrica de cuarenta centímetros colgaba del techo, estaba en la tercera calle a la izquierda. En NUESTRA tercera calle a la izquierda. En NUESTRA tercera calle a la izquierda había un bar. El Dillinger’s.
Escrito con letras de western encima de la vidriera.
J. L. M.

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