Había estado lloviendo todo el día y la
lluvia, junto al color terroso de los edificios y las calles daba la sensación
de encontrarse sumergido en una ciudad de barro de la que en ese momento yo me
refugiaba en el ponte alla Carraia. Nunca me ha gustado llevar capucha ni
paraguas y, mientras esperaba, me entretenía viendo las ondas que la lluvia
provocaba en la superficie del río y las gotas que resbalaban por mi cara desde
mi pelo y caían sobre el pretil de piedra del puente dejando manchitas oscuras.
Tras dos horas esperando bajo el aguacero empecé a plantearme marcharme, pero
sabía que no lo haría. Media hora después apareció ella. Tal vez la canción del día anterior todavía
la afectaba, quizá se debía a la lluvia, pero no había recobrado aún su coraza
de indiferencia. Emergió de la ciudad con paso lento, arrastrando los pies, la
mirada perdida bajo el paraguas a juego con el abrigo largo, pero los ojos aún
fieros y duros. Se detuvo al llegar a mi lado, apoyó el codo en el pretil y el
mentón sobre la mano y nos quedamos unos instantes así, mirando al río en
silencio. Después me besó con brusquedad, me agarró del brazo y dijo:
-Vamos a tomar algo. No soporto la lluvia.
-A mí me encanta- balbuceé torpemente.
-Pues a mí no. Es triste y es melancólica. Te
hace recordar. Es mucho más fácil vivir sin ayer.
Continuamos andando así, hablando sin
descanso, ella bajo el paraguas, yo bajo la lluvia y, mientras se quejaba, su
voz iba recobrando su autoridad y sus gestos la frialdad de costumbre. Finalmente
nos detuvimos frente a un local llamado La
tavola azurra ante cuya puerta un gran cartel rezaba: Questa sera Filippo
Zanini con Marco Aldobrandini in collaborazione. Da mezzanotte. Prima
consumazione gratis. Faltaba un cuarto de hora para la medianoche cuando
entramos.
El local era amplio y acogedor, de piedra en
su mayoría, con alguna salpicadura de madera. La luz era tenue y surgía,
principalmente, de las velas que adornaban los centros de las mesas redondas
repartidas por la estancia. Tres arcos partían el espacio y al fondo, sobre una
tarima, un hombre se aferraba a un saxofón y la música que éste escupía era
como la propia sangre del intérprete: densa, viscosa, caliente e intensa. Si
uno lo escuchase sin verlo, jamás se imaginaría que aquel hombre era de raza
blanca, pues uno sabía con tan sólo unas notas de su instrumento que había
traspasado una frontera vedada a la misma. Ése era Filippo, tal como yo aún lo recuerdo de los años en que nos
conocimos, primero en la Universidad de Turín y posteriormente en el
conservatorio. No sé en qué medida el gran público lo habrá conocido como lo
hicimos nosotros ni si se habrá fijado en la extraña conjunción de sus rasgos
fieros y sus ojos amables o en la tensión agónica de los músculos de su boca y
sus brazos cuando se asomaba al abismo del jazz.
Nos recibió un gesto de cabeza suyo y una
sonrisa tras la boquilla.En el lado contrario del local dos sitios nos aguardaban
en una mesa ya ocupada. Se encontraba en el rincón más íntimo y en ella se
hallaban Pietro, Marcello y Nicoletta, la dueña del local, con su habitual
sonrisa y sus ojos siempre alegres. A su lado había otro hombre, tal vez un par
de años mayor que nosotros, al que no había visto nunca. El pelo castaño
alborotado y el gesto ajeno del que se sabe siempre fuera de lugar. Yo me senté
entre éste y Margarita, de espaldas a la tarima.
-Estás mejor que nunca, cariño- susurró
maternalmente Nicoletta a modo de saludo. Siempre me llamaba cariño. Después
pasamos a las presentaciones. El hombre que se encontraba a mi lado se llamaba
Mateo y era un crítico musical español que salía con Filippo. Los aficionados
al jazz que estéis leyendo esto probablemente os hayáis topado alguna vez con
sus ácidas y bien consideradas críticas.
-Desde luego, cariño, cada vez las escoges
más guapas- comentó Nicoletta cuando presenté a Margarita-. Y ahora date prisa
en terminarte la cena que te toca salir, ya has llegado lo suficientemente
tarde como para hacer esperar más a la gente. Si nunca los has escuchado tocar
juntos, guapa, ahora estás a punto de saber lo que es verdaderamente la buena
música.
-Me temo que nunca he tenido oído para la
música- respondió Margarita-. Esa no es una muy buena combinación para un
músico ¿eh? Tal vez la próxima chica que te busques sea más apropiada en ese
sentido, Marco.
-¿Cómo que la próxima? No, no, no. Nunca
hay que pensar en esas cosas, guapa ¿Quién te dice que no eres tú la
definitiva? A esta no la sueltes, cariño. Nos gusta Margarita ¿verdad, chicos?
Marcello y Pietro asintieron sin prestar
atención y Mateo continuó mirando fijamente a Filippo mientras garabateaba una
servilleta de papel. Margarita sonrió falsamente adulada. Quiero mucho a
Nicoletta, pero nunca ha tenido buen ojo para casi nada salvo para los
negocios.
Terminado mi plato me levanté y me dirigí
hacia la tarima en la que me esperaba una guitarra sobre su pie. Filippo cortó
bruscamente su melodía y una ovación de los comensales me recibió. Entonces
empezó: la música nos devoró desde las entrañas hacia fuera, se desparramó a
través de nuestros dedos y de la boca de Filippo y engulló a los asistentes.
No quiero pecar de orgullo, pero creo que,
de toda la gente con la que ha colaborado Filippo a lo largo de su carrera, yo
he sido, sin duda, con el que más a gusto se ha sentido y con el que ha logrado
las melodías más intensas. Pueden juzgar ustedes mismos si tienen alguno de los
discos de Filippo. Yo, personalmente, les recomiendo el penúltimo, pista trece.
Esa es bastante buena, pero lo que ocurrió aquella noche escapa a lo que puedan
escuchar en una grabación o a lo que yo pueda contarles. Improvisamos como si
conociésemos aquella pieza desde siempre, como si nunca hubiésemos tocado otra
cosa ni nunca fuésemos a dejar de hacerlo.
Traspasamos sin lugar a dudas la puerta,
pero estábamos demasiado absortos en nuestra propia música como para fijarnos
en lo que nos esperaba tras ella.
Continuamos durante horas, con pequeños
descansos, mientras el local se iba vaciando. Cuando amaneció tan sólo
quedábamos nosotros, una pareja de amantes, un
grupo de cuatro amigos y una mujer sola. Hacia el final de la noche
agrupamos las pocas mesas que quedaban ocupadas en torno a la tarima y en los
descansos hablábamos todos juntos mientras Nicoletta nos invitaba a más y más bebida.
Fue en uno de ellos, como de media hora,
cuando la burbuja en cuyo interior había construido mi diminuto mundo de
perfecta felicidad, basada en los dos días anteriores, comenzó a romperse. Yo
me había acercado a la barra a por unas cervezas y Margarita me había
acompañado. La tarima se encontraba en el extremo opuesto.
-Tu amigo me suena mucho ¿Sabes? Creo que ya
lo había visto ¿Cómo se llamaba?- preguntó apoyada distraídamente en la barra.
-¿Cuál de ellos?
-El moreno, el que no tiene expresión.
-Pietro.
-Sí, sí, eso ya lo sé, pero ¿Pietro qué más?
¡Ah! Ya recuerdo. Salía en el Corriere
della Sera la semana pasada. ¡Vaya, vaya! Así que tenemos a un heredero
interesante por aquí. Sí, sin duda, es él. Es algo como Pietro della no sé qué.
Bueno, da igual. Tu amigo el músico no está mal tampoco, pero creo que no soy
su tipo ¿Sabes? Te habrás dado cuenta supongo,
creo que tú tendrías bastantes más posibilidades.-Soltó una carcajada
nada natural- A lo que iba: era della algo, pero no recuerdo qué. No importa,
eso también les gusta ¿sabes? Que no les conozcas. Lo tengo comprobado.
-No me importa
-¿Cómo dices?-comenzó con una voz
fingidamente inocente y como recitando- ¿Michael qué más? Pues no me suena ¿De
Hollywood dices? Ni idea. Yo es que no voy mucho al cine ¿sabes?
-En serio, me da igual.
-Debe de ser un mundo tan frío- continuó
implacablemente-. Tal vez puedas enseñarme algún día como es eso del cine. O
tal vez podríamos dejarnos de tonterías e ir a follar, que me gusta más. Y ya
está- concluyó volviendo a su voz habitual- Les toca su orgullo ¿sabes? Es muy
fácil.
-Me alegro- contesté cogiendo las cervezas y
volviendo a la mesa.
A partir de ahí la música no volvió a ser la
misma. Era buena, pero ya está. Conforme seguía tocando me equivocaba más a
menudo y, de vez en cuando, Marcello gritaba que iba borracho y todos reían.
Finalmente todos argumentaron cansancio, yo
sé que simplemente mi torpeza se hizo insostenible. La primera en marcharse fue
Margarita. Se levantó desperezándose y, como si hablara consigo misma, dijo:
´ -¿Te importaría acercarme a casa, Pietro?
Hace frío y la moto de Marco no es lo más apropiado para alguien que lleva un
vestido tan corto.
Aquella inocente pregunta se calvó como un puño de hierro en mi
estómago. Traté de mirar a los ojos a mi amigo, pero su mirada parecía
esquivarme mientras ayudaba a Margarita a ponerse su abrigo. Repartieron gestos
de despedida a cada uno de los presentes y ni cuando me dio una mano blanda y
culpable me miró. Margarita, al contrario, exhibía una gran sonrisa juguetona
cuando se acercó a mí para darme un beso y susurrarme al oído: “Nos vemos”.
Nadie más se movió y yo me quedé mirando fijamente la puerta por la que acaban
de salir, perdido entre las risas de los demás, nuevamente sintiendo que me
encontraba tras un cristal muy grueso que me separaba de la realidad.
A.S.V.
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