El pequeño Jack
nunca hablaba en clase. Nunca se levantaba de su pupitre cuando el profesor se
marchaba. Jack tenía doce años y medía un metro y veinticinco centímetros. Jack
tenía un problema de déficit de hormona de crecimiento. Llevaba aquellos días
un parche en el ojo izquierdo, porque tenía el ojo derecho vago. Jack se había
pintado una espiral en el parche. Desayunaba cada mañana como si en su estómago
hubiese escondida una manada de leones hambrientos a los que tenía que
alimentar. Comía mucho pero no crecía casi nada. Nada.
En casa, Jack
estaba contento. En casa estaba más contento que en el colegio. Porque en casa
estaba con Crafty, un perro mestizo que sus padres le regalaron por Navidad
hacía dos años. No sacaba muy malas notas, pero tampoco muy buenas. Nunca
destacó en el colegio. Se limitaba a intentar sobrevivir, y estar callado en
cuanto llegaba a casa. No podía llorar. No podía. Tampoco se enfadaba. Cuando
ocurría algo a su alrededor que no le gustaba, su cuerpo y su cerebro se
paralizaban. A veces cerraba los ojos, para anestesiar esa ira que tenía dentro
y que nunca sacó a la luz. Apenas sonreía. Es mentira eso de que nunca hablaba
en clase. A veces hablaba con una chica de clase que escribía poesías muy
pequeñas, y que le gustaba enseñárselas a Jack para que las leyese. Pero no
hablaban mucho. La chica sonreía mucho. También hablaba a veces con el chico
más importante de la clase. En realidad, era el chico más importante de la
clase el que le hablaba a él. Aquel chico tenía la capacidad de comportarse
como un perfecto capullo con mucha gente. Tenía a sus amigos, pero era un
capullo. Jack tenía un problema de déficit de hormona de crecimiento, y su voz
sonaba todavía muy infantil, pero sabía perfectamente que Charlie era un
capullo. Pero uno de esos que merecen la pena.
Jack no hablaba
con nadie más. Nadie le hacía nada porque era el protegido de Charlie. Pero
nunca fue realmente respetado en el colegio, y mucho menos admirado.
Jack lo sabía, y
lo único que esperaba cada mañana era tener un día tranquilo, y que si iba a
ser un mal día, al menos que se pasara rápido. Después se lavaba los dientes,
se colgaba la mochila, le daba un beso a su madre en la mejilla y se marchaba
al colegio, con su gorro, y con las manos metidas en el bolsillo del abrigo, y
sin haber dicho una sola palabra.
Y sin haber
dicho una sola palabra llegó a clase el día en que todos los alumnos de la
clase leerían una redacción que la profesora de Literatura había mandado días
antes. La profesora de literatura era una de las señoras más raras que Jack
había conocido en su corta y diminuta existencia. Era una treintañera
solitaria, una loca de la literatura. Una loca. Porque solo una loca es capaz
de mandar a unos niños de doce años que escriban una redacción titulada “¿Cuál
sería tu última voluntad?”. Una señora sádica y morbosa. Principios de
pederastia, seguramente.
Todos fueron
leyendo sus extensos e insulsos textos, todos ellos evidenciando su intento
fracasado de sonar a algo cercano a la filosofía, intentando también emocionar
a base de tópicos de drama de sobremesa. Y llegó el turno de Charlie. Se
levantó de su asiento y caminó hacia la pizarra. Por el camino tropezó con uno
de los pupitres y estuvo a punto de caerse. Llegó a la pizarra con el papel en
la mano y la cabeza encogida entre los hombros. Y leyó.
“Yo solo pediría
que me dejasen una semana para hacer todas esas cosas que me asustaría hacer.”
Y volvió a su
pupitre. Y toda la clase se quedó en silencio, mirándole. Y desde aquel día
Jack decidió ser el niño más valiente del mundo. Aquel día Jack se dio cuenta
de que su vida le aplastaría si no le hacía frente. Y entonces añadió algo más,
mirando a la profesora. La clase seguía en silencio.
“También me
gustaría que todo el mundo adoptara un perro abandonado.”
Y siguió el
silencio. Y Jack empezó a pintar alrededor de su frase.
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