martes, 28 de enero de 2014

El niño más valiente del mundo


El pequeño Jack nunca hablaba en clase. Nunca se levantaba de su pupitre cuando el profesor se marchaba. Jack tenía doce años y medía un metro y veinticinco centímetros. Jack tenía un problema de déficit de hormona de crecimiento. Llevaba aquellos días un parche en el ojo izquierdo, porque tenía el ojo derecho vago. Jack se había pintado una espiral en el parche. Desayunaba cada mañana como si en su estómago hubiese escondida una manada de leones hambrientos a los que tenía que alimentar. Comía mucho pero no crecía casi nada. Nada.
En casa, Jack estaba contento. En casa estaba más contento que en el colegio. Porque en casa estaba con Crafty, un perro mestizo que sus padres le regalaron por Navidad hacía dos años. No sacaba muy malas notas, pero tampoco muy buenas. Nunca destacó en el colegio. Se limitaba a intentar sobrevivir, y estar callado en cuanto llegaba a casa. No podía llorar. No podía. Tampoco se enfadaba. Cuando ocurría algo a su alrededor que no le gustaba, su cuerpo y su cerebro se paralizaban. A veces cerraba los ojos, para anestesiar esa ira que tenía dentro y que nunca sacó a la luz. Apenas sonreía. Es mentira eso de que nunca hablaba en clase. A veces hablaba con una chica de clase que escribía poesías muy pequeñas, y que le gustaba enseñárselas a Jack para que las leyese. Pero no hablaban mucho. La chica sonreía mucho. También hablaba a veces con el chico más importante de la clase. En realidad, era el chico más importante de la clase el que le hablaba a él. Aquel chico tenía la capacidad de comportarse como un perfecto capullo con mucha gente. Tenía a sus amigos, pero era un capullo. Jack tenía un problema de déficit de hormona de crecimiento, y su voz sonaba todavía muy infantil, pero sabía perfectamente que Charlie era un capullo. Pero uno de esos que merecen la pena.
Jack no hablaba con nadie más. Nadie le hacía nada porque era el protegido de Charlie. Pero nunca fue realmente respetado en el colegio, y mucho menos admirado.
Jack lo sabía, y lo único que esperaba cada mañana era tener un día tranquilo, y que si iba a ser un mal día, al menos que se pasara rápido. Después se lavaba los dientes, se colgaba la mochila, le daba un beso a su madre en la mejilla y se marchaba al colegio, con su gorro, y con las manos metidas en el bolsillo del abrigo, y sin haber dicho una sola palabra.
Y sin haber dicho una sola palabra llegó a clase el día en que todos los alumnos de la clase leerían una redacción que la profesora de Literatura había mandado días antes. La profesora de literatura era una de las señoras más raras que Jack había conocido en su corta y diminuta existencia. Era una treintañera solitaria, una loca de la literatura. Una loca. Porque solo una loca es capaz de mandar a unos niños de doce años que escriban una redacción titulada “¿Cuál sería tu última voluntad?”. Una señora sádica y morbosa. Principios de pederastia, seguramente.
Todos fueron leyendo sus extensos e insulsos textos, todos ellos evidenciando su intento fracasado de sonar a algo cercano a la filosofía, intentando también emocionar a base de tópicos de drama de sobremesa. Y llegó el turno de Charlie. Se levantó de su asiento y caminó hacia la pizarra. Por el camino tropezó con uno de los pupitres y estuvo a punto de caerse. Llegó a la pizarra con el papel en la mano y la cabeza encogida entre los hombros. Y leyó.
“Yo solo pediría que me dejasen una semana para hacer todas esas cosas que me asustaría hacer.”
Y volvió a su pupitre. Y toda la clase se quedó en silencio, mirándole. Y desde aquel día Jack decidió ser el niño más valiente del mundo. Aquel día Jack se dio cuenta de que su vida le aplastaría si no le hacía frente. Y entonces añadió algo más, mirando a la profesora. La clase seguía en silencio.
“También me gustaría que todo el mundo adoptara un perro abandonado.”
Y siguió el silencio. Y Jack empezó a pintar alrededor de su frase.

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