Último acto. Odette corre desesperada al lago. El engaño de Rothbart ha
sido descubierto. Por el pasillo, Mrs. Beckett avanza llamando a las puertas de
los residentes rezagados; es la hora del desayuno. En el escenario del
descomunal teatro Bolshói Odette llora desconsolada ante sus amigas cisnes la
pérdida de Sigfrido. Pronto, muy pronto, se sumergirá en el éxtasis de la
muerte y en las mareas de aplausos. Clap, clap, clap. Toc, toc, toc. “Alfred,
ha vuelto usted a quedarse dormido. Dese prisa o no llegará a probar la
mermelada”. El teatro entero contiene la respiración, acaba de entrar Sigfrido,
pero nadie le presta atención. Han venido a verla a ella, a Margaret Lavish.
“Buenos días Laura, ¿Has visto a Maggie?”. “Buenos días Mrs. Beckett. No, creo que
sigue dormida”. Resulta maravilloso contemplar cómo se mece en el aire, apenas
sin esfuerzo, como si no existiera la gravedad. Veintiún años, la primera
bailarina más joven de la historia del Bolshói y, sin duda, la mejor; capaz de
atrapar a unos espectadores desprevenido con sus giros y atraerlos hacia ella,
hacia las inmensas profundidades del ballet, de las que ya no podrán escapar
mientras vivan, aunque no sean capaces de darse cuenta. Tan sólo veintiún años.
“Arriba Robert. Ya no tiene usted edad para quedarse durmiendo hasta tan
tarde”. “Cuando uno llega a los ochentaisiete, como yo, debería poder quedarse
en la cama hasta la hora que le dé la gana”. “No mientras yo mande aquí. Venga
abajo sin rechistar, perezoso, que sólo quedan usted y Maggie por bajar a
desayunar”. “¿Con esta cadera pretende que baje yo sólo todas esas escaleras,
hija? ¡Ay, señor! Con lo que han aguantado estos pobres huesos y míreme ahora
donde estoy. Desde aquella cornada no he vuelto a ser el mismo. ¿Le he contado
alguna vez, Mrs. Beckett, que toreé en la Monumental con tan sólo diecinueve
años?” “Muchas veces, Robert. ¿Qué le parece si le ayudo a bajar al comedor
mientras me lo cuenta otra vez?” Nuevamente Rothbart ha roto la escena. Ella no
puede, pese a las veces que ha representado aquella escena, contener un
escalofrío. Se acerca una lucha sin esperanza. Una lucha muda y agónica,
orquestada por los músicos del foso, que tejerán el monstruoso lazo que habrá
de llevar a los dos amantes al suicidio, conduciéndolos con su cruel melodía
hacia las profundidades del lago, como la escalera central conduce a Robert y a
Mrs. Becket al comedor. “Cerraba la tarde Manolete, pero yo fui el gran
triunfador ese día. ¿Puede creerlo? Tan sólo diecinueve años y hacerle sombra
al gran Manolete. Yo, un muchacho extranjero, eclipsar al maestro”. Y de
espaldas al escenario, como negándose a presenciar el brutal momento, el
maestro, el hombre que, ajeno a la desgarradoramente armónica lucha, dirige el
destino de los dos amantes. Él también fue una joven celebridad, como ella.
Contaba con apenas veinticuatro años cuando fue nombrado director de orquesta
del Bolshói. Impasible, el joven maestro Igor Limónov, el otro Sigfrido, el de
más allá del teatro, conduce a su querida Odette a la desesperación. En el último
instante, no puede evitar que su batuta tiemble de forma casi imperceptible,
como un conato de rebeldía contra el terrible destino que les aguarda a su
Odette y al otro Sigfrido. Pero nada puede detener lo inevitable y los dos
jóvenes entran finalmente en el lago, a donde son arrastrados por la indolente
melodía, predispuesta desde el principio a dejarse arrastrar por la muerte.
Abajo, los ancianos se quedan sin aliento, expectantes, como cada vez que Mrs.
Beckett entra por la puerta principal del comedor. Ella avanza agarrada al
brazo de Robert con una sonrisa tranquilizadora. Cuando abandona el comedor,
tras dejar en su sitio a Mr. Brown, todos respiran aliviados. En su mente, como
en la de Mrs. Beckett permanece, como grabada a fuego, la última vez que entró
por la puerta principal durante el desayuno, dos meses atrás. “El señor Limónov
no ha logrado superar su derrame. Esta es una gran pérdida para todos,
especialmente para Maggie, que acaba de salir para velarlo. Es probable que
durante los próximos días, la residencia se encuentre más ajetreada de lo
normal. Muchos querrán venir a dar su apoyo a Maggie, por su pérdida. No sólo
familiares y amigos, también admiradores e incluso la prensa. Confío en que todos podáis llevar
esta situación lo mejor posible y, sobre todo, que mostréis a Maggie vuestro
más sincero apoyo y demostremos el cariño que le tenemos y que le hemos tenido
tanto a ella como a Igor”. Esas fueron sus palabras, insuficientes,
desapasionadas. Una pasión estática toma el teatro cuando el malvado Rothbart
muere, víctima del sacrificio de amor de los dos jóvenes. “Miro a la muerte a
la cara” cuenta Robert a sus compañeros de mesa. “El descomunal morlaco se para
frente a mí con sus grandes ojos clavados en los míos”. Los demás cisnes se ven
de pronto liberados de su hechizo, como si la música tejida por el maestro Limónov
los despertase de un profundo sueño. “Habíamos estado jugando al ratón y al
gato, pero ambos sabíamos que ese era el momento definitivo. Más que toreando,
parecía que hubiésemos estado bailando. Qué elegancia, que frenesí. Pero el
baile había acabado, llegaba la hora de la verdad y, por el rabillo del ojo,
veía ya asomar la punta de los pañuelos. Toda la plaza estaba entregada”. El
público se inclina inconscientemente hacia el escenario. Presienten un final
que no quieren que llegue. “Es el final. Hombre y toro frente a frente. El
tiempo se detiene”. Mrs. Beckett sube las escaleras, mientras comienza sentir
la tenue música que toma los pasillos silenciosos. Igor contiene la orquesta,
forcejea con la música, pretende detenerla, cortarla con su batuta como si
fuese un cuchillo. Teme el final, verlos saludar juntos, sonrientes. Él es
Sigfrido, pero el otro no lo sabe. El otro ha muerto, se ha sumergido en el
lago con Odette. No debería salir jamás de esas aguas. La música viene del
fondo del pasillo, del cuarto de Maggie. “Picarona” piensa Mrs. Beckett, “yo
creyendo que duerme y resulta que sólo está soñando despierta, recordando
tiempos mejores”. Hebert y frank, los compañeros de Robert, esperan impacientes
el final de una historia que ya saben, pero que sigue fascinándoles. El público
se inquieta, se asoma al final y le horroriza abandonar la mágica calidez del
teatro, de los giros de la gran Margaret Lavish. Nadie osa moverse. “No se oía
un alma, todos esperaban la estocada final”. Ha llegado a la puerta del fondo;
alarga la mano. “Agarro con firmeza mi capote. Adelanto el pie. El morlaco
espera”. Igor saborea los últimos acordes. En el escenario, Odette realiza los
últimos pasos, de una belleza sobrecogedora. Toc, toc, toc. “Maggie, la hora
del desayuno”. “La tela del capote se agita”. Igor levanta la batuta, dispuesto
para el último golpe. “Alzo el estoque mientras el animal comienza a avanzar”.
Mrs. Beckett gira el pomo. Cae la batuta, la música coge impulso. “Siento como
el acero se clava en el negro lomo, rasgando los músculos”. El último paso,
levanta la pierna. “No eran sus músculos, eran los míos”. El pie, enfundado en
sus zapatillas blancas de ballet pierde el punto de apoyo. “He puesto el pie
dos centímetros adelantado”. Un golpe de muñeca y la melodía estalla. Odette
tropieza en el preciso momento en que Mrs. Beckett abre la puerta. “El asta me
atraviesa el costado”. En su caída, la cabeza con su tocado de plumas encuentra
la mesilla. En el comedor nadie escucha el grito de Mrs. Beckett ni la cabeza
inerte de Maggie Lavish golpear el suelo de su habitación, pues Hebert y Frank
aplauden con entusiasmo el fin de la historia de Robert. El público del Bolshói
enloquece, se deshace en aplausos. La gran Margaret Lavish, la más joven
primera bailarina del ballet ruso, saluda. Más allá del escenario la espera
Igor, su Sigfrido. El telón cae.
A.S.V.
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