-Imagina
que nunca recordaré cómo llegué a ese lugar. El suelo estaba húmedo y cubierto
de hojas quemadas que se clavaban en mis pies hasta que recibí un golpe detrás
de la rodilla y caí. Noté cómo se enfriaba mi rodilla izquierda. Seguramente el
suelo punzante habría rasgado la piel. Me vino a la cabeza durante un par de
segundos la imagen de los insectos más repugnantes y putrefactos que habitan la
Tierra entrando en mi cuerpo a través de aquella pequeña herida, que parecía
ser el inicio de la praxis, cobrando esta palabra su sentido más físico y
visceral. Arrodillado frente a una hoguera de la que salían volando rostros de
mujeres preciosas, noté cómo un dedo áspero y grueso empezaba a tocarme la
espalda. Parecía estar dibujando, con un líquido de color negro. Oler aquel
líquido era como oler la sangre de tres millones de ratas muertas hace cien
años, mientras está siendo vertida a por tu espalda. Sabía que era negro porque
caían gotas desde mis hombros hasta cubrir el pecho. Al otro lado de la hoguera
se podía ver una figura humana que llevaba muchos años esquivando la muerte. Se
movía despacio. Sus rasgos faciales habían desaparecido entre surcos torcidos.
Solo se distinguían los ojos rojos, incandescentes y hundidos, que me miraban
sin apenas parpadear, y que brillaban diabólicamente tras la hoguera. Rodeó el
fuego y se puso delante de mí. Era un ser de muy baja estatura. Yo estaba de
rodillas y no tuve que levantar la mirada para ver esos ojos por los cuales
seguramente me miraba algo. Algo. Seguramente desde el más oscuro de los
infiernos. El dedo áspero seguía moviéndose por mi espalda, cubierta casi por
completo por aquel líquido que empezaba a formar costras en mis hombros y en
cada vértebra. Quedarían todas perfectamente marcadas con pintura negra y seca,
como si se tratase de la piel del cocodrilo o de una armadura oxidada. El dedo
dejó de pintar. A mí se me caía la mandíbula. No tenía fuerzas para morir. Solo
era consciente de que me habían drogado. Estaba seguro. No estaba en mí. Mis ojos
estaban casi en el suelo, mi cabeza se balanceaba, pero mi mente estaba a cinco
mil metros sobre las hojas quemadas, y también estaba cinco mil metros, o cinco mil millones de
metros, por debajo de las hojas quemadas, moviéndose a toda velocidad mientras
mi cuerpo maniatado parecía haber sido inmovilizado por el vapor de agua que
flotaba en el claro de aquel bosque de troncos negros y hojas verdes y grandes.
Las hojas más verdes del mundo. Y de repente empezó a oler a agua de coco. Los párpados
me pesaban y cubrían mis ojos. Había dos cuerdas enganchadas a mis párpados con
dos ganchos de hierro, y en el otro extremo las cuerdas estaban enterradas en
el suelo, a gran profundidad. La sensación que tenía era que yo intentaba
levantar el suelo con los párpados, y estos cubrían mis ojos en contra de mi
voluntad. Olía mucho más a agua de coco y ya con los ojos prácticamente
cerrados pude ver el agua en un gran recipiente de madera. El pequeño ser de
cara surcada, que para mí había desaparecido por completo, al igual que el
resto de siluetas que antes había identificado alrededor de la hoguera, se
acercó a mí, y para devolverme al mundo, a su mundo, al mundo que yo no quería
que fuese real, me abrió el ojo izquierdo con dos dedos, y me metió una varilla
hueca de madera que acababa dentro del agua de coco y que rápidamente supe que
servía para beber. En el momento en que me di cuenta de ello empecé a sorber de
forma obsesiva. Estuve un buen rato hasta que recibí un tirón fuerte en la
parte más alta de la cabeza. Yo cogí aire. Un segundo. El pequeño anciano me
forzó, aún con la boca rebosando agua de coco, a tragar semillas negras. Muchas
semillas negras. Diez segundos y mi cuerpo dejó de ser mío. Yo me revolvía por
el suelo como un lagarto con rabia y mi garganta la atravesaban machetes de
cazadores furtivos esquizofrénicos. Pero tú solo imagina que me fui con el
sabor del coco entre los dientes. Imagina que lo abandoné todo con el sabor del
coco entre los dientes. Piensa que se fue con el sabor del coco entre los
dientes y sin saber donde estaba.
Quedó
completamente noqueado ante todo lo que le había dicho, pero al final le
salieron las palabras.
-Vale. Ahora vamos a tomar una copa y a fumar.
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