Su pelo llegaba
a acariciar el final de su espalda. Su pelo era muy rubio, y en verano solo
llevaba ropa blanca. En verano era un ángel. Tenía la piel machacada por el
sol, desafiando al melanoma que acechaba cada día. Aunque allí el sol nunca fue
mortal y nunca lo sería.
Se
sentaba en el alféizar de la ventana todas las tardes, esperando que lloviera
para mojarse los pies. Pero en verano llovía menos, por eso sus pies acababan
secos casi todos los días.
Ahora
está sentada en el alféizar de la ventana, y mira el jardín que está detrás de
la casa. Simplemente está pasando el rato. Disfrutaba mucho del silencio que
había en ese momento. Tocaba con los talones los ladrillos viejos, ásperos y
duros. Veía cómo seguían cayendo gotas, restos de la tormenta de la noche
pasada, desde las últimas hojas de la hiedra que cubría la parte posterior de
la casa. Jamás lo había pensado, pero en ese instante se dio cuenta de que las
ramas del majestuoso olmo que ocupaba el centro del jardín pasaban muy cerca de
la casa, llegaban algunas a acariciar las paredes, e incluso algunas hojas
minúsculas se colaban por las ventanas.
Camina
ya por las rugosas ramas de aquel monstruo vegetal, y quiere llegar lo más alto
posible. Lo intenta de mil formas diferentes, siente cómo la corteza se clava
en las plantas de los pies, y le gusta. El árbol comienza a ser más inestable,
pero ella continúa subiendo.
Y
por fin posa sus pequeños pies en la rama que le permite sacar la cabeza fuera
de aquella galaxia de hojas y madera.
Durante
un par de segundos le molesta la luz en los ojos.
Sacar
la cabeza entre las hojas y contemplar esa maravillosa ciudad era como cruzar las
puertas del cielo.
Conocía
la ciudad pero aún así estuvo un buen rato mirando, y no encontró nada que
mereciese ser mirado más de dos segundos.
A
través de las ventanas se puede ver la naturaleza más pura y real de las
personas, que no son conscientes de que la intimidad termina cuando retiras las
cortinas. Detrás de las ventanas ocurren cosas muy interesantes. Son películas
que duran eternamente. Grabadas en plano fijo.
Nada
lucía de forma interesante cuando la chica sin zapatos se asomó por la copa del
árbol en busca de algo digno de ser observado.
Las
ciudades grandes son fascinantes no por sus grandes monumentos, sus plazas
faraónicas o sus jardines imperiales, sino por los pequeños detalles. Las
pequeñas cosas. Y la chica del vestido blanco encontró una pequeña cosa en una
de las pequeñas ventanas que subrayaban la jungla de chimeneas que había en los
tejados grises. Encontró un señor mayor tirando papeles a la calle. Todos los
papeles que arrojaba parecían tener algo escrito.
Era
fácil en aquel momento del día llevar la cuenta de las personas que caminaban
por esas calles.
Seguía
tirando papeles. Sacó incluso un cajón lleno de pequeños trozos de papel, todos
ellos del tamaño de un paquete de tabaco, y también repletos de palabras, y los
lanzó a la calle de una vez, como si estuviese defendiendo la muralla de
Jerusalén lanzando calderos de aceite a los árabes. Lanzaba papeles de forma
obsesiva. Miles y miles de pequeños textos.
Se
preguntó inmediatamente qué pondría en todos esos papeles. Quién sería aquel
hombre. Entonces bajó del árbol y salió a buscarlos.
J. L. M.
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