martes, 9 de julio de 2013

Una historia de verano


Su pelo llegaba a acariciar el final de su espalda. Su pelo era muy rubio, y en verano solo llevaba ropa blanca. En verano era un ángel. Tenía la piel machacada por el sol, desafiando al melanoma que acechaba cada día. Aunque allí el sol nunca fue mortal y nunca lo sería.

Se sentaba en el alféizar de la ventana todas las tardes, esperando que lloviera para mojarse los pies. Pero en verano llovía menos, por eso sus pies acababan secos casi todos los días.

Ahora está sentada en el alféizar de la ventana, y mira el jardín que está detrás de la casa. Simplemente está pasando el rato. Disfrutaba mucho del silencio que había en ese momento. Tocaba con los talones los ladrillos viejos, ásperos y duros. Veía cómo seguían cayendo gotas, restos de la tormenta de la noche pasada, desde las últimas hojas de la hiedra que cubría la parte posterior de la casa. Jamás lo había pensado, pero en ese instante se dio cuenta de que las ramas del majestuoso olmo que ocupaba el centro del jardín pasaban muy cerca de la casa, llegaban algunas a acariciar las paredes, e incluso algunas hojas minúsculas se colaban por las ventanas.

Camina ya por las rugosas ramas de aquel monstruo vegetal, y quiere llegar lo más alto posible. Lo intenta de mil formas diferentes, siente cómo la corteza se clava en las plantas de los pies, y le gusta. El árbol comienza a ser más inestable, pero ella continúa subiendo.

Y por fin posa sus pequeños pies en la rama que le permite sacar la cabeza fuera de aquella galaxia de hojas y madera.

Durante un par de segundos le molesta la luz en los ojos.

Sacar la cabeza entre las hojas y contemplar esa maravillosa ciudad era como cruzar las puertas del cielo.
Conocía la ciudad pero aún así estuvo un buen rato mirando, y no encontró nada que mereciese ser mirado más de dos segundos.

A través de las ventanas se puede ver la naturaleza más pura y real de las personas, que no son conscientes de que la intimidad termina cuando retiras las cortinas. Detrás de las ventanas ocurren cosas muy interesantes. Son películas que duran eternamente. Grabadas en plano fijo.

Nada lucía de forma interesante cuando la chica sin zapatos se asomó por la copa del árbol en busca de algo digno de ser observado.

Las ciudades grandes son fascinantes no por sus grandes monumentos, sus plazas faraónicas o sus jardines imperiales, sino por los pequeños detalles. Las pequeñas cosas. Y la chica del vestido blanco encontró una pequeña cosa en una de las pequeñas ventanas que subrayaban la jungla de chimeneas que había en los tejados grises. Encontró un señor mayor tirando papeles a la calle. Todos los papeles que arrojaba parecían tener algo escrito.

Era fácil en aquel momento del día llevar la cuenta de las personas que caminaban por esas calles.

Seguía tirando papeles. Sacó incluso un cajón lleno de pequeños trozos de papel, todos ellos del tamaño de un paquete de tabaco, y también repletos de palabras, y los lanzó a la calle de una vez, como si estuviese defendiendo la muralla de Jerusalén lanzando calderos de aceite a los árabes. Lanzaba papeles de forma obsesiva. Miles y miles de pequeños textos.

Se preguntó inmediatamente qué pondría en todos esos papeles. Quién sería aquel hombre. Entonces bajó del árbol y salió a buscarlos.
J. L. M.

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