martes, 2 de julio de 2013

Emesis III. Un otoño.


-Escribe mi nombre en tu mano.

-¿Para qué?

-Para que no te olvides.

-¿De qué?

-De mi nombre.

-¿A qué viene esto?

-A que quiero que escribas mi nombre en tu mano.

-¿Pero para qué?

-¿No te das cuenta que cuando le buscas motivos a las cosas pierden todo el encanto?

-Sí, pero es que es demasiado absurdo incluso para ti.

Se levantó del sofá y se fue. No sé por qué existe noviembre. En noviembre nunca pasa nada. Es el mes olvidado. El mes de presaca de la Navidad. Es un mes doméstico. Un mes triste. Cruel. Un mes para ver llover las tardes de domingo. Un mes pensado para para deprimirse. Así han sido mis últimos noviembres. Una mezcla de nubes, angustia, depresión y sofá. No tardó mucho en volver.

-G. M. M.

-¿Qué?

-Gabriela Mujica Martín. Mis iniciales. Sólo mis iniciales.

-¿A cambio de qué? (odio su extraño poder de convicción)

-No sé… Si quieres follamos.

-Escribe.

Mirada al infinito, inspirar, espirar, prados verdes, prados verdes, prados verdes…

-Ya está. Voy a por papel higiénico.

Me pareció una metáfora terrorífica. Mirar mi mano y ver su nombre sangrando. Porque sí. Volvió con papel higiénico.

-Toma. Ni se te ocurra decirme que te debo una.

-Has dicho si quería…

-No creo que sea el momento. Espérate a que cicatrice.

Delirios de tarde de noviembre. El resultado de horas en penumbra gastando el sofá acompañando al capitán Willard por la jungla de Vietnam. Empezar el día como cualquier otra persona poseída por la rutina, y acabar con la mano soportando tres letras sangrando, esperando a que cicatricen.

-¿Alguna vez te han hecho daño sin querer?

-¿Qué tipo de daño?

-Físico.

-Supongo que sí.

Respondí sin saber a qué se refería.

- ¿Y lo perdonas?

-Sí, claro.

-Solo quería estar en ti. Y que nunca olvides el dolor, ni los prados verdes (me conocía demasiado).

-¿Te ha gustado la peli?

-Sí.

Un minuto de silencio.

-¿No te daría miedo ir a Vietnam?

-¿En la guerra o ahora?

-Ahora.

Cuando me hacía estas series de preguntas se me despejaban las últimas dudas que tenía de donar su cerebro a la ciencia.

-No sé. No me atrae especialmente. No estaría cómodo.

Un minuto de silencio.

-A mí me daría pánico. Sobre todo las carreteras. Vacías. Con puestos de comida regentados por miradas peligrosas, ignorantes, de otro mundo. Un país perdido. Imagina que te duermes y despiertas en un día nublado, en Vietnam. Medio desnudo. Tumbado en la carretera.

Bajó el volumen de su voz, llegando al susurro.

-Yo he visto eso alguna vez. Me he visto desnuda. Llorando en una carretera, confundiendo mis lágrimas con gotas de lluvia mientras anochece. Muriendo de frío. Sangrando por la nariz. Con la boca manchada. Y de repente estoy corriendo por el pasillo de mi casa. Vestida de princesa. Llorando. Con la boca manchada. Corriendo.

Ojos vidriosos. Mirada perdida en los títulos de crédito con el volumen al mínimo.

-Vamos a la cama.

-Estoy sin fuerzas.

-Vamos a dormir.

-Vale.

La cogí en brazos. Fuimos hasta su habitación, la tumbé y me senté a su lado.

-¿Tienes sueño?

-No mucho.

-Entonces quédate aquí un rato. Quiero mirarte.

-Nunca más vamos a hablar de Vietnam.

Asintió y se quedó callada, cumpliendo con lo que le acababa de decir.

-¿Qué vamos a hacer mañana?

-Mañana es lunes. Tengo clase.

-Yo no. ¿Qué puedo hacer?

-Puedes escribir.

-Pero me tienes que dar un boli. Y papel.

-Vale. También puedes escribir en el ordenador.

-No. Papel y boli es mejor.

-Mucho mejor.

Sonreí y apagué la lámpara de la mesilla.

-¿Quieres que me quede más rato?

-Sí.

Me tumbó poniendo mi cabeza en lo que quedaba de su pecho. Y más silencio.

-Marco, ¿tú sabes qué es el horror?

Hablaba en tono de secreto.

Cualquier sonido considerado normal a la luz, es ruido en la oscuridad.

-El horror son tus ojos vidriosos.

-Ya.

Respiró profundamente, levantando mi cabeza.

-O tener que despertar en este mundo mañana.

Le cogí la mano muy fuerte.

-Este mundo te necesita.

-¿Necesita a una yonqui?

-Necesita a alguien que conozca otros mundos.

No dijo nada. Me fui a dormir.

Se me ocurren pocas cosas más deprimentes que tener que levantarse de noche. Ir a echar el café en la taza de leche y que se te caiga un poco fuera de la taza. Ducharse y morir de frío al cerrar el agua. Ir al salón y verla mirando la tele apagada.

-¿Para qué te levantas tan pronto?

-No tenía sueño. Y en mi cuarto hace frío.

Dormía con un camisón diseño niña de diez años, medio transparente después de tanta secadora. Inocencia sin mangas.

-Creo que voy a bajar a hacer fotos. Me gusta la luz que hay estos días. Es gris.

-Seguro que te sienta bien salir un poco.

-No sé si voy a comer.

-Vale. Una cosa: no compres.

-He dicho que voy a ir a hacer fotos.

-Vale.

Me daba pánico dejarla sola cada mañana. Hasta que se convirtió en rutina. Siempre le decía que no comprara. Y sabía que compraba la mayoría de las pocas veces que salía a la calle en la temporada otoño- invierno. Cuando salía a hacer fotos hacía tres o cuatro. Cinco como mucho. Eran todas autorretratos. Todas hablaban de ella. Todas eran ella.

Me pasé toda la mañana deseando volver a verla. Siempre me pasaba. A veces despertaba en mí deseos de homicidio, pero nunca me vi capaz de imaginar mi vida sin ella. Habíamos nacido para estar siempre juntos. Me encantaba mirarla cuando me ignoraba. La delicadeza al pintarse las uñas de negro. Elegancia italiana y sensualidad argentina cuando fumaba en la terraza envuelta en una manta. Solo una manta. Su actitud de niña pequeña haciendo deberes cuando escribía. Sus andares de Alicia con resaca en el País de las Maravillas. Y siempre con ojeras, su sombra de ojos natural.

Llegué de cumplir en la universidad. Se estaba depilando en el baño. Con la puerta entreabierta. Sentada en el borde de la bañera, con la pierna derecha apoyada en el váter. Era la diosa de la sensualidad involuntaria. Un cuerpo entregado a la autodestrucción, que enamoraba con destellos totalmente inesperados que rompían mi rutina de estudiante/niñera/psicoanalista.

Cuando acababa un texto, me lo enseñaba, igual que una niña pequeña enseña un dibujo acabado a su madre. Lo leía y mi mente volaba. Me abría un ventanuco a su mundo, por el que se colaban palabras mezcladas con ácido y hojas mojadas atrapadas en el asfalto.

Oí cómo cerraba la puerta y empezó a ducharse. Salió a los tres minutos, envuelta en una toalla blanca.

-Mis tetas se están muriendo.

-¿Qué?

-Creo que tengo un bulto. Ven a ver si tú lo notas.

Dejó caer la toalla. Me cogió la mano, y la puso en su corazón.

-Mueve los dedos, a ver si notas algo.

No había tumor porque apenas había nada. Moviendo los dedos sentía sus costillas.

-No tienes nada.

-Vale. Me voy a vestir.

Bajamos a la calle. Las pisadas sobre la acera eran amortiguadas aquellos días por rastros de cobre con forma de hojas. Sus Converse negras hacían crujir el cobre. Siempre caminaba despacio, regodeándose en cada paso, en cada calada. Miraba a las parejas que nos cruzábamos, a la vez que la angustia brotaba en su mirada. Angustia. Nunca envidia. Nunca había pensado en estar con alguien. Le parecía que era algo totalmente ajeno a ella. No había nacido para tener pareja, y mucho menos para colaborar en la supervivencia de la especie humana.

Cuando empieza una tarde otoñal se escucha el silencio. Hablan tímidas las hojas crujiendo, quedando a la sombra de cuatro pies, 41 y 37.

-¿Por qué no has bajado la cámara?

Daba miedo ver tantas palomas en la calle. Bajamos por la arteria que mantenía aquella tarde con vida.

-Tengo mucha hambre.

Se compró una napolitana de chocolate. Llevaba casi veinte horas sin comer. Seguimos paseando. Las aceras mojadas son fuertes depresivos de olor frío. Ese olor que posa en nuestra mente la imagen de una casa abandonada en el campo envuelta en niebla gris, en la que se ha cometido un crimen del que nadie tendrá noticia jamás. En situaciones como esa surgía mi culto al olor del humo del tabaco. Hacía las calles más acogedoras.

Ella hablaba y yo escuchaba. Pero tenía que probar su capacidad de escuchar. En el momento en el que me levanté a las seis y media de la mañana, cayó sobre mí una gran mierda de 24 horas de duración, que se sumaban al cansancio físico, mental y sentimental cargado en mi espalda desde que acabó el verano. Estaba en esa humillante situación extrema en la que te ahogas con tu propia voz y te amenazan las lágrimas en el momento en que todo te supera, en el momento en que necesitas vaciarte. Sentados en un banco, ella comiendo y atravesando la acera con su mirada, y yo mordiéndome los labios.

-Necesito hablar.

-¿De qué?

-De mí. De mí y de ti. De todo.

-¿Te queda tabaco?

Falta de sensibilidad inconsciente. Le di cigarro y mechero y al fin tuve la opción de arrancar, pero me eché atrás. Noté su mirada sobre mí unos instantes después de encender el cigarro. Yo no la miré. De repente tiró su cigarro lo más lejos que pudo con aquel brazo con principios de anorexia y me abrazó. Y después susurró.

-No pienses que hay algo mejor.

Aquella frase paró el mundo unos segundos. Y lloré en silencio, tímido, pero lloré bien. Era el resumen y la solución de la angustia de aquellos dos días de noviembre. Dos días que empezaron con tres letras de sangre en mi mano. Dos días que acaban con el anochecer adelantado de otoño, con su sonrisa y con seis palabras que habían liberado mi cerebro y frenado uno de mis frecuentes infartos emocionales. Suerte.
J. L. M.

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