lunes, 29 de julio de 2013

La derrota

   Hoy tampoco ha llenado. No importa, hace años que el local se presenta, noche tras noche, medio vacío; siempre las mismas personas, las mismas caras cansadas mirando al suelo, las mismas vidas desmigajadas, parcialmente ahogadas en cerveza, manoseadas y chupadas como las cáscaras de pipa que alfombran el antro. Hoy las caras han cambiado, la juventud ha reclamado su lugar, pero él no puede verlo, pues se encuentra de cara al piano, de espaldas al mundo. Se demora lo máximo posible, necesita fuerzas, el viaje nunca es fácil. Cada noche lo mismo. Finalmente, una voz grave le susurra al oído: “Vamos maestro, no los haga esperar más, que se cansan”. Yo también me canso, piensa. Sin embargo, respira hondo y se zambulle entre el marfil.
   Una nota, dos, la melodía se hila, flota, le revuelve el escaso cabello que le queda y envuelve a los jóvenes que, resguardados tras las mesas astilladas, no pueden contener una sacudida cuando la música los toca, cuando las notas los traspasan y desnudan. Es, como desde hace años, una melodía triste, tan dulce y cortante como la derrota. No porque se sienta derrotado, sino porque la derrota es a lo único que aún aspira. Ve, por el único ojo que le queda sano, las teclas bailando bajo sus dedos, después las maderas rotas del piano, por entre cuyos huecos se cuela el pasado, derramándose como un río sobre su piel carcomida por los años, revitalizando unas manos que ejecutan un acto mecánico, como si de un autómata se tratase, nada más un muñeco de cuerda capaz de interpretar la más bella melodía cuando se le pone en marcha. Antes, cuando era capaz de empuñar un violín o una guitarra sin que sus manos temblaran, solía cantar, pero hacía años que su potente voz se había vuelto un graznido áspero y sus dedos un mecanismo de relojería perfectamente sincronizado con el piano. Ahora callaba y dejaba que otras voces le susurrasen al oído mientras tocaba, voces de un pasado ya irrecuperable. Venga, decían cruelmente las voces, tan solo un vistazo no puede hacerte daño, levanta los ojos por encima del piano. Al final siempre cedía, siempre aceptaba el fracaso y alzaba los ojos. Allí estaba, fijo en la pared, mirándole con insolencia desde el otro lado del espejo. Siempre rezaba por encontrarse frente a frente con un viejo de sienes plateadas, cara de tortuga y un solo ojo destapado, pero rara vez esto ocurría.
   Esta noche lo mira aquel joven que ya conoce: el pelo negro sobre la frente, el rostro ancho y cuadrado, la barba rala y en el fondo de los brillantes e intensos ojos verdes imágenes de una violenta lucha a muerte perpetrada sobre un colchón desgastado. Las imágenes parecen burlarse del anciano con su desgarradora claridad. Los mentones afilados chocando, las incipientes barbas rozándose, las  bruscas caricias, los torsos entrelazados, los violentos besos… Y ya es irrevocable; el anciano se hunde en aquellas pupilas como antes se ha sumergido en la música.

  Manuel… bueno, ahora monseñor Manuel Prizzi , parece una broma ¿y qué? Al fin y al cabo éramos jóvenes. Tal vez los dos siempre supimos que se acabaría;  por eso nos devorábamos cuando nos veíamos, por si era la última vez. ¿Te acordás todavía de mí? Hace tantos años… ¿Te acordás todavía de cuando eras mozo de puerto? ¿Te acordás de aquel joven que tocaba la guitarra allá por las plazas, de nuestro rincón en aquel barrio gris y sucio a orillas del río? Necesitábamos tan poco para ser felices… Y eso que por aquel entonces querernos era pecado, pero no nos importaba, ni siquiera a ti, con lo religioso que eras. Nunca vi una fe tan grande. Por eso no me sorprendió que te largaras para el seminario y lo echaras todo por la borda. Claro que eso fue después de la guerra. La guerra cambió tantas cosas... No sé si te acordás pero yo estaba en Praga viendo morir a papá cuando me llegó tu carta. No puedo decir que me sorprendiese, pero después de la vergüenza por lo de mi hermano, de la enfermedad de papá y de todo lo que pasamos en Praga con la guerra fue lo que acabo de desarmarme. Lo demás tal vez lo sepas: la vuelta a casa y de nuevo otra vez a Europa, cuando todo había pasado. Dejé de tocar en las plazas y entré en el conservatorio. ¡Y tú que decías que mi música no podía darnos de comer! Al menos a mí sí me dio el pan. Lo demás salió en los periódicos, no sé si llegaste a leerlos alguna vez, nunca te importaron las cosas mundanas. Pero fue muy sonado, ya lo creo. Una carrera meteórica, París, luego una mujer, la gran maestra del siglo al piano la llamaban. Para mí no era más que Mercedes, pero yo para ella nunca fui solo Pablo… El resto no creo que lo hayas oído, salió en los tabloides y la prensa rosa. El divorcio, el frcaso, el alcohol… Y ahora ya ves, el mozo del puerto podría haber llegado incluso a papa si no fuera tan viejo y a la gran promesa del piano solo le queda un antro lleno de humo y  pipas  los mismos fracasado de siempre que no se cansan de escuchar la misma melodía, un ojo inservible, muchas facturas por pagar y el vago recuerdo de un hijo que hace años que no le habla… No sé si te acordás, pero a mí esos años todavía me sirven de tabla cuando las aguas se ponen turbias. Bah, no me hagás caso, seguramente estoy desvariando. De hecho ni siquiera podés oírme. Estoy hablando solo, como siempre, repitiendo las mismas palabras durante años. Lo que realmente me rompe es que ni siquiera ahora, después de todo, puedo permitirme el lujo de la derrota. No puedo siquiera ser libre. Y eso que…

   Las aguas se rompen, la melodía se ha acabado. Primero emerge la cabeza, intentando respirar entre el mar de humo, después el resto del cuerpo. Ahora otro mar lo envuelve. Los jóvenes que de forma excepcional han acudido al antro aquella noche han roto en aplausos. Algunos incluso, los más duros, lloran desarmados, desnudos. El viejo se ve en sus rostros, todos ellos son él mismo hace tantos años ya… Entonces comprende: aún no es tarde, aún puede saborear la derrota con la que sueña hace tantos años. Agradeciendo la ovación sale del bar  sin mirar atrás. Cruza la calle, ahí hay una cabina. Descuelga. Los ojos le arden cuando pronuncia el nombre con voz temblorosa.

   -¿Manuel?

   La voz que responde también está cortada.

   - ¿Papá?

  
A.S.V. 

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