23 de marzo de
2012
Llegué
agonizando. Cansado de cansarme durante todo el día. Me la encontré sentada
delante del sofá, en ropa interior. Le sangraba la nariz, y estaba rodeada de
restos blancos. Había una pequeña cara sonriente en la mesa.
Se estaba
agotando.
-Vamos a la
cama.
-Dame un beso.
-Tienes bigote
blanco.
-Tengo mucha
sed. Y veo muchas cosas azules.
-¿Dónde?
-En todas
partes.
-No hay nada
azul.
-Vamos a follar.
Eran delirios de
poeta surrealista. Tardé en contestar. Pero
no tuve fuerzas para decir no.
-Venga, vale,
follamos.
Aquel día nos
había fulminado. El cansancio y el ácido. En una situación como esa, solo queda
el “sí a todo”.
Fuimos a su
habitación. Siempre era en su habitación. Iluminada por los reflejos
multicolores que el sol prestaba a las nubes cada tarde de mayo. La llevé de la
mano, casi arrastrándola. Con sangre seca mezclada con restos de blanca bajo la
nariz. Se tiró en la cama boca abajo, y yo sobre ella. Y empezó el baile. Un
baile terapéutico.
-Marco, ¿para ti,
qué soy yo?
-Los restos de
todo.
Me abrazó, con
los delirios de viernes por la noche totalmente derretidos, y se durmió. Y así
acabamos aquella noche.
Al día siguiente
dijimos buenos días a las dos de la tarde. Nuestro desayuno/comida fue de
patatas fritas con ketchup, media pizza quemada y Heineken. Siempre Heineken.
Todo apuntaba a
tarde alcoholizada filosofando en el sofá, y a anochecer de rehabilitación en
nuestra terraza, con la puesta de sol reflejada en el otro lado de la calle.
-¿Te acuerdas de
la última vez que follamos?
-¿Por qué te
gusta tanto hablar de sexo?
-Porque a la
gente le cuesta mucho hablar de sexo, porque la gente lo considera grosero,
simple y vulgar, y eso me encanta.
-Creo que hace
algo menos de un mes.
Le contesté con
resignación mientras se encendía un cigarro. Todas las mujeres deberían fumar.
A todas les queda bien un cigarro en la boca. Una calada de una mujer a un
cigarro es sensualidad en una de sus máximas expresiones. Un instante del que
merece la pena ser testigo.
-Me encanta cuando
lo hacemos. Es libertad pura.
No sé si
esperaba respuesta.
-A mí me encanta
cuando acabamos. Cuando te duermes. Cuando te cojo la mano y me quedan restos
blancos.
Me sonrió.
-¿Abrimos la
ventana?
-Como quieras.
-Quiero que esté
abierta.
Estiré el
brazo hasta llegar al mango de la
ventana y tiré. Dejamos entrar un fuerte viento acompañado de polen y tubos de
escape. Se oía el silencio de sobremesa.
-Nunca te doy
las gracias por cuidarme.
-Porque sabes
que no hace falta. Fui yo quien decidió traerte aquí. Tú no lo pediste.
Los días después
eran como empezar a vivir desde cero.
-¿Te das cuenta
de que vivimos al margen del mundo?
-Me doy cuenta
de que vivimos como queremos vivir.
-Sí.
Independientes. Es poético; vivir al margen de un mundo tan invasivo, del que
es tan difícil esconderse. Lo malo es que nada es infinito.
-Las almas son infinitas.
Las almas no se degeneran. No se drogan, y no mueren.
-Pero las almas
no se ven.
-Pero se
sienten. Las cosas que merecen la pena se sienten.
Heineken
empezaba a hacer efecto. Encendí un cigarro.
-¿Tú me quieres?
-Claro.
-¿Seguro?
-Seguro.
-¿No me utilizas
para follar?
-¿Estás loca?
-Sabes
perfectamente que estoy loca. Júrame que me quieres.
-Llevo tu nombre
marcado en la mano.
-Júrame que
nunca me vas a dejar.
-Te lo juro. Te
quiero.
No recordaba mi
último “te quiero”. Tampoco recordaba un abrazo suyo tan intenso como el que me
dio en ese momento. Mi hombro se llenó de lágrimas.
-¿A qué viene
todo esto?
-A que no quiero
estar nunca sola, ni siquiera cuando esté muerta. No quiero que mi cuerpo se
deshaga solo. Quiero helado de chocolate.
Llevaba un buen
rato sin parpadear. Se supone que tendría que estar acostumbrado a estas
situaciones, pero nadie está preparado para vivir con alguien así. Dejó de abrazarme
y su mirada se perdió.
-¿Qué coño soy yo?
No supe
contestar. Estaba ocupado anudándome la garganta. Su mirada seguía perdida. Las
lágrimas huían de sus preciosos ojos verdes.
-Yo me vestía de
princesa. Me sonríen las pastillas. Escapo en rincones oscuros. Me pica todo el
cuerpo. Sueño que se me cae el cielo encima. El mundo me ha olvidado. Mi alma
está olvidada. Mis piernas tiemblan. Me he tirado al suelo llorando y sudando,
a recoger polvo con la nariz. Mi alma se escapa por el interior del codo. Y me
estoy acabando.
-¿Quieres
ducharte?
Tardó en
contestarme.
-Vale.
La acompañé
hasta el baño, y tras cerrar la puerta, me fui a la terraza. No podía evitar
imaginar su silueta dibujada en la cortina de la ducha. Estuvo una hora
encerrada en el baño. El mismo tiempo que estuve yo en la terraza, pensando
demasiado y fumando demasiado.
-Habría que
santificar las duchas. Están muertas y hacen milagros.
-¿Estás mejor?
-Sí, claro.
-No deb…
-¿Qué?
-Nada. No era
nada.
Se sentó en su
sillón de mimbre. Estiró el brazo para coger un cigarro y empezó el juego del
silencio, cinco minutos de silencio de rehabilitación.
-Tenemos que
irnos de viaje. Esta ciudad nos está secuestrando. Esta calle nos está
secuestrando.
-¿Dónde quieres
ir?
-A París.
-¿Otra vez?
-Sí, claro.
-Pero ¿para qué?
-Ya he estado
tres veces antes, ya he visto todo lo que se supone que hay que ver, he cumplido
con todos los “recorridos con encanto” que marcan las guías turísticas. Quiero
ser de París durante una semana.
-De París
durante una semana.
-Sí. Una semana.
-Vale, pues nos
vamos.
Un viaje
decidido en un minuto.
-Quiero helado
de chocolate.
J. L. M.
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