sábado, 6 de julio de 2013

Emesis IV. Un verano.


Aceras incandescentes, rayos de sol deslumbrando entre ramas de árboles, tirantes sudados, camisas abiertas hasta el ombligo y bares abiertos hasta el amanecer.

La luz de la mañana se reía de las cortinas y me cegaba, mientras intentaba liberarme de las sábanas. Rutina de sábado. Despegaba los calzoncillos de mis piernas sudadas, mientras soñaba con un vaso de agua fría con el que eliminar el mal sabor de boca que deja una noche de pesadillas calurosas. Me arrastré hasta la última puerta del pasillo con los ojos todavía medio cerrados. La abrí. Era la máxima expresión de delicadeza que se pudiera imaginar. Era una estatua griega. Una diosa. Una yonqui en reposo. Sexy y cutre al mismo tiempo. El borsalino, la lámpara y las pastillas para dormir ocupaban la mesilla. Entre El club de la lucha y Cisne Negro, un tocador. El mueble más cursi del mundo atrapado entre tanta dureza, tanta autodestrucción. Sobre él estaba Gabriela: una botella a punto de acabarse,  dos filtros supervivientes, sujetador rojo, medias rojas y vestido negro. Y debajo de la silla, su DNI: Converse negras. Era importante el tocador. Venía con la casa. Como el espejo del baño. Como el suelo. Cuando llegamos estaba solo en aquella habitación. Yo pasé de largo, pero ella entró, y se sentó delante de él, mirándolo con sonrisa nostálgica. Quién sabe qué le pasó por la cabeza en aquel momento. Ponía las manos sobre él. Miraba el espejo, rayado por los bordes y por los años. Se vio reflejada. Esa habitación ya era suya. Estaba despierta pero yo no lo sabía. Levantó los párpados y me miró entre legañas. Yo estaba apoyado en el umbral de la puerta, con mi sombra tumbada en el pasillo.

-¿Y ahora qué?

-Ahora deberías levantarte.

-¿Para qué?

-Para hacer algo.

-No tengo nada que hacer.

-Siempre hay algo más interesante que estar tumbada sin hacer nada.

-Pásame un cigarro.

Me acerqué al tocador, cogí uno y se lo lancé a la cama. El mechero esperaba en su mesilla.

-Date prisa que nos vamos.

Asintió mientras se incorporaba para encender el cigarro. Se dejó caer sobre su almohada y yo salí de la habitación. Nos íbamos al campo. La familia de Gabriela tenía una casita a la que apenas iba nadie desde hacía mucho tiempo. Estaba al lado de un pequeño río, entre olmos, sauces y fresnos, en uno de los lugares más recónditos y bucólicos que se puedan imaginar. La construyó su bisabuelo. Gruesas paredes de piedra que te aislaban y fortalecían el silencio, rodeadas por los restos de pintura blanca que quedaban en aquella cerca de madera. Todo eran alfombras de hierba salvaje. En el jardín solo había una mesa redonda y un par de sillas, todo de madera oscura y de edad infinita.

Cuando llegamos estaba dormida. La cogí en brazos y la llevé al dormitorio. Durmió hasta la tarde.

Aquel lugar también me servía a mí de centro de rehabilitación. También necesitaba silencio. Necesitaba pisar hierba. Sentir el río. Yo estaba en el porche, leyendo, cuando apareció en bragas y sujetador, destensando su cuello, aún con los ojos dormidos.

-¿Qué hora es?

-Cuatro y media.

-¿No hay comida?

- Sí, hay algo en la cocina.

Se quedó un rato de pie, en el umbral de la puerta, mirando el río entre sus párpados casi cerrados.

-Me voy a bañar.

La miré extrañado. Empezó a andar. Cada vez más rápido, hasta llegar corriendo a la orilla del río. Llegó y saltó. Saltó alto y grande. Saltó bonito. Creo que era la primera vez que la veía saltar. Emergió entre la corriente, salió y se sentó en la orilla. No tardó en levantarse y saltar otra vez. Y salió y volvió a saltar. La miraba hipnotizado desde el porche. Vi que mi objetivo en ese viaje se estaba cumpliendo a las pocas horas sin que yo hubiese hecho nada. Quería limpiarla, purificarla, liberarla, reencarnarla y que sintiese el verano. Y aquella escena escondida entre pequeñas ramas de sauce era el verano. Volvió al porche con andares de chica Bond. Entró y salió al rato con un vaso de agua. Aunque también podía ser vodka.

-Creo que me gustaría morir aquí.

No creo que esperase respuesta a tan macabra afirmación. Palabras como esas me anestesiaban y me mantenían atado a su mundo de flores de cemento.
Amanecimos dormidos en el sofá, con Heineken haciendo guardia veinte veces sobre la mesa. Pequeñas hojas se mezclaban con platos sucios tras colarse por la ventana de la cocina. Me levanté tras retirar su brazo izquierdo, que había dormido sobre mi tripa. Los recuerdos de anoche se habían escondido en las botellas. Ella seguía durmiendo. Salí al jardín y me tumbé en la hierba mojada. Estuve un rato con los ojos cerrados, a punto de desmayarme. Y al final ocurrió. Quedaban secuelas de la noche anterior, y no pude vencerlas. Aparecí en una orilla rocosa, abrazado a un gran jersey de punto que envolvía un cuerpo de cristal. Abrazaba aquel cuerpo por la espalda. Mis manos recorrieron sus brazos hasta llegar a las manos. Ella miró las cuatro juntas y vi su perfil sonriendo, pero no sé quién era. Sopla el viento y estoy de vuelta sobre la hierba. Sopló un poco más y ya estábamos en el coche, dejando atrás aquella postal, rumbo a las autopistas naranjas. Quedaron atrás los teatros, entramos en el laberinto y cerramos la luz. Habían salido muy bien las cosas.

J. L. M.

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