viernes, 1 de mayo de 2015

El Parque de Atracciones I / ♫England - The National

Aquí las chicas no llevan pendientes.
─No.
─Llevan tatuajes en los tobillos.
─Sí.
─Llevan las gafas de sol de sus madres.
─Sí. Las que sus madres llevaban cuando eran como son ellas ahora.
-¿Y cómo son ellas?
─Putamente perfectas. Simplemente caminando ya son perfectas.
Y bebieron el último trago.
─Wes, ¿sabes una cosa?
─¿Qué?
─El bar lleva una hora vacío. No hay ni tatuajes en los tobillos ni gafas de sol.
Y empezaron a reírse a gritos. Y la botella de escocés que habían vaciado entre los dos aquella noche se reía de ellos, mientras la etiqueta negra, empapada, se despegaba poco a poco. Pararon de reír y siguió el guion surrealista.
─No hay nadie, pero nuestro querido y viejo Albert sigue aquí, ¿verdad, Albert?
─Nosotros asesinamos neuronas aquí cada día y él nunca nos habla mientras tanto.
Albert tenía ya muchos años. Era el dueño del local más antiguo de la calle. Trabajaba allí desde los catorce años.
─No sabéis lo que hacéis.
─Lo sabemos demasiado bien, y tú también lo sabes.
─A nadie en esta ciudad le sienta mejor el alcohol que a Wes y a mí. No hay nadie en Londres que sepa beber tan bien como nosotros.
─¿Eso lo dices porque nunca os dejáis nada en ninguna copa, no?
─Nunca hay que despreciar la última gota, Albert.
Albert adoraba a aquellos dos chicos. Para ellos, Albert llevaba mucho tiempo siendo su segundo padre. A veces incluso el primero. Ya iba a cerrar el bar, hasta el día siguiente a las siete de la mañana.
─¿Y dónde vais ahora, soldados?
─Al Teatro de Su Condenada y Muy Puta Majestad, a la salida.
─Tenemos cosas que hacer.
Charlie se hacía el interesante y Albert ponía una cara que mezclaba cansancio y preocupación. Albert era uno de los pocos ancianos del mundo que, con más de ochenta años, todavía era capaz de entender a los jóvenes, capaz de entender lo que significa ser joven.
─Bien, pues tened cuidado, pedid perdón y dad las gracias. Siempre.
Y se marchaba siempre tras decir esa frase, y tras hacer, al despedirse su gesto más característico. Su tímido saludo militar. Su tímido saludo de visera mientras se daba la vuelta, llevando los dedos índice y corazón a la sien.
Lo único malo que Albert había traído a las vidas de aquellos dos especímenes malcriados en Belgravia era el tabaco Dunhill y el alcohol. Albert vivía en un piso pequeño en el primer portal que había al doblar la esquina a la derecha, a apenas veinte metros de su bar. Mientras se iban oyeron cómo Albert metía las llaves en la cerradura, y cómo cerraba de un portazo la enorme puerta de madera de su casa.
Los dos chicos se fueron en la otra dirección. El teatro no estaba lejos, a unos veinte minutos andando.
Después de vaciar una botella de escocés serían treinta minutos. Seguramente dos horas.
─¿Quién ha ido hoy al teatro?
─No sé. Nadie.
─Nadie.
─Monstruos de la City paseando a sus mujeres y maduritos recién salidos del paro, aspirantes a pseudointelectuales. Alguna vieja loca y amargada que venga cada semana. Nadie.
─Nadie. ¿Incluyes a Emma en ese grupo?
─No, hoy seguro que no ha ido. O puede que sí.
─Emma sería la hija encantadora y ejemplar de uno de los monstruos de la City, ¿no?
─Sí, supongo.
Cada vez que alguien nombraba a Emma, la sensación era la de tener el corazón latiendo a toda velocidad mientras baja por el esófago hasta el estómago.
Charlie se puso un cigarro en la boca, y antes de que se diese cuenta, Wes ya le había puesto el fuego en la cara. Charlie encendió el cigarro, y Wes se encendió uno para él. Charlie vio una botella de Smirnoff apoyada en una farola. Quedaban cuatro dedos. Se agachó, la cogió, le dio un trago y escupió, sacando la lengua mientras sufría en su estómago los treinta y siete grados de aquel líquido diabólico.
─Dios, estoy enfermo.
Wes le miró, le quitó la botella de las manos, le dio un trago y su cuerpo no respondió. Su voz nunca temblaba cuando se mezclaba con el alcohol. Sus órganos tampoco temblaban.
─Los enfermos por beber alcohol son alcohólicos. Los alcohólicos empiezan a ser alcohólicos cuando beben solos. Si yo bebo de tu botella ya no estás bebiendo solo. Ergo no eres alcohólico. Ergo no estás enfermo, imbécil.
Charlie se quedó mirándolo, se paró en seco, todavía con la garganta incandescente, y sonrió. Seguían caminando, Wes miraba perdido al frente, y se paró al ver que no tenía a Charlie al lado. Se giró. Y también le miró.
─Hay alcohólicos que beben con otros alcohólicos.
─Da igual, el primer síntoma de la alcoholemia es admitir que la sufres. Mientras no lo admitas, no hay problema.
─Deberías dar charlas en colegios, o mejor en hospitales. Es difícil decir tantas estupideces en tan poco tiempo.
─Sí. Mañana, por suerte, todo lo que estoy diciendo habrá desaparecido.
─¡Entre los adoquines del viejo Londres, que brillan como placas de oro a la luz de las farolas!
Seguían andando hacia el teatro.
─Poesía barata.
─Épica contemporánea.
─Épica contemporánea barata.
─No sabes lo que dices.
─No, yo no, pero allí, detrás de los contenedores, te espera el fantasma de Lord Byron para vomitarte en la cara por haberle intoxicado los oídos con ese verso podrido.
Wes ‘el Sentencioso’ y Charlie ‘el Resignado’ pasean de madrugada por las calles de Londres. (National Gallery, Londres)
─Deberíamos morirnos y resucitar dentro de un rato.

Wes terminó la botella de Smirnoff de un trago. Se metió un caramelo de menta en la boca. Charlie andaba temblando. Hacía frío. Los huesos de sus piernas parecían encajarse y desencajarse a cada paso. Los dedos que sujetaban su cigarro se congelaban poco a poco. El teatro ya estaba muy cerca y Emma no estaba en el teatro. Emma dormía mientras los dos soldados reptaban hasta el banco que había delante del Teatro de Su Majestad. Y cuando llegaron encendieron un cigarro cada uno.

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