Después de todo este
cuaderno sigue aquí. Cerrado, con un bolígrafo negro encima, perfectamente
cuadrado con una de las esquinas del escritorio de mi habitación. Esta última
frase la borraría si no fuese un obseso de la pulcritud caligráfica. El tiempo sigue
pasando, yo sigo creyendo que no pasaré los treinta, como Balduino IV de
Jerusalén. Él murió leproso, con grandes batallas a sus espaldas. Yo me iré con
los órganos derretidos y con Charlie fumando sobre mi ataúd, seguro. Me
encantaría poder jurar que acabaré de esa manera.
Sigo adelante, sin saber a
dónde voy. Voy más allá, y ahora escribo que sigo adelante sin saber a qué me
refiero. ¿Qué hay de nuevo en seguir bebiendo, seguir fumando y seguir con la
sensación de que los pulmones se desangran inmediatamente después de cualquier
esfuerzo insignificante? ¿Qué motivos hay para haber quemado esa voz angelical
de niño criado en Belgravia y haberla convertido en un pozo de escombros
chamuscados que no esconden más que miedo e inseguridades?
Nada. La respuesta para
todo.
Los cementerios no tienen
farolas. Y cuánto sentido tiene que no las tengan. En Londres brillaba un día
extrañamente soleado, casi mediterráneo. Hyde Park era un infinito paisaje de
llanuras que podían recordar a las del valle del Arno, y Park Lane un sendero
encantador que hacía de frontera entre el campo abierto y el frondoso e
imponente bosque de robles que era Mayfair.
Todo era maravilloso, y si
no lo era, todo apuntaba a que estaba muy cerca de serlo. Mentira. Sucias
mentiras. Ese día en Londres nunca podría ser maravilloso. No se daría en todo
el día una situación en la que encajase la palabra ‘maravilloso’. Un día de
marzo en el que cada inspiración suponía un esfuerzo sobrehumano, y cada
espiración manifestaba clara intención de que acabase arrastrando mi cuerpo por
el suelo, al no poder ni siquiera soportar el nimio esfuerzo de mantenerme
erguido.
Lo más difícil de contar es
siempre lo más importante.
Albert empezó a crecer en
el Londres de entreguerras, tras haber abandonado Irlanda junto a sus padres
con apenas unos meses de vida. Ese viaje, que ha de entenderse como un exilio o
destierro voluntario, fue sin lugar a dudas el germen de su amor y sentimiento
de deuda con Inglaterra. Nunca volvió a Irlanda.
Empezó a trabajar a los catorce años, en un
pequeño bar cerca del Támesis, en Northumberland Ave. Fue desde ese momento un
Oliver Twist agazapado entre los trajes a medida de la clase alta londinense.
Siempre contaba ese olor a tabaco, el rústico y curtido aroma de las pintas, los
whiskies, el sudor, la concentración, la lana de los abrigos, la madera
meticulosamente barnizada que cubría las paredes. Nunca fue tan feliz como en
aquel lugar. Dormía en un cuarto diminuto, en el que se alcanzaba la cama dando
un solo paso desde la puerta, y que no contaba con nada más, excepto una mesa,
una silla y una pequeña lámpara.
Inglaterra llegó al año
1945 con Churchill fumando puros, prediciendo el futuro en Crimea, y con Albert
saliendo del agujero. Las cenizas de esos seis años quedarían para siempre en
la memoria del mundo, pero no en la de Albert. Muchos le habían preguntado
muchas veces, y nunca dijo nada más que algo parecido a esto: “Fue como estar
encerrado en un agujero en el que no te podías tumbar, ni sentarte, y tampoco
podías ponerte en pie”. Punto y final. Eso fue todo lo que le escuché hablar.
Albert había intentado construir a su alrededor un mundo amable y calmado, que
jamás significó huir de los problemas, pero sí una renuncia al pesimismo, a la
amargura, al fatalismo, a las grandiosidades. Renunció a toda exaltación, a
toda euforia, y se vendió honrada y honestamente a una vida tranquila en la que
tenía la suerte de depender de él mismo para sobrevivir.
Se casó muy joven. Con 22
años se casó, abrió el Epsom Straight y se dejó barba. Sí, Albert estuvo
casado.
Se llamaba Hannah. Era
preciosa. Yo no la conocí, pero Albert sí, y tanto él como las fotos que él
guardaba de ella, me dijeron siempre que era preciosa. Murió en el parto, junto
con el primer hijo de Albert. Yo conocí a Albert más de cincuenta años después
de todo aquello.
Albert nunca fue oscuridad.
Por eso no tiene sentido que yo sienta oscuridad pensando en él. Albert se ha
ido tras vivir con cuidado, pidiendo perdón y dando las gracias siempre que la
ocasión lo había merecido.
Pienso en él y me da
vergüenza no poder dejar de pensar en Emma en un momento así.
Al fin y al cabo yo sigo
aquí. Y todo lo demás sigue a mi alrededor.
Creo que nadie me enseñará
nunca tanto como Albert. Nos regaló una filosofía de vida. Nos regaló incluso
su propia vida en muchas ocasiones. Nos dijo que siempre llevásemos chaqueta
los domingos, que siempre llevásemos los zapatos impecables, que viviésemos con
poco. Nos enseñó el arte de arrepentirse, o el arte de la humildad, que es el
mismo.
Escribo esto para aliviar
el dolor, y creo que no funciona. La muerte de Albert me hace pensar en la mía.
Me persigue, y creo olerla demasiadas veces. Necesito salir a la calle. Charlie
no sabe que tiene que ser el ansiolítico de todo esto. Charlie, ahora mismo,
debe ser para mí la hidroxicina más potente del mundo. No puedo evitar pensar
que a partir de ahora nada podrá ir a mejor. Todo se perpetuará hasta que el
mundo no nos aguante más. Hasta que llegue el momento en el que realmente
saboreemos la nada más despreciable y nos demos cuenta de que de la vida no se
cura uno nunca, y de que la muerte, en demasiados casos solo es un mal remedio.
Me duelen los dedos.
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