domingo, 23 de junio de 2013

Elogio del tiempo III

   La siguiente vez que vi a Margarita fue en casa; o cerca, al menos. Yo había vuelto a Verona un par de meses antes, sin dinero pero limpio. Aparte de la piel cetrina y los ojos apagados, nada hacía suponer los motivos de mi viaje. Aún hoy, siendo ya un hombre moldeado por los años y la rutina, recuerdo perfectamente aquel día en que nos encontramos nuevamente, lejos de su escenario habitual, desprotegida fuera del gastado laberinto londinense. De manera cristalina nos recuerdo a Pietro, a Marcello y a mí paseando por las  terrosas calles de Florencia aquella mañana de primavera, jóvenes, eternos, con ese aire extemporáneo que otorgan las gabardinas a los hombres de temprana edad. La ciudad, como siempre, me parecía estar hecha de una ceniza fina y apelmazada que surgía del mismo suelo y se elevaba, moldeando los plomizos edificios e incluso nuestros propios cuerpos. Cubiertos por aquel polvo acumulado durante siglos, parecíamos simplemente tres jóvenes deambulando despreocupadamente hacia el Arno. Ésa era una de las cosas que más me agradaban de Florencia, que, perdidos en la abrumadora vorágine de genios muertos, maestros deshechos e ilustres fantasmas de la que la ciudad se enorgullecía, nadie era nada. Ninguno de los tres podíamos ignorar la placentera sensación de que ni los florentinos ni los foráneos que hormigueaban sin rumbo aparente por aquellas calles parecían tener nombre ni historia, ni siquiera cara. En nuestra querida Verona éramos alguien, en Florencia apenas éramos tres siluetas que reían arrastrándose sobre su suelo parduzco. Allí, yo no era el atormentado físico excocainómano que se aferraba desesperadamente a su guitarra como un salvavidas para no ahogarse en el recuerdo de una ciudad extranjera y de una mujer desconocida. Allí yo no era más que un joven de bucles negros, barba rala y ojos verdes, enfundado en su gabardina color crema. Tampoco Marcello era el novelista frustrado cuyos pésimos versos reflejaban claramente su afición a los paliativos de la realidad que se vendían en las farmacias clandestinas, sino un chico desgarbado cuya cara de pelo rapado parecía tan ancha como sus hombros. Tan sólo Pietro con su media melena oscura perfectamente esculpida, sus ojos grises fríos como el hielo y su aristocrática mandíbula despreocupadamente afilada y cuadrada parecía conservar algo de su esencia en medio de esa atmósfera de anonimato. Podría decirse que poseía la inalterable prestancia que otorga el dinero. Y, en definitiva, Pietro no era sino dinero abstracto e inmaterial. Su mirada helada tenía más de plata que de hielo, su cálida voz parecía un torrente incontrolado  de monedas, el tacto indiferente de sus manos era el de los billetes. Desde que éramos apenas unos críos, Pietro había cuidado de nosotros dos. Él y su dinero siempre habían sido un colchón en el que poder acurrucarse a salvo cuando nuestras vidas se salían de madre. Había sido Pietro quien había pagado mi viaje de desintoxicación a Londres. También fue Pietro quién canceló las deudas de Marcello con los despreciables hombres de barro de los barrios bajos de Verona. Y quién sino Pietro había secado con billetes la sangre de nuestras narices y había sustituido la plata que esmaltaba nuestras manos temblorosas por otra plata más beneficiosa, quien sino él había empedrado de baldosas amarillas los caminos de sal por los que nos arrastramos Marcello y yo en los peores momentos. También Pietro había pagado aquel viaje a Florencia, una de nuestras ciudades preferidas, en el que habría de reencontrarme con Margarita.
   Bajábamos por la vía dei Calzaiuoli buscando las aguas del Arno cuando, al desembocar en la piazza della Signoria me encontré de pronto frente a ella que, recostada desganadamente en las escaleras de la logia dei Lanzi, miraba con desdén la cabeza que colgaba de las manos de Perseo. Una fuerza descomunal sacudió mi interior en aquel instante y las imágenes de nuestro último encuentro acudieron en borbotones a mi mente. Durante unos instantes abandoné Florencia para encontrarme nuevamente a la salida de aquel pequeño restaurante del West End frente al elegante mutismo de Margarita y su media sonrisa mientras me arrebataba el casco de las manos y se montaba en mi moto. “¿Subes?” fue lo único que dijo aquella noche. Recordé acomodarme tras ella para encontrarme minutos después nuevamente en aquella librería del West London con su colchón raído y su opresiva atmósfera. Apenas pude darme cuenta de lo que hacía cuando de pronto me vi completamente desnudo frente a ella. En comparación con su figura oscura y sublime, mi desnudez parecía vergonzante y torpe. Mi rigidez y abotargamiento contrastaban con la gracilidad de sus movimientos y la naturalidad con la que extrajo de sus ropas una bolsita de plástico llena hasta la mitad de una sustancia blanquecina, parecida a la sal. A fin de cuentas, no era sino sal en mis heridas aún sin cerrar. El miedo y la euforia tomaron violentamente mi cuerpo en una lucha sin cuartel, una lucha que ganó la euforia: primero la euforia de la sal, después la euforia de la carne y después nuevamente el miedo, el miedo a ahogarme en las profundas lagunas de aquella mujer, de perdermeen el olvido dulce y aterrador que prometía su cuerpo hecho de tiempo y aire. Una vez desaparecido todo rastro de la euforia o el miedo, retomó Margarita, como si de un ritual se tratase, el baile lento y melancólico de la vez anterior, que a mi memoria deshecha se presentaba inconcluso. En esta ocasión no se trataba de la música rota de Louis Amstrong sino de los acordes suaves y tristes de Elliott Smith. Ningún pitillo adornaba sus labios ni difuminaba sus contornos esta vez, ya se encargaba de ello el propio espacio, la pequeña habitación que parecía converger en ella a cada giro y que emborronaba los límites del vestido de lunares que se había puesto para negar su desnudez a mis ojos sedientos.

  De nuevo comienzan aquí las lagunas. Los recuerdos me llegaban de manera intermitente, a borbotones. El recuerdo de abandonar aquel cuarto mohoso aún a medio vestir, de caminar por las calles desiertas del West London con el sol asomando tímidamente por el este hasta llegar a mi apartamento en Camden, con el sol ya en lo alto. Recuerdo también de forma confusa los cuatro meses siguientes a la recaída, la angustia y la pugna conmigo mismo hasta encontrarme nuevamente en casa, en mi añorada Verona junto con mi familia y amigos, tras diez meses de limpieza interior, interrumpidos únicamente por una única noche de euforia y miedo.

 A.S.V.

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