miércoles, 19 de junio de 2013

La otra muerte

   Una fuente requiebra en un patio lejano como un cristal percutido por una fuerza tan devastadora como los años que curvan su espalda y carcomen su piel. Ya no percibe el fresco aroma de la primavera temprana ni el sabor amargo del zumo de naranja, que en otro tiempo le deleitaban sumamente. En la mesa de madera, junto al vaso intacto reposa una pluma en su tintero y unos papeles en blanco. Ahora todo es austero, nada es como antes, cuando creía dominar el mundo y moldearlo con su genio y sus palabras (si no él, al menos el otro). Ya han pasado algunas horas -quizás dos, tal vez tres- desde que se ha sentado frente al vaso y los papeles; nada ha cambiado en ese tiempo, tan sólo ha contemplado, frustrado, el temblor de sus manos inútiles que ya no son capaces de alumbrar grandes historias como las de antaño. Han quedado yermas para los prodigios. Ellas, que han dado vida a reyes y emperadores, que han regido el destino de naciones enteras, que han materializado la locura, el amor, los celos o la codicia y los han manipulado con la maestría y la elegancia con la que un orfebre engarza los más bellos metales; ellas, son ahora estériles y cargadas de muerte. Tal vez esto no le sorprende porque sabe que nunca han sido ellas o él o su ingenio quienes moldeaban tales quimeras, sino el otro, siempre el otro. Se obstina ahora, no obstante en componer una última obra (cualquier rapsodia intranscendente le es válida) tal vez para reivindicar su existencia frente al otro, tal vez porque se niega a resignarse a que el otro haya muerto y él ya no sea más que un cadáver esperando el olvido, incapaz de un milagro que justifique su vida. Pero la realidad lo oprime como la vejez o la enfermedad: ya no es capaz de componer.
   No se ha rebajado al llanto o la ira, jamás le otorgaría esa satisfacción, pero no es fácil esconder esos sentimientos a una esposa. La mano de Anne se ha posado sobre su hombro con dulzura. Simplemente dice su nombre, con suavidad, casi en un susurro maternal, pero a él le llega lejano y ajeno. No es él, hasta eso se ha llevado el otro. Ya no es nadie. El contacto de Anne le hace, sin embargo, sonreír. Tal vez intuye que ella es lo único que el otro no podrá llevarse, que le pertenece sólo a él al igual que él le pertenece sólo a ella. Es fabulador, pero no un iluso. Sabe que eso también lo barrerán el tiempo y la muerte, pero mientras viva será lo único verdaderamente suyo. No sabe, por supuesto, aunque se dice que los grandes hombres son capaces de barruntar su lugar en la eternidad, que los siglos venideros le deparan una idolatría asentada en turbias conjeturas y dispares especulaciones (sobre su religión, su sexualidad, la autoría de sus obras o su existencia, incluso. Todas referidas al otro, por supuesto), pero si lo supiera seguramente encontraría un placer irónico en el hecho de que la única especulación que realmente lo concernirá algún día será la que irremediablemente lo aboque al olvido. Hablarán las lenguas del futuro de frialdad e insatisfacción, incluso de abandono. Un hecho tan trivial como el calor que le recorre el cuerpo al sentir su mano desmantela de raíz las teorías de infelicidad o adulterio. Esto lo hace mortal, finito, libre. En ese momento entiende lo que hace años sabe: ella es el milagro que lo justifica, ella y sus hijos. Comprende que es radicalmente falsa la sensación que lo acompaña desde tiempo atrás de que ha tenido que nacer para engendrar al otro, de que es un hombre necesario para que la eternidad obtenga un nuevo engranaje para su arcano y macabro mecanismo. Ahora sabe que si algún acto lo ha requerido en algún momento ese  ha sido el acto mismo del amor, el intisto de perpetuación y supervivencia que se sirve de cualquier individuo, excelso o insignificante, para alcanzar sus fines. Felizmente se sabe ahora contingente, prescindible, innecesario.

   Desdeñosamente aparta los papeles y la pluma, ya no necesita escribir; ya está todo escrito. No ha notado, absorto en sus pensamientos, que Anne, al no rebicir respuesta, ha decidido retirarse para dejarle intimidad. Sonriente y tembloroso se levanta, apura el zumo y da un par de pasos antes de derrumbarse. No hace ruido al desplomarse sobre la hierba del patio; la nariz, rota, sangra profusamente, expulsando los últimos restos de vida que le quedan. A su mente anciana y cansada acuden reminiscencias de otras vidas, las que él (el otro) ha creado. Como en un sueño recuerda pasillos de un palacio en Alejandría, un balcón en Italia, salas y cementerios dinamarqueses, recorre las húmedas calles de Venecia y los mármoles de Roma, aspira el aire cálido y salado de Bretaña, se deleita con el verde rocío de Escocia e incluso revivió un sueño plagado de fantasía iluminado una noche de estío varios años atrás. No tiene tiempo de lamentar no haber visitado aquellos lugares que conoce como la palma de su mano, pero sí de recibir un último regalo del entendimiento, un obsequio del cielo que, según dicen, cuida de sus héroes. Acierta a entender, como susurrado por las criaturas que pueblan los lugares que está rememorando, que el otro, la sombra que lo ha perseguido en vida, no es siquiera creación suya. Al otro lo han creado sus propias historias, sus personajes lo sustentan. No sería siquiera polvo sin aquellos reyes, nobles, dictadores, prestamistas, calaveras y reinas orientales, sin aquellos moros y judíos, sin aquellos payasos y enterradores, sin aquellos jóvenes que caen víctimas de los errores de otros, sin aquellas hadas que lo han creado. Finalmente piensa, liberado, que no es el otro el que se lo ha arrebatado todo, simplemente nunca lo ha tenido; ni nombre ni bandera, ni genio. Tan sólo ha sido el esclavo de unas criaturas codiciosas que se han valido de su soberbia para existir, para contar al mundo sus historias olvidadas. Pero ya nada importa, pues ahora acaba todo y será el otro el que cargará con ese peso en los siglos venideros, será al otro al que veneren y citen, al que no se le conceda el reposo de la muerte y el olvido. Ya no piensa nada más, ya no se mueve. Lo encontrarán inmóvil un par de horas después. Sobre el requebrar de la fuente Anne impondrá, en un patético grito que será recogido siglos después, su nombre: "William".

A.S.V.
                                    

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