Estoy seguro de que el alcohol se inventó para que no
domináramos el mundo. La mesa más apartada del sótano del bar más apartado del
mundo, en el epicentro de ese caos que se formaba cada fin de semana. De
viernes a domingo era imposible encontrar en esas calles alguien que no nos
conociera, a alguien que no nos hubiese saludado de acera a acera, o a alguien
que no hubiese oído hablar de nosotros. La vida empezaba todos los viernes por
la tarde. No merece la pena hablar ahora de lo que hacíamos antes del viernes y
después del domingo. Nuestras siluetas bajaban las calles como lo hacían Alex
DeLarge y sus drugos antes de atacar al vagabundo. Teníamos “mesa de siempre”
en demasiados sitios. Meábamos cerveza y sudábamos vodka. Por nuestras mesas
pasaban desde menores que empezaban a descubrir lo que ocurría cuando se ponía
el sol y salían las farolas hasta el arte y la bohemia en forma de piel de
antebrazo picado. Meábamos vino blanco y sudábamos ginebra. No nos gustaba
comer. En realidad creo que lo odiábamos. Comer únicamente para no morir. No
morir. Nunca morir.
Éramos cómplices. Todos nos sabíamos las mierdas de todos.
Teníamos un fondo común de historias sucias, y un acuerdo de confidencialidad.
Lucas sabía que yo jamás le contaría a nadie que violó a su prima cuando ambos
tenían diez años, y mucho menos que esa prima se llamaba Zaira, y que era la
misma Zaira que nos encontrábamos cada tres sábados siempre en el mismo bar y
en la misma mesa. NUESTRA mesa. En vez de echarla nos sentábamos con ella y
hablábamos de cómo sería la historia de piratas perfecta. Incluso creo que
llegamos a escribir algún principio de novela. En realidad pensábamos nosotros,
y ella hablaba como si estuviera dentro de la historia. Era una perfecta
tarada. Una tarada de tetas vacías que iba muchas veces al baño. Estábamos
seguros de que era cocainómana, aunque Marco decía que solo iba a masturbarse.
Lucas lo sabía, igual que Marco sabía que nunca le diríamos a nadie que intentó
matar de hambre a su hermano tetrapléjico. No es el momento de explicar por qué
lo hizo. Se oían rumores increíbles sobre nosotros. Lucas me dijo que le
contaron que yo había matado en un baño a un cincuentón que acababa de tirarse
a mi hermana. Pero me encantó la historia, porque se contaba que le había
matado a hostias. Lo más extraño de todo es que la gente contaba esas historias
como grandes hazañas. Yo sabía que si alguien me veía alguna vez dándole una
paliza a cualquier gilipollas en alguna de esas calles, no pensarían que el
otro hombre fuese inocente. Yo siempre tendría la razón en situaciones
extremas. Y lo mismo pasaría con Lucas, o con cualquiera de nosotros. Aunque
nunca pensé qué pasaría si alguien nos viese pegando a una mujer.
No me gustaba ver sufrir a las mujeres. No lo podía
aguantar. No creía que ninguna mereciese soportar dolor. Creo que si tuviera
que elegir entre apuñalar a un misionero o apuñalar a una desalmada que ha
matado a su hijo, apuñalaría al misionero. Con los hombres era muy distinto.
Siempre creí que había demasiados hombres despreciables. Demasiados hombres que
merecían ser estrangulados con los intestinos de su propia madre.
Ahí estábamos los cinco, bajando la calle hasta la esquina.
Yo soy el del centro; cuando hacía frío iba siempre con la cabeza encogida
entre los cuellos de la chaqueta. El que está a mi derecha es Miguel, el que
siempre soñó con una camisa blanca, el mejor cliente del estanco de la plaza.
Al lado de Miguel está Marco. En alguno de sus bolsillos se escondía siempre
una petaca llena de Jack Daniels. Los de la izquierda son Lucas y Freddy.
Freddy es el del traje y Lucas el de la cabeza rapada. Yo era el único que
llamaba Alfredo a Freddy. Alfredo. Alfredo y su traje azul. Su segunda piel.
Lucas y sus heridas en la cara. Su única piel siempre reventada por algún sitio.
Las camisas hacían que pareciéramos buenos tipos, buenos
muchachos. Pero como en las mejores historias, las apariencias engañan,
hermanos. Simplemente fuimos grandes en un mundo pequeño. En el mundo grande
éramos familia directa de los ángeles del infierno. Éramos mierda radiactiva.
Éramos los restos y los que se comían los restos. Éramos perros.
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