sábado, 22 de junio de 2013

Elogio del tiempo I

Llueve, como siempre en esta maldita ciudad, es un hecho. También lo es que me llamo Marco y nací en Verona. Me repito estas palabras cada mañana como antídoto contra la incredulidad. Desde crío he alimentado la vana ilusión de que la constatación de dos hechos verdaderos otorga veracidad absoluta a cualquier sentencia inverosímil posterior y, en estos momentos, la incredulidad es seguramente el peor de mis enemigos, el veneno capaz de empañar su recuerdo, de sofocar el efecto balsámico de su historia y de hacerme consciente del hecho de que ella se ha ido, para siempre. No sé si sería incluso capaz de borrar de mis recuerdos sus giros, sus movimientos felinos cuando jugaba con el aire al son de unos acordes ya olvidados y éste acariciaba su pelo y elevaba su vestido y su figura más allá de lo que la mente de un hombre puede permanecer fría y cuerda.
   No sé dónde debería empezar mi relato. Seguramente en aquella barraca de barro y caña brava a orillas del lago Victoria, tal vez un par de años antes, en un desgastado centro de desintoxicación londinense, el día en que nos conocimos. No puedo evitar recordarla, caminando orgullosamente por aquel pasillo, la sangre seca sobre el labio, la tosca bata medio abierta, el cansancio acomodado en la sombra de los ojos, perfecta. Nada tenía que ver con los demás pacientes: la dentadura intacta, el color vivo en sus mejillas, varias libras de carne bajo la piel cuidada y sin marcas, la mirada penetrante y lúcida. Nada tenía que ver conmigo. Margarita, dijo, era su nombre; su origen supuestamente portorriqueño. Los rasgos presumían, sin embargo, la cercanía del mediterráneo: la piel de un ligero tono café no presentaba la tosquedad del mestizaje, los ojos de un gris puro parecían añorar la cercanía de la vid y el olivo, la nariz aristocrática y el mentón altivo evocaban una pureza arcana, perdida por siglos de hibridación, el cabello azabache y los rasgos afilados contaban una historia olvidada por los hombres tiempo atrás. El desdén de la indiferencia escapaba de sus labios como el aire al respirar. Un deje de impertinencia azotó su voz cuando imperiosamente me demandó un cigarrillo.
   -No dejan meterlos- balbuceé torpemente.
    La arrogancia y la candidez ensombrecieron parejas su mirada. Sin mediar palabra me agarró del brazo y me obligó a seguirla fuera del centro. Nadie nos detuvo. Anduvimos sin descanso desde el East End hasta una minúscula librería del West London mientras el síndrome de abstinencia comenzaba a hormiguear por el interior de mi cuerpo. No tuve tiempo de sentirlo en su plenitud, pues llegados a la librería me arrojó a un mohoso colchón de la trastienda y desahogó en mi cuerpo sus anhelos carnales con la furia de un animal. Únicamente fui consciente del momento en el que se arrancó violentamente la ropa y su figura se mostró, soberbia, ante mí. En cuanto su piel me rozó la lucidez abandonó mi ser para perderse en rincones secretos, jugando con el tiempo, que aquella mujer parecía estirar o contraer a su antojo. Lo manejaba minuciosamente, con la maña de un orfebre, para, súbitamente, hacerlo añicos contra el suelo carcomido. Desdeñosamente se entretuvo con mi cuerpo durante un lapso en apariencia asombrosamente corto para dilatar luego el éxtasis de forma agónica, casi eterna. Un solo segundo bastó para estremecer mi cuerpo hasta el borde del desmoronamiento, para arrastrar mi mente al umbral de la locura. El goce inicial se tornó en una lucha desesperada para no sucumbir ante el peso del inconmensurable tiempo vivido y venidero que parecía convergir en aquel punto, obnubilado, a merced de los tibios contornos de Margarita.

   El final de aquel baile frenético dio paso a otro más sosegado, más humano. No recuerdo el momento en que la música empezó ni el instante en que Margarita abandonó la calidez de mi cuerpo, pero recuerdo abrir los ojos, colmado de sudor, moho del colchón y una paz ajena, para verla mecerse lentamente por la reducida pieza al ritmo de una vieja canción de Louis Amstrong. El pitillo que adornaba sus labios la halagaba dócilmente, ansiaba como yo, como la realidad misma, fundirse con su esencia envolviéndola en volutas que giraban con ella y difuminaban sus contornos, que henchían la pieza y el pecho, que parecían seguir el compás de aquella melodía melancólica y cuyo olor agrio recordaba remotamente al de la felicidad. 

A.S.V.

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