Todo
estaba lleno de bidones de sangre. Al lado de cada uno de ellos, había un
pequeño frasco similar al de cualquier perfume, aparentemente vacío. El fuego
había ganado. El sol se estaba fundiendo. Todos los cimientos se quebraban al
unísono. Poco a poco el mundo pasaba a ser en blanco y negro. Avanzábamos
abrazados por una calle olvidada mucho antes de que todo terminase. Habíamos
caminado demasiado, avanzando demasiado lento, acumulando demasiado miedo. Cada
brizna de hierba que sobrevivía entre los adoquines era la esperanza de algo
nuevo. Pero la palabra nuevo no existía en aquel momento. Tampoco existía la
palabra música, pero se oía una melodía, muy leve, omnipresente. La ignorancia
del gorrión superviviente se paseaba por el capó reventado de un todoterreno. Parecía
que la música venía del cementerio. Cruzamos la verja oxidada y chamuscada
cuando alguien dio a las nubes un brochazo negro. Me preguntaba cuántas hojas
verdes quedarían en Hyde Park. Me preguntaba si quedaría algo blanco en la
fachada de la Casa Blanca. Me preguntaba si la Mona Lisa seguiría sonriendo
entre escombros. Y me preguntaba por qué ocupaba mi mente con semejantes
estupideces mientras era consciente por primera vez de que cada segundo, cada
paso o cada parpadeo podía ser el último. En aquel momento el cementerio era un
lugar más de la ciudad. La melodía se oía un poco más fuerte. El cansancio se
hacía un poco más fuerte. Cada vez andábamos más despacio. La música seguía sonando,
pero a lo mejor solo sonaba en mi cabeza. Ella decía que no oía nada. Cuando
parecía que el humo había dejado inconsciente a la esperanza, se produjo una
explosión dentro del cementerio. Caían del cielo flores y papeles escritos
quemados. Velas sin terminar y basura irrespetuosa. Tras la explosión se oía
una piedra arrastrándose, como la puerta del sepulcro. Entre pequeñas lápidas
olvidadas mucho tiempo atrás, se veía cómo una de ellas se hacía cada vez más
grande. Un pequeño prisma rectangular que acabó convirtiéndose en la base de
una gran estatua llena de inscripciones, todas gobernadas por un rotundo y
nostálgico “SEX, DRUGS AND ROCK’N’ROLL” escrito en tinta negra. Aquello no
podía ser más que un espejismo. Se levantó la parte superior de la lápida. La
melodía, que no había parado de sonar, lo hacía ahora con más fuerza que nunca.
Las nubes negras eran bafles gigantes. El mundo, más apagado que nunca, se vio
iluminado por un gran chorro de luz blanca que salía de la lápida. El chorro
empujó a la superficie una silueta delgada y con pelo largo. Tras observarla
unos segundos, ya veíamos cómo brillaba su chaqueta de cuero. Era el regreso
del Rey Lagarto. Era la última canción de un concierto que duró más de cuatro
mil millones de años. No nos miraba. Solo cantaba. Su voz se arrastraba por la
melodía que marcaban los otros tres, que tocaban sabiendo que no habría mañana.
Reímos, lloramos, bailamos, nos tocamos y nos besamos como nunca lo habíamos
hecho. Quedaba muy poco. Nos deshacíamos el uno al otro. Quedaban segundos. Nos
acercamos juntos, arrastrando nuestras rodillas, al pie de la lápida. Tantas
lágrimas nos habían secado los ojos. Perdimos la voz riendo; quizá la mejor
forma de perderla. Justo antes de que todo terminase, sonreímos, y con las últimas
gotas de tinta roja que nos quedaban, escribimos sobre la piedra: FIN. Y me
desperté, sabiendo cómo acabaría todo.
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