martes, 11 de junio de 2013

This is the end


Todo estaba lleno de bidones de sangre. Al lado de cada uno de ellos, había un pequeño frasco similar al de cualquier perfume, aparentemente vacío. El fuego había ganado. El sol se estaba fundiendo. Todos los cimientos se quebraban al unísono. Poco a poco el mundo pasaba a ser en blanco y negro. Avanzábamos abrazados por una calle olvidada mucho antes de que todo terminase. Habíamos caminado demasiado, avanzando demasiado lento, acumulando demasiado miedo. Cada brizna de hierba que sobrevivía entre los adoquines era la esperanza de algo nuevo. Pero la palabra nuevo no existía en aquel momento. Tampoco existía la palabra música, pero se oía una melodía, muy leve, omnipresente. La ignorancia del gorrión superviviente se paseaba por el capó reventado de un todoterreno. Parecía que la música venía del cementerio. Cruzamos la verja oxidada y chamuscada cuando alguien dio a las nubes un brochazo negro. Me preguntaba cuántas hojas verdes quedarían en Hyde Park. Me preguntaba si quedaría algo blanco en la fachada de la Casa Blanca. Me preguntaba si la Mona Lisa seguiría sonriendo entre escombros. Y me preguntaba por qué ocupaba mi mente con semejantes estupideces mientras era consciente por primera vez de que cada segundo, cada paso o cada parpadeo podía ser el último. En aquel momento el cementerio era un lugar más de la ciudad. La melodía se oía un poco más fuerte. El cansancio se hacía un poco más fuerte. Cada vez andábamos más despacio. La música seguía sonando, pero a lo mejor solo sonaba en mi cabeza. Ella decía que no oía nada. Cuando parecía que el humo había dejado inconsciente a la esperanza, se produjo una explosión dentro del cementerio. Caían del cielo flores y papeles escritos quemados. Velas sin terminar y basura irrespetuosa. Tras la explosión se oía una piedra arrastrándose, como la puerta del sepulcro. Entre pequeñas lápidas olvidadas mucho tiempo atrás, se veía cómo una de ellas se hacía cada vez más grande. Un pequeño prisma rectangular que acabó convirtiéndose en la base de una gran estatua llena de inscripciones, todas gobernadas por un rotundo y nostálgico “SEX, DRUGS AND ROCK’N’ROLL” escrito en tinta negra. Aquello no podía ser más que un espejismo. Se levantó la parte superior de la lápida. La melodía, que no había parado de sonar, lo hacía ahora con más fuerza que nunca. Las nubes negras eran bafles gigantes. El mundo, más apagado que nunca, se vio iluminado por un gran chorro de luz blanca que salía de la lápida. El chorro empujó a la superficie una silueta delgada y con pelo largo. Tras observarla unos segundos, ya veíamos cómo brillaba su chaqueta de cuero. Era el regreso del Rey Lagarto. Era la última canción de un concierto que duró más de cuatro mil millones de años. No nos miraba. Solo cantaba. Su voz se arrastraba por la melodía que marcaban los otros tres, que tocaban sabiendo que no habría mañana. Reímos, lloramos, bailamos, nos tocamos y nos besamos como nunca lo habíamos hecho. Quedaba muy poco. Nos deshacíamos el uno al otro. Quedaban segundos. Nos acercamos juntos, arrastrando nuestras rodillas, al pie de la lápida. Tantas lágrimas nos habían secado los ojos. Perdimos la voz riendo; quizá la mejor forma de perderla. Justo antes de que todo terminase, sonreímos, y con las últimas gotas de tinta roja que nos quedaban, escribimos sobre la piedra: FIN. Y me desperté, sabiendo cómo acabaría todo.
 
J. L. M.

No hay comentarios:

Publicar un comentario