domingo, 23 de junio de 2013

Elogio del tiempo II

   Los recuerdos posteriores se colapsan y abomban, las imágenes son un fino hilo de plata en el que se mece desganada la araña del olvido. Tres meses después (si tal torpeza lingüística sigue siendo aceptable) las aguas de la memoria retoman su cauce en el patio andaluz de un sobrio restaurante del West End; mi guitarra amenizaba la noche a los comensales, mi voz se ahogaba en sus murmullos. En ese lapso ya irrecuperable no probé, creo (o así quiero creerlo), ni la dulzura de la ambrosía, ni a la agridulce Margarita. Ambas necesidades habían sido sustituidas por la música. Un dibujo breve de mi mano, un gemido sordo arrancado con el tañer virtuoso de mis dedos (no ocultaré con falsa modestia mi maestría) bastaba para acariciar ese otro lado, la puerta entreabierta tras la que intuimos nuestra esencia. Constantemente me veía violentamente arrancado de mí mismo cuando me encontraba a tan sólo un paso de esa puerta. Un cliente levantándose, un murmullo en una mesa, un pájaro sobre el patio bastaban para vedarme la revelación cuando ya la sentía palpitar en mi pecho. No parecerán extraños tales sentimientos: la música tiene un no sé qué que la realidad se lo respeta, el espacio resuena en la caja de una guitarra con menos fluidez de lo que lo hace fuera, el tiempo se enreda y ensortija entre sus cuerdas, permitiendo asirlos y manipularlos con cierto antojo, reducirlos y cortarlos para ensamblarlos posteriormente en cualquier punto que se desee. Esa noche, por ejemplo, entre una melodía suave y cruel como el agua se prendieron las imágenes de mi infancia y regresé a la Verona de mi niñez, mi madre me habló de nuevo de un futuro en el campo que volvió a maravillarme y volverá a aborrecerme, mis pasos se perdieron entre el trigo y mi guitarra germinó en el pecho de los mirlos, mis dedos nuevamente buscaron con frenesí el cuerpo de Margarita y temí ahogarme. No hablo de recuerdos, por supuesto, me refiero a vivir de nuevo, a estar allí, a comprimir horas enteras en el devenir efímero de una melodía, a dilatar el instante en el que estalla una emoción pasada durante una canción entera.
   Por supuesto, este hito de la memoria no es trivial. Aquella noche volví a ver a Margarita. La noche estaba avanzada y el vino y los acordes habían enardecido a los comensales. Algunos charlaban animadamente en voz exageradamente alta, los menos se mecían en sus asientos, los ojos cerrados y un tarareo desacompasado prendido de sus labios, todos olvidaban la frialdad finamente calculada propia de su estatus y su sangre inglesa. En este ambiente cálido irrumpió ella como una aparición con su vestido de noche resaltando los hombros desnudos y la piel sin la tacha del tiempo. El lenguaje siempre resulta falto para las descripciones importantes, tal vez ayuden más las imágenes. Un proverbio persa dice que el hombre teme al tiempo, pero que el tiempo teme a las pirámides; por mucha gente es sabido también que el tiempo alaba a las tortugas. Imagine usted por un momento la sempiterna imagen del complejo de pirámides de Gizeh, de sobra conocida. Piense en esas tres moles descomunales, inamovibles, acompañadas de otras tantas de menor tamaño. La imagen de por sí tiene algo sobrecogedoramente intemporal. Trate ahora de imaginar paseando lentamente ante ellas a una tortuga, una simple tortuga hundiendo sus patas en la arena dorada frente al inmutable complejo. La escena es inconcebible, anacrónica, tal vez ligeramente desgarradora. Acaso este símbolo sea parcialmente válido para entender lo que sentí al ver irrumpir a Margarita en un escenario tomado por la música: la melodía como el monumento de piedra y arenisca, la contingencia de una mujer como el aletargado animal.

   No dijo nada, simplemente se limitó a sentarse con su acompañante, un anciano impecablemente vestido, y a sonreír sus comentarios sin abrir la boca durante el resto de la velada. Así les gustan las mujeres a muchos caballeros: calladas y complacientes. Acabado mi turno, cerca del amanecer, los comensales se retiraron, algunos cargando a otros, y entre la maraña de gente que se dirigía a la salida perdí a Margarita. Nos encontramos veinte minutos después en la puerta del restaurante. Ella estaba sola tratando de encontrar un taxi. Gentilmente me ofrecí a llevarla en mi moto intentando controlar el temblor de mi voz.

 A.S.V.       

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