Hace diecinueve años, nueve meses y diecisiete días tenía
catorce años, y eran las cinco de la mañana. Íbamos los dos, Alfredo y yo. Freddy
llevaba la mochila con los botes. Bajaríamos mil millones de veces más por esa
calle, pero en ese momento no pensábamos en otra cosa que no fuera encontrar un
portal con barrotes rojos. Lo encontramos al final de la cristalera tintada de
un extraño bar o restaurante, o lo que fuera. Tenía una puerta muy pequeña, y
encima de ella había un neón verde que ponía “Sangster’s”. Pero lo importante
era la pared que había en la acera de enfrente, justo delante de los barrotes
rojos. Inmediatamente Freddy se quitó la mochila y sacó un bote para mí y otro
para él. Aquel hijo de puta vivía tras los barrotes rojos y nosotros lo
sabíamos. Por eso estábamos allí. Aquel desperdicio humano se encargaría de
pintar los barrotes con su sangre cuando la pintura estuviese deteriorada. Lo
de los botes era simple. Una amenaza escrita es más que una simple amenaza.
Tras dar los buenos días al conserje, la fachada del edificio del otro lado de
la calle le gritaría como lo haría la más cruel encarnación del odio. Mientras
oía la bolita metálica moviéndose dentro del bote, me imaginaba sus pelotas
recién cortadas y clavadas en la puerta de su casa. Así sus padres podrían
clavarlas en su lápida, o dejarlas en la puerta. O podrían pintarles caritas
sonrientes. Pintamos con rabia, repasando las letras muchas veces, y subimos la
calle también gritando, y pensando que con las pintadas no bastaba. Necesitaba
sentir cómo sus dientes se clavaban en el interior de sus mejillas. Necesitaba
marcar esa cara para que el espejo le recordase cada día lo que no se debe
hacer si no quieres tener la cara troceada. En aquel momento sentía como cada
latido se multiplicaba por dos. Por tres. Por quinientos. Estábamos eufóricos
pensando en lo que le podíamos hacer a ese hijo de puta. Mucha gente habría comparado
lo que sentíamos en aquel momento con el instante previo al éxtasis sexual. Ese
momento en el que nada te importa y todo se concentra en un punto. Un punto
físico y un punto mental. La primera caricia violenta del día siguiente sería
el éxtasis. La cara pintada de rojo y el esternón incrustado entre los pulmones
serían el equivalente al cigarro de después. Eso era lo que le esperaba a la
arcada con brazos y piernas que vivía tras los barrotes rojos. Iría yo solo. No
creía que nadie fuese capaz de llegar al nivel de ira en el que me encontraba
yo, por lo que no consideraba que nadie fuese digno ni siquiera de respirar
cerca de mi víctima. No aceptaba ayuda innecesaria y tóxica. Después de decir
esto me podríais preguntar por qué dejé que Freddy me acompañara aquella noche
a dar el aviso frente a los barrotes rojos. Fue por amistad. Simple y brutal
amistad.
Siempre me sentí orgulloso de ese sentimiento protector que
tenía Freddy respecto al grupo. Sentía que era responsable de nuestra
seguridad. Nada malo nos ocurriría estando él cerca. Nada que ocurriese en
contra de nuestra voluntad. Sabía perfectamente cuándo podía y debía
intervenir.
Apenas dormí aquella noche de noviembre. Soñé con esperarle
en la puerta. Soñé con tirar la mochila. Soñé con su inferioridad.
Al día siguiente todo ocurrió como yo quería. Respiré
durante esos minutos el olor del sufrimiento. Un olor caliente y frío a la vez.
Disfruté y no disfruté. Creía firmemente que era mi deber hacerlo y lo hice.
Después de contar esta historia soy el hombre más miserable que habita el globo
terráqueo. Estas palabras me quitan el derecho a vivir. Soy violento.
Ignorante. Doy asco, mucho asco. Ódiame. Ódiame hasta reventar. Como si fuese
la persona a la que más odias en este mundo. Conviérteme. Conviérteme en el
depositario de tu odio más profundo.
Después de odiarme eres Hugo. Hugo tiene una hermana dos
años más joven que él. La hermana de Hugo se llama Victoria. Un día, Victoria
conoce a un chico. Hugo conoce a ese chico. Hugo es inteligente. Hugo es muy
inteligente y no rechaza a ese chico. Ese chico es humano. Ese chico pierde el
derecho a ser humano cuando le hace cosas a Victoria. Cosas que Victoria no
quiere que le haga. Cuando Victoria deja de existir, Hugo decide que ese humano
que ya no es humano debe pasar a ser nada. Hugo le convierte en las ruinas de
la nada. Victoria es mi hermana. El chico que dejó de ser humano es el mismo
que escupió sangre aquella mañana de noviembre. El mismo que estuvo a punto de
masticar con las encías el borde de la carretera.
Yo soy Hugo desde mucho antes de que lo fueras tú. Soy Hugo
desde que mi madre gritó y lloró de dolor y felicidad en un hospital, una
madrugada de un nueve de junio.
J. L. M.
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