jueves, 20 de junio de 2013

Perros II


Hace diecinueve años, nueve meses y diecisiete días tenía catorce años, y eran las cinco de la mañana. Íbamos los dos, Alfredo y yo. Freddy llevaba la mochila con los botes. Bajaríamos mil millones de veces más por esa calle, pero en ese momento no pensábamos en otra cosa que no fuera encontrar un portal con barrotes rojos. Lo encontramos al final de la cristalera tintada de un extraño bar o restaurante, o lo que fuera. Tenía una puerta muy pequeña, y encima de ella había un neón verde que ponía “Sangster’s”. Pero lo importante era la pared que había en la acera de enfrente, justo delante de los barrotes rojos. Inmediatamente Freddy se quitó la mochila y sacó un bote para mí y otro para él. Aquel hijo de puta vivía tras los barrotes rojos y nosotros lo sabíamos. Por eso estábamos allí. Aquel desperdicio humano se encargaría de pintar los barrotes con su sangre cuando la pintura estuviese deteriorada. Lo de los botes era simple. Una amenaza escrita es más que una simple amenaza. Tras dar los buenos días al conserje, la fachada del edificio del otro lado de la calle le gritaría como lo haría la más cruel encarnación del odio. Mientras oía la bolita metálica moviéndose dentro del bote, me imaginaba sus pelotas recién cortadas y clavadas en la puerta de su casa. Así sus padres podrían clavarlas en su lápida, o dejarlas en la puerta. O podrían pintarles caritas sonrientes. Pintamos con rabia, repasando las letras muchas veces, y subimos la calle también gritando, y pensando que con las pintadas no bastaba. Necesitaba sentir cómo sus dientes se clavaban en el interior de sus mejillas. Necesitaba marcar esa cara para que el espejo le recordase cada día lo que no se debe hacer si no quieres tener la cara troceada. En aquel momento sentía como cada latido se multiplicaba por dos. Por tres. Por quinientos. Estábamos eufóricos pensando en lo que le podíamos hacer a ese hijo de puta. Mucha gente habría comparado lo que sentíamos en aquel momento con el instante previo al éxtasis sexual. Ese momento en el que nada te importa y todo se concentra en un punto. Un punto físico y un punto mental. La primera caricia violenta del día siguiente sería el éxtasis. La cara pintada de rojo y el esternón incrustado entre los pulmones serían el equivalente al cigarro de después. Eso era lo que le esperaba a la arcada con brazos y piernas que vivía tras los barrotes rojos. Iría yo solo. No creía que nadie fuese capaz de llegar al nivel de ira en el que me encontraba yo, por lo que no consideraba que nadie fuese digno ni siquiera de respirar cerca de mi víctima. No aceptaba ayuda innecesaria y tóxica. Después de decir esto me podríais preguntar por qué dejé que Freddy me acompañara aquella noche a dar el aviso frente a los barrotes rojos. Fue por amistad. Simple y brutal amistad.

Siempre me sentí orgulloso de ese sentimiento protector que tenía Freddy respecto al grupo. Sentía que era responsable de nuestra seguridad. Nada malo nos ocurriría estando él cerca. Nada que ocurriese en contra de nuestra voluntad. Sabía perfectamente cuándo podía y debía intervenir.

Apenas dormí aquella noche de noviembre. Soñé con esperarle en la puerta. Soñé con tirar la mochila. Soñé con su inferioridad.

Al día siguiente todo ocurrió como yo quería. Respiré durante esos minutos el olor del sufrimiento. Un olor caliente y frío a la vez. Disfruté y no disfruté. Creía firmemente que era mi deber hacerlo y lo hice. Después de contar esta historia soy el hombre más miserable que habita el globo terráqueo. Estas palabras me quitan el derecho a vivir. Soy violento. Ignorante. Doy asco, mucho asco. Ódiame. Ódiame hasta reventar. Como si fuese la persona a la que más odias en este mundo. Conviérteme. Conviérteme en el depositario de tu odio más profundo.

Después de odiarme eres Hugo. Hugo tiene una hermana dos años más joven que él. La hermana de Hugo se llama Victoria. Un día, Victoria conoce a un chico. Hugo conoce a ese chico. Hugo es inteligente. Hugo es muy inteligente y no rechaza a ese chico. Ese chico es humano. Ese chico pierde el derecho a ser humano cuando le hace cosas a Victoria. Cosas que Victoria no quiere que le haga. Cuando Victoria deja de existir, Hugo decide que ese humano que ya no es humano debe pasar a ser nada. Hugo le convierte en las ruinas de la nada. Victoria es mi hermana. El chico que dejó de ser humano es el mismo que escupió sangre aquella mañana de noviembre. El mismo que estuvo a punto de masticar con las encías el borde de la carretera.

Yo soy Hugo desde mucho antes de que lo fueras tú. Soy Hugo desde que mi madre gritó y lloró de dolor y felicidad en un hospital, una madrugada de un nueve de junio.
 
J. L. M.

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